Los maltratos que sufrió Sinéad O’Connor cuando era niña por parte de su madre y que narra en sus memorias turban al lector. “Soy la niña que llora de miedo el último día antes de las vacaciones de verano. Tengo que fingir que he perdido el palo de hockey porque sé que si lo llevo a casa mi madre me golpeará con él todo el verano. Aunque tal vez prefiera el atizador de alfombras. Me hará desnudarme, me obligará a acostarme en el suelo y abrirme de piernas y brazos, a permitirme golpearme con el mango de la escoba en mis partes íntimas”.
Sinéad O’Connor (Glenageary, Condado de Dublín, 54 años) tenía comprometida esta semana una entrevista con este diario para hablar de Remembranzas. Escenas de una vida complicada, su libro de memorias que se publica en España el 21 de junio (Libros del Kultrum). Unos días antes la cita se suspende. “No está bien”, apuntan desde la editorial. A las pocas horas escribió un texto en su cuenta de Twitter informando de su retirada. “Este mensaje es para anunciar que ya no voy a hacer más giras y que me retiro de la industria de la música”. Jornadas después, dio marcha atrás: “Buenas noticias. Que se joda la retirada. Me retracto”.
Remembranzas viene a llenar un puñado de huecos cubiertos por especulaciones sobre la inestable vida de uno de los personajes más maleados de la industria cultural reciente. En estas páginas está su verdad, a veces dura de leer, que ella conoce mejor que nadie. Sí, se intentó suicidar cuando contaba 33 años, afectada, entre otras cosas, por la batalla para conseguir la custodia de sus dos primeros hijos (tiene cuatro). También confiesa su adicción a la marihuana, aunque ha probado casi todas las drogas: describe un día demencial con Dee Dee Ramone que empieza en el neoyorquino Hotel Chelsea cuando el bajista de The Ramones le invita a unos tripis.
La cantante ajusta cuentas con algunos machos alfa del rock: “En su autobiografía, Anthony Kiedis [cantante de Red Hot Chili Peppers] confiesa que nos besamos. Eso nunca ocurrió. Dice que mantuvimos una especie de relación romántica. Sí, en sus sueños”. O se rebela ante la idea general de que el día que despedazó (en 1992) una imagen del papa Juan Pablo II en el programa Saturday Night Live supuso el detonante para tirar a la basura su hasta ese momento meteórica trayectoria. “Lo que hizo descarrilar mi carrera fue tener un disco en el número uno y romper la foto me devolvió al camino correcto. Tenía que volver a ganarme la vida actuando en directo. Porque he nacido para eso. No nací para ser una estrella del pop. Porque para eso hay que ser buena chica. No ser demasiado problemática”.
Puede que tenga razón la cantante irlandesa. O’Connor tenía 19 años cuando comenzó a conocer a los tiburones de la industria musical, que vieron muchas posibilidades en una chica con una voz que parecía salida de las profundidades de un alma lastimada. Ella no cantaba: entonaba salmos sanadores. Todos intuían que era una criatura malherida, pero nadie quiso echarle una manta por encima. Al revés: la intentaron encauzar. Le exigieron que se dejase el pelo largo, que se vistiese con faldas estrechas, que se mostrase sexi. Ella respondió poniéndose pantalones y rapándose. Y fue esa rebeldía, justo cuando comenzó su carrera, lo que en realidad provocó su descarrilamiento. Porque no se permite a alguien ingobernable en un mundo de controladores.
En muchas partes del libro la cantante muestra su desprecio por una industria musical a la que retrata de mezquina, capaz de presionarla para abortar cuando se quedó embarazada tres meses antes de lanzar su primer trabajo. O’Connor había tenido una infancia de palizas por parte de la madre. Sus padres se divorciaron cuando ella tenía ocho años. El padre se quedó con la custodia de los cuatro hijos, pero Sinéad y John, su hermano menor, volvieron con la madre porque la echaban de menos. Durante siete años Sinéad sufrió abusos por parte de su madre. A los 14 ingresó en un “centro de rehabilitación para menores con problemas de conducta”. A los 15 se trasladó a un internado religioso. A los 17 se escapó.
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Durante su infancia y adolescencia desarrolló una rebeldía a la vez que una profunda fragilidad. Cuando cumplió 18 su madre murió en un accidente de coche. Ya podía volar sin yugos. A mediados de los ochenta se metió a grabar su primer disco. La producción final no le gustó. Intentaron convencerla de que los arreglos celtas le harían vender más. No tragó: con solo 20 años se autoprodujo su primer álbum, The Lion and The Cobra (1987). El disco se coló entre los 30 más vendidos en Reino Unido y Estados Unidos. Pero el pelotazo llegó con el segundo, en 1990, I Do Not Want What I Haven’t Got, número uno en ventas y donde se incluye una canción por la que será recordada de por vida, Nothing Compares 2U, escrita por Prince. O’Connor escribe sobre su vida sin trampas dramáticas. Cuenta situaciones dolorosas, pero sin lagrimear. El lenguaje es seco y destila humor, sea del color que sea. A pesar de todos los abusos tiene palabras tiernas para su madre. “No pude dejar de pensar lo mucho que le habría gustado [a su madre] estar allí”, apunta cuando recibe un premio Grammy.
