El Mercado de Liniers es lo más parecido al campo que queda en Buenos Aires. Minutos antes de las ocho de la mañana, cada martes, miércoles y viernes, cerca de 7.500 cabezas de ganado bovino están separadas por corrales en las 34 hectáreas de este predio situado en el sur de la ciudad. Los compradores esperan que suene la campana de la subasta para comenzar a pujar por los animales que les interesan. Quedan pocas semanas para un ritual que se ha repetido durante 121 años: el mayor mercado de comercialización de ganado de Sudamérica será trasladado en abril a Cañuelas, a 70 kilómetros de la capital.
En 1901, cuando el mercado se inauguró, la hacienda llegaba hasta allá arreada por reseros a través de caminos y campos. Poco después, la construcción de una estación de tren en el interior del predio permitió que se comercializase también el ganado de productores mucho más distantes. La actividad atrajo a cientos de trabajadores, que se instalaron en los alrededores y fundaron un nuevo barrio de Buenos Aires. Se lo bautizó como Nueva Chicago por la ciudad estadounidense, que en ese momento era el centro de la industria cárnica de Norteamérica y a la que se pretendía emular.
Más de un siglo después, la ciudad rodea al Mercado y las sucesivas normativas han prohibido o expulsado a la periferia muchos de los negocios que florecieron en sus primeras décadas de funcionamiento, como mataderos, saladeros, triperías, curtiembres y hervideros de sangre vacuna. El ganado ya no llega en tren, sino en camiones, que ingresan a lo largo de la madrugada y se retiran a partir de las diez de la mañana, cuando la hacienda recién adquirida sale camino a los frigoríficos donde será faenada.
“Vamos para allá, al fondo, que ahora comienza un remate”, dice Eduardo Crouzel, gerente del Centro de consignatarios del Mercado de Liniers, durante una recorrida con EL PAÍS. La mayor parte del predio está al descubierto y se embarra en los días de lluvia, a diferencia del que se ha construido en Cañuelas, todo techado. Se avanza a través de pasarelas elevadas —las primeras de madera, las demás de metal— desde las que se puede ver el ganado bovino a la venta. Cuando está por terminar una subasta, comienza otra. En dos horas todos los animales tienen nuevo dueño. Medio siglo atrás, el volumen de cabezas era casi el triple.
Los consignatarios actúan como intermediarios entre los productores agropecuarios y los frigoríficos. Son garantes de pago y se quedan una comisión del 3% por la venta, pero a menudo actúan también como prestamistas para los dueños de la hacienda debido a las dificultades para obtener un crédito en Argentina. “Acá se acuerda de palabra, se basa en la confianza”, cuenta Crouzel, tercera generación de consignatarios del Mercado. “A veces el productor pide fondos para comprar un campo o que se le adelante dinero”, continúa.
En el Mercado de Liniers operan 45 casas consignatarias. Sus representantes madrugan para pesar el ganado y clasificarlo en distintos lotes. A partir de las ocho de la mañana, avanzan sobre un carrito motorizado o a caballo por los pasillos que hay entre los corrales para ir rematando cada lote. Desde las pasarelas, los compradores pujan. Se lo lleva quien ofrece más.
Las estrellas son los novillitos livianos y las vaquillonas, animales jóvenes, de menos de dos años. Esta semana rondaron los 300 pesos (2,6 dólares al precio oficial) por kilo los primeros y 295 (2,5 dólares) las segundas. En promedio pesan 320 kilos los machos y poco menos de 300 las hembras.
Su carne, muy tierna, es la más demandada por los clientes argentinos, que comparten el podio de los más carnívoros del mundo con los uruguayos: cada año devoran 48 kilos de carne vacuna per cápita, frente a los 5,4 kilos consumidos en España. En las carnicerías de Buenos Aires, un kilo de asado, uno de los cortes más comunes para echar a la parrilla los fines de semana, ronda los 1.000 pesos (unos nueve dólares).
