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Sin pareja en la ciudad


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Desde hace tiempo se vienen prodigando en ciudades de todo el mundo ofertas de encuentro y actividad para solteros. Tienen incluso su día, el Single Day, el “once del once”, cada 11 de noviembre. Y esto no puede separarse de cambios en la conformación de las familias y las unidades domésticas. Así, desde 2013, el número de domicilios unipersonales no ha dejado de crecer. En 2018, alcanzó la cifra de 4.732.000: uno de cada cuatro (25,5%). Dentro de 15 años uno de cada tres hogares será así.

Los estudios de mercado muestran ese perfil en alza como un consumidor nato, que gasta menos con sus tarjetas pero que lo hace solo para sí y usando internet mucho más que el resto de la población. Toda un mercado de ocio y viajes es puesto a su servicio y se establecen circuitos, locales, fiestas y todo tipo de oportunidades de encuentro servidos por empresas especializadas. Hasta se organizan grandes encuentros de singles. Tienen incluso su película made in Hollywood: Singles (Cameron Crowe, 1992). En España, hasta una obra de teatro: S.I.N.G.L.E.S (Pepe Cabrera, 2017).

Un libro nos adentra en el universo social que constituyen este colectivo, cuya característica es que quienes la integran se presentan y se reconocen como eso, singles. Así se titula la obra de la antropóloga Sarai Martín, Singles. Una aproximación a las fiestas para “solteros” (Bellaterra, 2021). El entrecomillado es pertinente, puesto que raras veces el o la single tienen como estado civil la soltería, es decir, la de individuos que no han contraído matrimonio. Casi todos están separados, divorciados o incluso viudos. Tampoco se presentan como personas “solas”, en el sentido de víctimas de esa otra pandemia moderna que es la soledad urbana. Es más, muchos single tienen hijos. Ni soltera, ni solitaria, los single representan a quien quiere estar es viviendo solo y, ante todo, sin pareja.

Al menos de manera hipotética, alardea de su libertad y de su desafiliación sentimental y sexual. Su presentación es la de alguien que está satisfecho con su autonomía emocional y vital y la reivindica. Ello implica que el mundo-single es una superación sobre la maldición social que afectaba a los “corazones solitarios”, los “solterones” y, mucho más, las “solteronas”; aquellas mujeres devaluadas y compadecidas por haberse quedado “para vestir santos”.

Los solteros proclaman haber derrotado y hasta invertido el descrédito de quien no ha encontrado un amor para vivir. Se exhibe como alguien que no lo necesita y renuncia a él, que quiere existir autosuficiente e independiente. También ha desobedecido la antigua ley social que convertía al no casado casi en un proscrito, a la manera como parodia la película Langosta (The Lobster, Yorgo Lanthimos, 2015). Y lo mismo para las connotaciones negativas que asocian las figuras del divorciado o el separado al fracaso personal, o al viudo con la desgracia irreversible. La figura emergente del single urbano acaba presuntamente con esos prejuicios. Ahora es la de alguien que se postula y se ostenta a sí mismo como autodeterminado, individuo emancipado que ha descubierto su propia libertad y la goza en su plenitud.

Ahora bien, el trabajo espléndido de Sarai Martín participando en la actividad social de estas personas que se ofrecen unas a otras como ‘sin compromiso’ muestra que la cosa es más compleja y no siempre tan alegre. En cuanto ahonda ahí, en cuando participa de las fiestas de singles, mira lo que sucede y escucha lo que se dicen y lo que callan sus asiduos, lo que contempla es otro paisaje.

Esas celebraciones funcionan como una especie de mercado en que cada cual despliega sus capacidades para la interacción cara a cara; sus mejores galas de personalidad y pugna por resultar interesante. Cada concurrente se pone en escena como alguien que sabe manejarse en sociedad, un individuo mundano que aprende enseguida cómo comportarse adecuadamente en una forma actualizada de baile cortés, basado en el halago mutuo, la apariencia y el saber estar.

A estos escenarios no se va a ligar, ni a encontrar pareja, o al menos una norma no escrita desaconseja que así parezca. Nada que ver con las páginas de contactos o las agencias matrimoniales en línea y mucho menos con las aplicaciones tipo Tinder. Se acude a esas citas para hacer amistades y conocer gente. Dar señales de que su está en pos de pareja afectiva o pasional está del todo contraindicado en un contexto así.

Es más, el producto de este tipo de microclimas que son las fiestas de singles no son tanto pares como grupos de amistad, que se concretan en corrillos en las reuniones –se rehúyen los emparejamientos in situ– y luego encuentran su prolongación en grupos de WhatsApp. En esos marcos que dibuja Martín lo que hay son individuos que se muestran abiertos y disponibles en un juego de seducción generalizada, en que lo que se practica es la relación por la relación, como si la charla informal sobre temas banales supusiera una especie de aparador en que cada sujeto se convierte en objeto de consumo para los demás, algo codiciable como compañía, deseado como conversador y solo a partir de ahí como otras cosas.

En ese duelo de máscaras y enmascaramientos al que se abandonan seres impares y, literalmente, sin par, el objetivo es ser reconocido como pertinente y acertado en cada situación. La meta es acreditarse como seres sociables, en todo momento a la altura de cada circunstancia, controlando las interacciones múltiples en que se compartimenta cada encuentro. Se quiere, por encima de todo, ser aceptable y aceptado. En ese ejercicio, Martín observa cómo, en no pocos casos, los solteros intentan superar la ruptura vital de la que muchos proceden; esa herida sentimental que produjo un divorcio o una separación. 


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