La semana pasada les hablaba de mis miedos y les invitaba a que pensaran en los suyos en el contexto político actual. Hoy me adentro en el campo de lo íntimo y escribo sobre mi miedo a los horrores que se cometen en nombre del amor. Lo hago después de leer las noticias sobre la sentencia contra el matrimonio Turpin, que secuestró y torturó a sus trece hijos durante más de 20 años, y que en el juicio que ha concluido con una sentencia de cadena perpetua para los dos defendieron que todo lo hicieron por amor.
David y Louise Turpin fueron detenidos en enero de 2018, cuando una de sus hijas de 17 años escapó de casa y avisó a la policía de que sus padres les tenían secuestrados. Cuando la policía llegó a la casa, se encontró a la pareja desencadenando a dos de los niños. Los hijos, de entre 2 y 29 años, sufrían malnutrición, habían estado atados con cuerdas y cadenas durante largas temporadas, no les permitían ducharse más de una vez al año, vivían entre basura y heces. Solo habían salido de casa unas pocas veces en su vida, a Disney World, a Las Vegas, viajes de los que queda el recuerdo de unas fotografías. En ellas posan unos padres sonrientes rodeados de sus hijos a los que no puedo ver la sonrisa ni la mirada porque sus caras han sido difuminadas para proteger su identidad. Me llama la atención una en la que todos llevan camisetas rojas con la palabra “thing” (cosa) y el número de hermano que les corresponde.
Cada hijo una cosa, un objeto del que la pareja Turpin dispone a su antojo durante cada uno de los años de vida de cada niño. Durante el juicio, David Turpin dice que nunca quiso hacerles daño: “Los quiero y creo que mis hijos me quieren”. Louise Turpin también repite: “Quiero mucho a mis hijos”. Los hermanos más mayores reniegan de los padres y, sin embargo, una de ellas pide que supriman la orden de alejamiento impuesta por el juez. Cree que lo que hacían sus padres con ellos lo hacían por amor: “Quiero que sepan que nuestros padres se querían y querían a sus hijos. Recuerdo a mi madre sentada en su sillón reclinable diciendo: ‘No sé qué hacer’. No quería usar la cuerda o las cadenas, pero tenía miedo de que sus hijos estuvieran tomando mucho azúcar y cafeína”. De todas las declaraciones del juicio, esta me parece la más escalofriante porque nos hace intuir la dimensión del daño. Esa niña, ahora una adulta de 25 años, necesita justificar la tortura a la que le somete su madre. ¿Qué correspondencia entre castigo y amor ha asumido como normal? Me pregunto si en algún momento sintió un gesto verdadero de cuidado y de cariño, ausente de violencia y de control, que le pueda ayudar a diferenciar el amor del abuso.
Estos días estoy leyendo El niño gitano de Mikey Walsh (Capitán Swing). Es una obra autobiográfica donde narra los terribles abusos físicos a los que le sometió su padre (palizas brutales desde los 4 años) y los abusos sexuales a los que le sometió su tío (desde los 6). En su caso también los adultos proclaman que la violencia viene motivada por amor al niño (protegerle, endurecerle, prepararle para la vida). El niño que fue Walsh ansía complacerlos, entenderlos, y, como la niña Turpin que recuerda la preocupación de su madre por el azúcar o la cafeína, intenta encontrar la imposible explicación a su desgracia en eso que los adultos llamaban amor y que no es más que perversión, delirio de posesión y de poder. Estos casos son muy extremos, lo sé, pero ¿cuántos niños y niñas crecerán a nuestro alrededor creyendo que les maltratan por amor?
Source link