Sherlock Holmes: el detective que se le fue de las manos a Conan Doyle


Pocas veces un escritor se hace millonario y mundialmente famoso con un personaje y, entonces, decide acabar con él. No se trata de una reacción precisamente elemental. Sin embargo, fue lo que hizo Arthur Conan Doyle con su detective, Sherlock Holmes, al que precipitó por las cataratas Reichenbach en diciembre de 1893 en el relato El problema final. La reacción del público fue tan airada que no tuvo más remedio que resucitarlo en la misma revista donde había triunfado, Strand Magazine, primero en una novela por entregas que transcurre antes de su muerte literaria, El perro de los Baskerville, aunque luego continuó sus aventuras como si nunca hubiese fallecido contra toda la lógica que encarnaba el detective.

Como demuestran sus recuerdos, recopilados en Mis libros. Ensayos sobre literatura y escritura (Páginas de Espuma), Conan Doyle (Edimburgo, 1859-Crowborough, 1930) estaba harto de su personaje. “No quiero ser desagradecido con Holmes, a quien considero un gran amigo”, escribió. “Si alguna vez me he cansado un poco de él es porque es un personaje sin matices. Es una máquina de calcular y cualquier cosa que añadas debilita esa impresión”, escribió. De Watson también estaba hasta la gorra ridícula para cazar ciervos que su personaje convirtió en un icono y en uno de sus signos distintivos.

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Pero la reacción de Conan Doyle llegó demasiado tarde. Cuando decidió cargárselo, su personaje había cobrado vida propia. No solo porque recibiese centenares de cartas en su famosa dirección del norte de Londres —221B Baker Street—, sino porque ya era tan famoso que muchos otros escritores, entre ellos alguno de los más célebres de su tiempo, lo habían convertido en un personaje propio, en pastiches más o menos fieles a los relatos originales. El investigador y holmesiano Pablo Muñoz ha reunido una muestra significativa de esos relatos en el libro Los otros Sherlock Holmes (1892-1944), publicado por Alba Editorial.

Apoyado en un grupo de traductores que le ayudaron a localizar los cuentos y en su propia labor detectivesca, Muñoz reúne en este volumen cuentos protagonizados por Sherlock Holmes (y a veces por el doctor Watson) escritos cuando Conan Doyle todavía estaba vivo (salvo el último, de Ellery Queen, que se salta la norma que el propio recopilador se había impuesto). “Todo empezó con mi obsesión por Mark Twain”, explica Muñoz en una conversación telefónica. “Descubrí que tenía una novela que no ocupaba un lugar tan elevado dentro de su propia obra. Pensé que era muy divertido que alguien tan famoso hubiera escrito un relato tan sanguinario que parodiara a Holmes”.

Arthur Conan Doyle en el jardín de su casa en Bignell Wood en 1927.Fox Photos (Getty Images)

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“Para realizar la antología”, prosigue Pablo Muñoz, “mi idea era que los autores fuesen contemporáneos de Sherlock Holmes. Tenía una lista inicial en la que ya estaba J. M. Barrie”, el creador de Peter Pan, que fue amigo de Conan Doyle. “Gracias a la ayuda de los traductores pudimos encontrar cuentos de diferentes lugares del mundo. Nuestra intención era incluso llegar hasta Oriente. Lo que demuestran estos cuentos es que el impacto del personaje fue global e inmediato”.

Entre los autores se encuentran el español Enrique Jardiel Poncela, el estadounidense O’Henry, el francés Maurice Leblanc o el británico P.G. Wodehouse, aparte de otros escritores mucho menos conocidos, aunque algunos de ellos brillantes, como el polaco Leo Belmont o el ruso Piotr Orlóvest que arrastra a Holmes hasta el lago Baikal. Algunos de los cuentos, como los de Jardiel, son claramente paródicos. De hecho, el dramaturgo, autor de comedias memorables, le describe como un yonqui en un cuento de 1928: “Llegamos algo fatigados y con una rueda de menos”, relata Watson recreado por Jardiel. “Yo juraba por el mal estado de las carreteras y Holmes se detenía en todas las casillas de peones camineros a ponerse inyecciones de morfina en los hombros”.

Otros de los relatos son pastiches bastante bien realizados de la obra de Conan Doyle, que le trasladan a lugares insólitos, y algunos le unen a personajes casi tan famosos como él —el ladrón Arsène Lupin—, relato que molestó especialmente a Conan Doyle, cuyos abogados demandaron a Maurice Leblanc y le obligaron a cambiar el nombre en sucesivas ediciones. “Tengo la impresión de que Lupin y Holmes volverán a encontrarse”, reza el final del cuento. “Sí, el mundo es demasiado pequeño para que no se encuentren y ese día…”. “La historia de Maurice Leblanc es muy divertida”, señala Muñoz. “Además, él se inspiró en Holmes para crear su ladrón de guante blanco. Muchas ideas que asociamos al siglo XX ya existían. El universo de personajes es compartido, como ocurre actualmente con los superhéroes”.

Estatua de Sherlock Holmes, cerca de la calle Baker Street en Londres.oversnap (Getty Images)

No es, ni de lejos, el único momento en el que Holmes se cruza con otros personajes con grandes capacidades para la deducción. El filme Elemental, doctor Freud, de Herbert Ross, une a Freud y a Holmes en la resolución de un caso, aunque el médico vienés debe curar primero al detective de su afición a la cocaína. El inventor del psicoanálisis y el investigador londinense se dan cuenta de que los dos utilizan métodos muy parecidos. En la estupenda novela El caso del anillo de los filósofos (Valdemar), de Randall Collins, Holmes se mide con Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, dos de las mentes más preclaras de su tiempo.

El detective victoriano encarnó una época de enormes cambios tecnológicos y de confianza ciega en la razón. Todo eso se interrumpió con la Primera Guerra Mundial, que dejó destrozada la moral del escritor, que perdió un hijo en el conflicto y se convirtió en un obseso del espiritismo. Mark Twain ya había intuido todo eso y su relato, ‘Un cuento de detectives en dos partes’, habla precisamente de los límites de la razón. “El relato habla de que la racionalidad no puede entender algo tan básico como las pasiones humanas y me parece una idea extraordinariamente profunda”, explica Muñoz.

Con estos relatos se inauguró un fértil e inagotable género literario y cinematográfico: el de los apócrifos de Sherlock Holmes. De hecho, la frase más famosa del detective —”Elemental, querido Watson”— nunca fue escrita por Conan Doyle. Algunos se la atribuyen a P.G. Wodehouse y otros, como Pablo Muñoz, a los cuentos que John Dickson Carr escribió en los años cincuenta del siglo pasado con uno de los hijos del escritor, Adrian Conan Doyle. La editorial Valdemar llegó a tener una colección de apócrifos llamada Los archivos de Baker Street, con títulos memorables como La última aventura de Sherlock Holmes, de Michael Dibdin, o La vida privada de Sherlock Holmes, de Michael y Mollie Hardwick. Y una de las novelas más leídas de la segunda mitad del siglo XX, El nombre de la rosa, de Umberto Eco, no deja de ser un homenaje a Watson y Holmes, trasladados a un monasterio medieval.

Una gran exposición que organizó el Museo de Londres hace ocho años resumía perfectamente el impacto de Holmes sobre la cultura universal, así como la futilidad de los intentos de Conan Doyle de aniquilar a un personaje que se había impuesto a su creador. Se titulaba “El hombre que nunca vivió y que nunca morirá”.

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