Siguiendo el río San Lorenzo en Canadá

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Los algonquinos lo llamaban Magtogoek, “el camino que anda”, en cuyas orillas el Gran Espíritu situó el jardín del Edén. El nombre de San Lorenzo se lo dio el explorador francés Jacques Cartier, quien, en 1535, tras confundir su estuario con una enorme bahía, lo remontó pensando que navegaba hacia China. Principal vía de comunicación entre los Grandes Lagos y el Atlántico, este río ha sido durante siglos espacio de convivencia, también de enfrentamientos entre las llamadas “primeras naciones” y los colonos franceses y británicos que se asentaron en esta región, la más poblada de Canadá.

Empezamos la ruta en Toronto, la ciudad más grande del país. Recuerda a Nueva York, pero en sosegado. Junto a los imponentes rascacielos acristalados del Downtown conviven iglesias decimonónicas, casas victorianas, teatros estilo West End londinense, parques con ardillas negras, imprescindibles museos y bares con música donde tomarse una excelente cerveza Creemore o una Boneshaker. Merece la pena hacer una escapada a las cercanas cataratas del Niágara, donde empaparnos en el barco que lleva a los pies de sus furiosas aguas y recordar a Marilyn Monroe mientras degustamos un ice wine.

Seguimos el lago Ontario hacia la histórica Kingston, donde empieza el San Lorenzo. En este tramo comparte aguas con Estados Unidos y fue escenario de la guerra de 1812, cuyas batallas se recuerdan por el camino. El río está salpicado por miles de frondosas islas de todo tipo de tamaño, en alguna solo cabe una casa. Según los algonquinos son los trozos del Edén que se le cayeron a Manitou cuando se llevó el paraíso de la Tierra al no saber los humanos vivir en paz.

En Prescott nos alejaremos un poco del curso de las aguas para dirigimos a la capital canadiense, Ottawa, a orillas de un afluente del San Lorenzo. En algonquino su nombre significa “trueque en el río” porque aquí comerciaban los nativos y los coureurs des bois, colonos que comerciaban con pieles y que durante meses cazaban en bosques como los del cercano parque provincial Algonquin y los del lago Muskoka, donde es fácil cruzarse con cervatillos. El río Ottawa separa la francófona Gatineau de la anglófona Ottawa, dos ciudades en una, con interesantes museos, como el de Historia y la National Gallery, con una araña de Louise Bourgeois a lo Guggenheim de Bilbao. No hay que perderse el cambio de la guardia en el Parlamento, con la pompa y circunstancia del palacio de Buckingham, y un partido de hockey hielo, el deporte rey que une a francófonos y anglófonos.

Montreal, viejo espíritu francés

Siguiendo el San Lorenzo, a 180 kilómetros de Prescott llegamos a Montreal, en una inmensa isla. A los pies del Mont Royal que le da nombre, ha conservado el viejo espíritu francés en su casco antiguo, en torno a la monumental iglesia de Notre-Dame. Ciudad de una gran oferta cultural (importantes museos, festivales de jazz, cuna del Cirque du Soleil…), tan animada de día como de noche, francófona y anglófona, es una gran urbe multicultural forjada por las distintas oleadas de emigrantes europeos y asiáticos que se fueron asentando desde el siglo XIX.

Por el histórico camino Chemin du Roy después llegamos a la señorial ciudad de Trois-Rivières, cruce de ríos de impresionantes vistas donde degustar platos con el tradicional jarabe de arce. Seguimos ruta a Quebec, encaramada sobre el río, una de las ciudades más bonitas y la única amurallada de América del Norte. A sus pies, Francia perdió la posesión de estas tierras en 1759, en una sangrienta batalla de media hora. Las vistas del río son espectaculares desde la Citadelle y desde el paseo de tarima que lleva al monumental Château Frontenac, hotel de famosos y millonarios. A su alrededor, el casco antiguo, patrimonio mundial, lleno de restaurantes y tiendas en casas del siglo XVII, callecitas empinadas y arboladas plazas animadas por músicos y acróbatas.

Camino de Tadoussac visitamos las cascadas de Montmorency, más altas que las del Niágara. En este tramo el río se va ensanchando. Ya no hay grandes ciudades y se prodigan las granjas como las de la isla de Orleans, que presume de su sidra. Nos dirigimos a uno de los parajes naturales más atractivos: el fiordo de Saguenay. Lo bordeamos hasta el lago Saint-Jean, pasando por los vertiginosos farallones del cabo Trinité. Es una región donde perduran las tradiciones y se presta a recorrerla con canciones folk de La Bottine Souriante o de Mes Aïeux. En esta zona boscosa vivió la escritora de Ottawa Margaret Atwood y le inspiró alguna novela como Resurrección. Seguimos hasta Tadoussac con paradas en espectaculares rincones como Sainte-Rose-du-Nord, adonde llegan las ballenas.

La bahía de Tadoussac es de una extraordinaria belleza, de la que se puede disfrutar sentados en los jardines del decimonónico hotel homónimo. Recomendable llevar prismáticos: desde la costa se ven ballenas belugas y rorcuales. Sus profundas aguas las frecuentaron los balleneros vascos desde el siglo XVI. Una ensenada y una isla llevan su nombre, y queda algún horno de piedras donde convertían la grasa del gran cetáceo en aceite. Algunas palabras del vizcaíno pasaron a formar parte de la lengua de los micmac en La Gaspésie. En esta solitaria e inmensa región de bosques y ríos se puede avistar todo tipo de fauna y pasar las noches oyendo resoplar a las ballenas. Una naturaleza desbordante que a Chateaubriand le hacía sentirse “solo ante Dios”. Un buen lugar, en la enorme desembocadura del “camino que anda”, donde finalizar nuestro recorrido.

Manuel Florentín es editor y autor del ensayo ‘La unidad europea. Historia de un sueño’ (editorial Anaya).

 

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