Si Europa quiere, puede


Parece que la UE ha despertado de su actitud de esquizofrenia frente a Rusia. Lo deseable habría sido despertar de otra forma y no hacerlo comprobando que la política de competencia defendida por la Comisión colisiona con la dependencia del gas ruso y deja al desnudo las garantías de suministro; lo anterior se comprueba con el casino gasista que ya vivíamos y se ha agudizado como consecuencia de la invasión de Ucrania.

Esto ocurre en un momento en el que la inflación es elevada, y la subida de los precios afecta a suministros como la luz. Llegados a este punto, una se pregunta si la ciudadanía europea puede seguir asumiendo los 545 euros Mw/h del pasado 8 de marzo. Recordemos que sólo una pequeña parte de la electricidad se produce con gas. Mientras tanto, la nuclear, la hidroeléctrica y las renovables a mercado ven multiplicar sus beneficios de forma exponencial porque sus costes no han crecido.

Ha llegado el momento de que el funcionariado de la Comisión Europea piense en el interés general y no en el interés de determinados países y empresas energéticas. El impacto del actual sistema de precios sobre los consumidores europeos puede contribuir a seguir agrandando y agravando las desigualdades sociales y las heridas socioeconómicas profundizadas con la crisis sanitaria.

En tiempos pasados, algunos países de Europa del Este (Bulgaria, Polonia, Hungría y Eslovaquia) apoyaron de forma decidida la política de diversificación en el origen de las importaciones para aliviar su situación de dependencia respecto de Rusia, mientras que los países grandes de Europa occidental (Alemania, Francia e Italia) fueron partidarios de reforzar sus relaciones energéticas bilaterales con Rusia (véanse los gasoductos Nord Stream 1 y 2, o en menor medida el Turk Stream que une Rusia con Turquía a través del mar Negro).

Pese a lo anterior, sabemos que los grandes corredores gasistas y eléctricos de la UE son viejos, están obsoletos y llevan tiempo en pleno proceso de renovación. Resultan insuficientes para dar cobertura a las necesidades de una demanda armonizada con los objetivos de neutralidad climática y descarbonización, y competir con los grandes corredores internacionales de energía y redes inteligentes. La transición energética es y era una necesidad, no sólo la respuesta del viejo continente a la situación de emergencia climática y crisis ecológica.

Durante 2021, la UE estableció la obligación legalmente vinculante de reducir en al menos un 55% sus emisiones de CO₂ para el final de la década respecto a los niveles de 1990. Esa sustitución de carbón por gas ya se venía produciendo, si bien, la reciente Comunicación de la Comisión titulada REPowerEU: Acción conjunta para una energía más asequible, segura y sostenible, aboga por la rápida transición hacia una energía limpia y la independencia energética europea fijando los objetivos para esta década. Abaratar nuestra factura energética, enfrentar la crisis climática y demostrar que la idea de Europa sigue mereciendo la pena como proyecto político, están entre las claves de su desarrollo.

En estos momentos, corremos el riesgo de perder el tren de la transición ecológica por la crisis de seguridad derivada de la invasión de Ucrania. Lo que la pandemia colocó en la agenda y aceleró podría ser ahora relegado y postergado como consecuencia de la crisis militar y de seguridad. Pese a llevar décadas hablando de transición energética, los combustibles fósiles representan todavía el 80% de la energía primaria y lamentablemente, el despliegue de renovables solo ha servido para cubrir una demanda adicional que no deja de crecer.

Y sí, vivimos tiempos de incertidumbre, pero quizás haya que abordar los impostergables. No tenemos certezas sobre cómo evolucionará la guerra en Ucrania, pero sí conocimiento de que pase lo que pase, la crisis climática sigue su curso y hoy cobra más sentido que nunca acelerar la transición. Si no logramos un desarrollo sostenible y resiliente al clima, tendremos un futuro para las personas y la naturaleza que dista mucho de ser adecuado. Las medidas que se adopten en el presente determinarán la forma en que las personas se adaptarán y cómo la naturaleza responderá a los crecientes riesgos climáticos. No deja de ser paradójico que, si la UE hubiera sido más ambiciosa en el despliegue de energías renovables, hoy sería menos dependiente del gas ruso y su estrategia geopolítica sería diferente.

Europa debe elegir entre cambiar el funcionamiento del mercado, acelerar las inversiones en renovables para gozar de mayor independencia energética —aumentando así su autonomía estratégica y reduciendo los ya existentes riesgos climáticos— o aparcar estos objetivos por las urgencias y la inestabilidad del momento. Con independencia de lo anterior, parece evidente que si Europa busca resultados diferentes no puede, ni debe, seguir haciendo las mismas cosas.

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