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Sálvame narra su propia autopsia


Sálvame acabó con la tele del corazón para hacer una tele de tripas, y no lo digo porque el paquete intestinal y lo que de él sale sea una metáfora más acertada para definir el programa, sino porque destripó la televisión a la vista de todos. Antes, cuando un invitado se arrancaba el micro y se largaba, hacía mutis de verdad. En Sálvame le seguían y le empotraban una cámara para no perder ripio de su enfado y su llanto. El foro, la tramoya y hasta la entrada de actores se convirtieron en sitios familiares. Hubo un tiempo en que incluso pusieron el catering en el plató, para que los protagonistas se lo zampasen en directo mientras se insultaban con la boca llena. Por eso, las grandes purgas que el soviet supremo de Mediaset ha emprendido suceden a la vista: Jorge Javier lleva la cámara hasta la silla del director para hablar de su posible despido.

Lo esquizofrénico de Sálvame es que hacía metatelevisión (maldición, yo también escribo en pasado, abrumado por la escabechina) y cultivaba un realismo de télé vérité sin omitir una cara desmaquillada ni un cable suelto en los pasillos, mientras defendía su carácter de ficción y espectáculo, como si una cosa no excluyese a la otra. Las víctimas voluntarias y remuneradas de este sacrificio se presentaban como personajes para entretenimiento popular. No hay que darle más vueltas, decían, todo es una impostura, un juego viejísimo al que los famosos se prestan. Esto es verdad, pero no, o tal vez sí. Está llorando, pero no le hagan caso, son lágrimas que se facturan con IVA. Mentira y verdad a la vez.

En un último y redondo giro metatelevisivo, Sálvame debería retransmitir su propio desguace, como un cadáver que habla mientras le autopsian. No será una agonía corta, pues ya sabemos que la brevedad no es una de sus virtudes, pero sí digna de estudio para los teóricos de la narrativa.

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