El 17 de julio, sábado, se publicaba esta noticia en las páginas de Internacional: “El ejecutivo de Draghi se propone agilizar la justicia, algo que jamás ha logrado poner de acuerdo a los partidos italianos”. Y es que se trata -era el titular mayor- de “una reforma que explica 30 años de historia política”. En particular, “la propuesta busca acortar el tiempo que un imputado sea improcesable”.
A los españoles ese tipo de discurso nos resulta familiar, porque se reproduce cada vez que un político, luego de haberse visto linchado en la opinión pública (con dimisión incluida), termina por ser absuelto. Las lamentaciones recuerdan el título de El honor perdido de Katherina Blum, la famosa novela de Heinrich Böll: ¿quién me devuelve mi reputación? Un discurso que a muchos ciudadanos nos suena a chamusquina porque conocemos el paño: los que se dedican a ese oficio tienen un doble lenguaje, cuando no una doble moral, según que hablen de su propio partido o del otro. Y eso sin contar con que en no pocas ocasiones ha sido el mismo sujeto el que ha desplegado toda suerte de artimañas -aforamientos y desaforamientos inclusive- para posponer el veredicto final, confiando en que entre tanto el acusador se aburra.
Pero claro que, por debajo o al margen del cinismo del gremio, en la queja hay mucho de atendible. Una instrucción penal demasiado extensa en el tiempo -y además en la plaza pública, el ágora de los griegos, porque, digan lo que digan las leyes sobre los secretos, la mediatización del trabajo judicial forma parte de la sociedad del espectáculo- puede constituir una forma de tortura -una suerte de gota malaya- que, por psicológicamente agobiante, esté en entredicho de la Convención de Ginebra contra los malos tratos. Que los políticos abracen una causa (en ocasiones, con intenciones malsanas) no significa que la causa devenga siempre indefendible. Ni tan siquiera cuando son ellos las víctimas.
Italia es el laboratorio del mundo. Todo lo nuevo se ensaya allí antes de expandirse. Empecemos por las patologías: en 1922, el fascismo; entre 1947 y 1992, la partitocracia hasta el grado de la caricatura, con las secuelas de la lottizazione de los cargos públicos (el reparto por cuotas) y la corrupción transversal: la famosa tangentópoli; desde 1992, con Mani pulite, el ascenso de la judicatura -una judicatura además convertida en icono: gente omnisciente y arcangélica- al papel de árbitro del sistema, como si de ese otro gremio no formara parte gente de carne y hueso; y, también en los últimos treinta años, el populismo, porque sin el original de Berlusconi no habríamos tenido la copia de Trump.
Pero el laboratorio también sirve para las vacunas, o sea, los remedios. Ahora estamos en uno de esos momentos felices: el Gobierno apartidista de Draghi, al que se augura más suerte que al de Mario Monti hace diez años. Sólo ese tipo de gobernantes pueden presentar una propuesta de limitación de los plazos de la instrucción penal sin que la gente sospeche que hay gato encerrado.
Bien sabemos que las normas forman parte del mundo de lo ideal y que las cosas no se arreglan por el mero hecho de enviar un papel -por mucho celofán parlamentario con el que venga envuelto- a un Boletín Oficial. Pero, aun con ese déficit estructural, es lo cierto que no verse sometido a una instrucción penal eterna constituye, a nivel europeo, un derecho humano (todo debe conducirse en un “plazo razonable”: Art. 6.1 del Convenio de 1950, el que administra el Tribunal de Estrasburgo. Y en España se trata de un derecho fundamental, porque el Art. 24 de la Constitución proscribe, dentro de las (inevitables) dilaciones, las que alcanzan el grado de lo indebido: todo en la vida tiene un límite. Más aún, el Art. 121 proclama la facultad de ser indemnizado por el funcionamiento anormal de la Administración de Justicia. Y resulta anormal (aunque no resulte estadísticamente infrecuente, con las coartadas que son conocidas: la carga de trabajo de Su Señoría y demás cantinelas) pasarse de determinada raya a la hora de enviciarse toqueteando un sumario.
Y eso aun cuando el umbral de lo tolerable -los plazos que no van más allá de lo razonable, las dilaciones que no alcanzan lo indebido, las patologías en lo cronológico que entran dentro de lo normal- no sea posible establecerlo a punto fijo y desde luego no pueda ser el mismo para todos y cada uno de los escenarios. Que la gota pase a considerarse malaya depende de muchas circunstancias, como se ha dicho mil veces. Eso, al nivel más alto, el internacional o el constitucional. Con un rango inferior tenemos otras cosas, como la Ley 41/2015, de 5 de octubre, con su conocida modificación del Art. 324 de la Ley de Enjuiciamiento Civil. Pero todo eso tan bonito se queda en el terreno de lo pletórico, porque, se insiste, la realidad se muestra cerradamente aristotélica y prosaica: el vallis lacrimorum de los Salmos.
Y es que en España han cambiado muchas cosas -en el sentido de la modernización- desde los venturosos 1978 y 1986. Pero, en lo que hace a los ritmos de la burocracia -judicial y también administrativa- no hemos progresado tanto -dicho sea con las excepciones y los matices de rigor- desde que en 1833, todavía en el reinado de Fernando VII, Mariano José de Larra, en su “Vuelva usted mañana”, explicara con acidez las tribulaciones de un francés que había venido a investigar la genealogía de los Díaz y los Díez.
Confiemos, así pues, en Italia, el laboratorio del mundo, también para lo bueno. Si le sonríe el éxito, algún día nos acabará alcanzando a nosotros.
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz es catedrático de Derecho Administrativo
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