Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Así empieza Perdición del ayer, uno de los poemas más celebrados de Jorge Luis Borges. Son versos que nos hablan de la ceguera y de la muerte de su padre, al que aún siente a su lado, al igual que resuena en la voz con la que escande la poesía de Swinburne.
La pérdida que vibra en la palabra borgiana sirve también para las quimeras políticas. Yacen en el pasado muerto de las ideas pero persisten en la palabra que las resucita gracias a las pasiones del presente. La soberanía es una de ellas, quizás de las más obstinadas. Pertenece a otra época pero viste los combates de la nuestra, en los sentimientos y resentimientos de nuestros nacionalismos y en las querellas geopolíticas que incendian fronteras en Ucrania, los mares circundantes de Taiwán o los límites sellados entre Marruecos y Argelia.
En tiempos ya remotos fue bandera liberadora de los pueblos frente a los monarcas absolutos, pero ahora sirve obediente a los peores intereses y a las causas más inquietantes: el Brexit y el trumpismo, Orban y Kaczynski, Mateo Salvini y Eric Zemmour. Pugna por abrirse paso incluso en modo aparentemente civilizado en los altos tribunales europeos, en Polonia y Hungría por supuesto, en Alemania y en Francia incluso, cualquier día en España. Y llega incluso a la violencia étnica y religiosa, como en los Balcanes hace años, y en Etiopía, India o Myanmar ahora.
Las únicas soberanías posibles son las soberanías compartidas. Posibles por democráticas, naturalmente. A nadie se le oculta que la soberanía putinista es la democracia de uno solo, que tanto le gusta a Trump como a Xi Jinping. No es extraño que en Ucrania, como en Bielorrusia, crezca como un vendaval el europeísmo: hay que escoger entre la soberanía compartida con los europeos o la vertical del poder de Putin y Lukashenko.
Todas las viejas y queridas patrias europeas, las que han tenido siempre un Estado soberano para ellas solas, como Francia, o las que solo lo han tenido a intervalos, como Ucrania o Polonia, o nunca, como Cataluña, solo pueden recuperar o poseer soberanía si saben compartirla. Cuesta creerlo, pero existirá y aumentará cuanto más la compartan con todos los europeos y disminuirá, incluso dramáticamente hasta la nada, si pretenden acapararla entera para ellos solos, como pretenden los nacionalismos.
La soberanía imperial de la Rusia de Putin está al acecho, convencida de que Estados Unidos no tiene vela en este entierro, que imagina como las exequias de la unidad europea. Cuanto más fragmentados y divididos estemos los europeos, más fácil le será al actual zar del Kremlin encaramarse en el escabel en el que siempre soñaron los zares de todos los colores. Estados Unidos encerrado en su continente. El mundo para China. Y Eurasia para Rusia.
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