En el otro extremo están los corrales que albergan a vacas flacas—”cuando se les empiezan a caer los dientes no pueden comer”, detalla Crouzel— cuyo destino final será China, el mayor importador de carne argentina. Del 20% de la producción que exporta el país suramericano, más del 70% va a ese mercado asiático. La mayoría de esa carne, más dura, no se venderá en la carnicería sino que irá a la industria cárnica para ser transformada en salchichas, hamburguesas y otros productos ultraprocesados.
“La importancia de este mercado es que aporta transparencia a la cadena y actúa como fijador de precios”, destaca Crouzel. Hay muchos otros canales de venta —como la venta directa entre productores y frigoríficos o las ferias que se organizan en localidades ganaderas— pero el precio que se toma como referencia para las operaciones es el de Liniers. Por ejemplo, la carne que llega a las mesas europeas a través de la cuota Hilton, de gran calidad, no pasa por el mercado.
Más vacas que habitantes
Argentina tiene 45,3 millones de habitantes y cerca de 53,5 millones de cabezas de ganado bovino, según el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca. La provincia con mayor stock ganadero es Buenos Aires, que concentra casi el 35% del total, seguido de Santa Fe (11%) y Córdoba (9%). La enorme extensión de las fértiles llanuras pampeanas —en el centro del país— permitió durante décadas la alimentación a pasto de las vacas argentinas, pero la mayor rentabilidad de la agricultura desde el boom de la soja en los años noventa, hizo crecer el negocio del engorde en corral y desplazó la ganadería tradicional hacia tierras menos productivas. En la actualidad, más del 80% de la producción es en feedlot.
“A los porteños [habitantes de Buenos Aires] les gusta más la carne de feedlot”, dice, no sin sorna, el productor Guillermo Urruti, pro tesorero de la Confederación de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y La Pampa (Carbap), que agrupa a cientos de ruralistas de estas dos provincias. Urruti tiene sus campos en Coronel Suárez, casi 550 kilómetros al suroeste de Buenos Aires. Con la mudanza del Mercado de Liniers a Cañuelas, la distancia que tendrá que recorrer su hacienda se reducirá 70 kilómetros, lo que significará también una disminución de costos. “El flete en Argentina es muy caro. Y hay que entrar la hacienda en Buenos Aires y después el frigorífico tiene que volverla a sacar”, indica al referirse a las ventajas sobre la nueva ubicación. Urruti explica que los productores están muy pendientes del índice de precios de Liniers, pero tienen un estrecho margen para decidir cuándo vender una vez que el ganado ha llegado al peso deseado. A diferencia del mercado agrícola, que puede almacenar los granos en silobolsas, a los animales hay que seguir alimentándolos y eso aumenta los gastos.
En el barrio de Mataderos —el nombre que al final se impuso a Nueva Chicago, aunque este se mantuvo en el equipo de fútbol local, que entrena al lado del Mercado— hay esperanza y temor sobre el cambio que se avecina. Los ruidos de los camiones y los olores asociados a la comercialización ganadera molestan a los vecinos, pero a su vez muchos tiene dudas sobre lo que ocurrirá detrás del muro blanco que rodea las 34 hectáreas. El plan oficial es destinar una parte a viviendas sociales y crear un polo gastronómico, cultural y turístico alrededor de la carne que recuerde los orígenes del barrio y favorezca el desarrollo de la zona. La popular Feria de Mataderos, que se celebra cada domingo frente al Mercado, pasaría a realizarse en su interior.
“No sabemos qué pasará. Ojalá que sea para bien, para mejorar, pero si no actúan rápido tomarán los terrenos”, dice el dueño de un kiosko cercano. Lo mismo repiten otros vecinos y también puertas adentro, mientras señalan con disimulo a la cercana villa miseria de Ciudad Oculta. “Imaginá que acá dentro está loteado y hay superficies techadas. Olvidate, ya lo tienen repartido”, dice un excomisario de policía que se encarga de la seguridad del Mercado. Pase lo que pase, ese último pedazo de campo será engullido por la ciudad.
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