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Salud mental y VIH, un delicado equilibrio


Diagnosticados, en tratamiento y con carga viral indetectable. Así deberían estar las personas con VIH según el objetivo 90-90-90 de Onusida. Pero hay un cuarto 90 que aspira a que, además, disfruten de una adecuada calidad de vida, y esto es una quimera si no se apoya en una buena salud mental. Su abordaje es un elemento clave para poner fin a la epidemia de VIH: los trastornos neuropsiquiátricos y del estado de ánimo son una carga que lastra cuanto rodea al paciente y pone en peligro no solo su estabilidad emocional, sino también la evolución de la enfermedad.

Las cifras muestran que las personas con VIH tienen el doble de probabilidades de padecer depresión o ansiedad, que más de la mitad de los jóvenes con VIH tiene algún problema de salud mental o que el riesgo de sufrir una enfermedad mental grave puede llegar a multiplicarse por 10. ¿Por qué los problemas de salud mental son más prevalentes en las personas con VIH? Parte de la respuesta está en un escenario en el que todo se imbrica y se interrelaciona: el tsunami emocional que supone el anuncio de una enfermedad por ahora incurable; el estigma; la fatiga de un tratamiento a largo plazo; la vulnerabilidad…

Si enfocamos la problemática desde la parte clínica, “hay un conjunto de factores que se entremezclan”, corrobora el doctor Álvaro de Mena, especialista en Enfermedades Infecciosas del Complejo Hospitalario Universitario de A Coruña. “En la fase aguda del VIH, se puede presentar una serie de infecciones oportunistas capaces de afectar al cerebro y al sistema nervioso; asimismo, el propio virus también es capaz de atravesar la barrera hematoencefálica [estructura que protege el cerebro del paso de sustancias tóxicas] y causar un daño neurológico”. Ambas situaciones pueden afectar al cerebro y al sistema nervioso, modificando la manera en la que la persona con VIH piensa y se comporta. Además, algunos medicamentos antirretrovirales pueden tener efectos secundarios que también impacten sobre la salud mental del paciente.

Todo empieza con el primer diagnóstico

Esta es la visión clínica y, también, la clásica. “Pero hay muchos otros problemas de salud mental y de la esfera neuropsiquiátrica que van más allá. No podemos quedarnos ahí”, advierte De Mena. Con él coincide Jordi Blanch, consultor del Servicio de Psiquiatría y Psicología del Hospital Clínic de Barcelona y especialista en trastornos psiquiátricos relacionados con el VIH. “Ya desde el momento del diagnóstico hay una reacción emocional de estrés y ansiedad, que se acompaña de incertidumbre ante el futuro”, explica.

Así pues, según Blanch, el viaje por el VIH bordea el abismo de los trastornos mentales ya desde el momento del diagnóstico. El anuncio, el duelo, el periodo de aceptación… No se trata solo de la asunción de que se padece una enfermedad crónica incurable, sino de batallar contra la posible presencia de los fantasmas de la culpa: “Aún persiste aquella vieja asociación entre el VIH y conductas supuestamente inapropiadas, el ‘Se lo merece’. Y a eso hay que sumarle la carga de un tratamiento de por vida y la percepción de falta de expectativas”. Un testimonio que ejemplifica esto es el de Carlos, programador de 52 años, diagnosticado de VIH en 1992: “Tenía 24 años y me quedé paralizado. Aterrorizado. Lo viví en total soledad”. Carlos reconoce que dejó su interés por los estudios, comenzó a consumir drogas y pasó “una temporada de autodestrucción. Hasta pensé en el suicidio. Por una parte, me autocompadecía; por otra, me sentía culpable. Después me dijeron que había nuevos tratamientos y que esto iba a ser crónico. Muy bien, pero también fue un bajón: estar para siempre con esto…”.