La cantante repasa sus incomprendidas decisiones profesionales para un entorno que no acepta de buen grado las disensiones. Rechaza ir a recoger premios ante el enfado de la industria. “Soy una punk, en el sentido de que soy una gamberra, no una estrella del pop”, escribe. Uno de sus argumentos para no participar en ceremonias es denunciar los abusos a menores. Pero, “¿cómo se atreve esa pequeña advenediza irlandesa a asociar la música con el abuso a menores?”, narra refiriéndose a lo que pensaba el establishment musical. Cuenta que llegan a agredirla con un objeto punzante en una fiesta en casa del actor Eddie Murphy. El mundo contra ella. Pero no desfallece. Dedica 14 páginas a desglosar su encuentro en la casa de Prince, que, apunta, se salda con un acoso por parte del cantante. Ella logra escapar, pero la persigue con un coche hasta que la cantante logra que se marche al amenazarle con avisar a los vecinos.
Se explaya con el incidente de la foto de Juan Pablo II. Afirma que lo hace para denunciar los abusos de la Iglesia. La imagen del Papa que rompe ante las cámaras pertenecía a su madre, devota. Cada decisión que toma en aquella época provoca rechazo. También entre compañeros de profesión. Frank Sinatra la llama “niña estúpida” por no querer que suene el himno de Estados Unidos antes de un concierto (”a menos que lo toque Jimi Hendrix todo himno plantea muchas y muy petrificantes asociaciones para los estirados del mundo”, indica), Madonna se burla de ella y asociaciones como la Liga Antidifamación convocan concentraciones para triturar sus discos. Algunas de aquellas decisiones de O’Connor adquieren otra perspectiva con el paso de los años. Como la más polémica, su denuncia de los abusos de la Iglesia encubiertos por la misma institución. En 2019 el papa Francisco puso fin al secreto pontificio sobre este espinoso tema. O’Connor se adelantó 27 años.
En la parte final de estas memorias describe su penosa situación de los últimos tiempos, con cuatro años recorriendo diversas instituciones mentales. Lo achaca a una histerectomía radical (extirpación de todo el aparato reproductor: útero, trompas, ovarios…) que desembocó “en una crisis nerviosa total” y que ella cree que el médico erró en el diagnóstico. En Remembranzas se habla poco de lo que pasó desde 1992 (solo comenta los discos grabados), ya que cuando su relato transcurría por ese año sufrió la crisis nerviosa de 2014. “Durante los cuatro años que tardé en recuperarme de la crisis no escribí nada más, y, para cuando me recuperé, era incapaz de recordar en gran medida todo lo que había ocurrido antes”, se justifica. Y añade sobre su situación entre 2014-2018: “Nadie que me conociera quería tener nada que ver conmigo. Estaba tan fuera de mí que todos me tenían miedo”.
Confirma que sufre anorexia, agorafobia, que es fumadora compulsiva y denuncia que “siempre le están robando cosas”. Destaca que tiene cuatro hijos con cuatro padres diferentes. “Con uno de los cuales me casé. También me casé con otros tres hombres, pero ninguno de ellos es el padre de ninguno de mis hijos”. A pesar de toda esta familia, vive sola en su casa irlandesa. Siempre lleva el hiyab sobre la cabeza, ya que abrazó el islam en 2018. Desvela que tras cuatro años de inestabilidad, salió del hospital en 2018 con 8.000 dólares (6.500 euros) en el banco. Sus deseos ahora son editar un disco en enero de 2022 (que incluso ya tiene título, Veteran Dies Alone) e ir a la universidad para sacarse el título de auxiliar de enfermería.
Las memorias acaban con un epílogo/carta al padre, que todavía vive. En ella le exculpa tanto a él como a la madre de sus problemas mentales. Dice que nació con “una anomalía cerebral derivada del ADN de los O’Grady” (la rama materna), que se acentuó al sufrir un accidente con 11 años cuando esperaba en el andén del tren y un niño que viajaba en él abrió la puerta antes de que el vagón parara y golpeó violentamente en la cabeza de la cantante. Y concluye, con humor a pesar de todo: “Por lo tanto, aunque hubiera tenido por padres a san José y a la Virgen María y se hubiera criado en la Casa de la Pradera, tu hija seguiría estando más loca que una cabra y desquiciada como una regadera”.
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