“El VIH se vive como una losa”, sentencia el doctor De Mena. “A los pacientes se les pone delante una realidad que no les gusta, que tienen que casar con sus situaciones personales y profesionales, y a la que deben decidir si dar o no visibilidad”. Por más que, gracias al tratamiento, puedan llevar una vida plena en el aspecto orgánico, su esfera psicoafectiva y social se resiente, algo que puede acompañarles toda la vida. “Dan miedo los análisis de empresa, los seguros médicos, la confesión a posibles parejas… Y aparecen la ansiedad, el insomnio, la depresión. Es lo que más vemos en consulta”, admite De Mena.

Este experto insiste en la importancia de que el médico que trata al paciente no se quede en el objetivo de lograr una carga viral indetectable, sino que sea proactivo y pregunte por su situación emocional: “Debemos romper la barrera, quitar el tabú y preguntar por su vida sexual, su descanso, sus relaciones, su calidad de vida”.

Porque una cosa lleva a la otra: una mala calidad de vida pone en riesgo la salud mental pero, además, una mala salud mental puede dar al traste con la eficacia del tratamiento. “Si no tratas adecuadamente el trastorno mental es mayor el riesgo de que la infección por VIH evolucione desfavorablemente”, advierte Blanch. “Primero, porque una depresión puede hacer que el paciente tenga peor adherencia; segundo, porque la propia depresión provoca alteraciones en el cerebro”.

El tratamiento también es clave

Por ello, cada vez se demanda más la necesaria colaboración entre los clínicos que tratan el VIH y los psicólogos y psiquiatras especializados. Porque, a todo lo visto, se suma otro factor: el efecto que algunos tratamientos antirretrovirales pueden tener sobre la salud mental de un paciente. En este sentido, Blanch apunta: “Hay que conocer bien los fármacos. Existen antirretrovirales capaces de penetrar en el cerebro y, aunque no todos son tóxicos, algunos sí lo son; en estos casos, o se protege el cerebro o esa sustancia tóxica puede provocar una afectación neurocognitiva”. Y abunda: “También sabemos que algunos de estos tratamientos pueden provocar síntomas depresivos, alteraciones del sueño (como pesadillas o sueños vividos)… Asimismo, se pueden producir síndromes confusionales por interacciones con otros medicamentos psiquiátricos”. El tratamiento salva y cronifica pero, por la parte clínica, hay que ponderar siempre todos sus efectos, incluidos los psicológicos y, por parte del propio paciente, debe haber proactividad al explicar sin miedo al detalle cualquier síntoma como insomnio, depresión o ansiedad, para así encontrar conjuntamente la mejor opción para minimizar la sintomatología.

Todos son problemas que, a la larga, derivan en pensamientos negativos sobre la vida. De ahí, continúan los especialistas, la necesidad de preguntar al paciente, de cuantificar su carga viral, pero también de conocer sus emociones y, desde ahí, ajustar el tratamiento a sus particularidades psicológicas. “Es fundamental que los médicos nos ocupemos de saber a quién tenemos frente a nosotros”, continúa De Mena. “El desarraigo, el abandono, la soledad… Porque, después, nos llevamos la sorpresa de que algunos pacientes abandonan el tratamiento. Hay que trabajar activamente por el cuarto 90, y hacerlo desde el inicio, desde el paciente recién diagnosticado”. Carlos, persona con VIH, es la muestra de la atención psicológica mucho tiempo después del primer diagnóstico y de sus consecuencias: “Una pareja me tomó de la mano y me marché a vivir a Madrid, a ser anónimo. Allí fui a terapia, me reconcilié con mi vida y dejé los ansiolíticos. Pero, de todas formas, sigue sin ser fácil. Me siento vulnerable y tengo bastantes altibajos”, reconoce.

Los expertos coinciden en que esa es la clave: reconocer la importancia de la calidad de vida en este tipo de pacientes. “Hay que trabajar desde el minuto uno por este objetivo, no considerarlo como un plus una vez alcanzada la indetectabilidad. El cuarto 90 debe estar al principio, no puede ser el final”, concluye el doctor Blanch.


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