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Sobrevivir al horror de la explotación sexual: “Me veía como un pedazo de mercancía y quería morir”


Cruzó el Atlántico hace cuatro años desde el país pobre en el que nació, con la ilusión de mejorar su vida y conocer otro continente, otra cultura. Acabó prostituida en un piso del centro de una ciudad gallega, sometida al terror de una mafia de explotación sexual, adicta a las drogas y “asqueada” de sí misma por las continuas vejaciones. Renata, el nombre supuesto bajo el que oculta su identidad por ser testigo en una operación contra la trata, recibía desnuda a hombres que la consideraban un objeto de su propiedad porque habían pagado 50 euros por media hora de sexo. “Vivía atrapada por unas cadenas invisibles”, desvela ahora que a sus 31 años ha salido del hoyo de la prostitución y el estigma que deja. Tiene un mensaje para las mujeres que estén sumidas en esa oscuridad por la que vagó ella: “Busquen ayuda en las ONG, se puede salir de ese círculo cerrado aunque ahora lo crean imposible”.

La historia de Renata es la del 80% de las prostitutas que viven en España, el porcentaje de estas mujeres que, según cálculos de la policía, son víctimas de trata. Por ser testigo protegida de un caso en investigación, no puede desvelar todos los detalles de las vejaciones que sufrió y presenció. Le provocaron tendencias suicidas y un enganche autodestructivo a las drogas. Pero ha sobrevivido para contarlo.

Renata llegó a Madrid tras contratar a una agencia que por 4.000 dólares, y con el aval de la escritura de la casa de su madre, le prometió vuelos, hotel y un empleo. Esto último nunca llegó. Y con el agobio de esa deuda y de la necesidad de enviar dinero a casa para criar a su hijo, decidió viajar a Galicia donde una conocida le habló de “un buen trabajo para pagarla rapidito”: “Yo era muy confiada, un blanco fácil. Y no atendí a las señales que me decían que no fuera: perdí tres veces el tren en la estación de Chamartín. Pero desgraciadamente cogí el cuarto”.

Lo que encontró en la ciudad gallega en la que recaló fue un piso en el centro con mujeres en tacones y escasa ropa. “¿Pero no era rubia como te pedí? Yo necesito una rubia”, le farfulló el jefe a su valedora cuando la vio entrar. Le hicieron fotos y le explicaron que su trabajo era “atender” a hombres. “Estaba asustada y desconcertada”, recuerda Renata. “Cámbiate, que vamos de fiesta”, le espetó el que mandaba. Aquella gélida noche de invierno, mientras tomaban algo en los bares de la zona, el proxeneta le advirtió de que “era un hombre muy malo, con amistades muy malas y capaz de matar a quien fuera”.

Fue entonces, con ese miedo y esa vulnerabilidad creciente, cuando Renata percibió por primera vez el frío de las “cadenas invisibles” que empezaban a rodear su mente y su cuerpo: “Comencé a sentir la etiqueta de prostituta en mi cara. Y la deuda me pesaba… Me vi entre la espada y la pared”. Pocos días después, la llevaron a otro piso donde le entregaron unas sábanas y unos condones sin preguntarle siquiera el nombre. Se dio cuenta de que no tenía escapatoria. Su imagen fue subida a una web bajo este epígrafe: “Novedad. Chica nueva. 24/7″.

24 horas, 7 días a la semana. Tras aquel macabro código, llegó al piso una avalancha de compradores de sexo ansiosos por entrar en su habitación. Con el primero se pasó la hora llorando y se excusó echándole la culpa al jet lag. Aquel hombre fue “amable y comprensivo”, concede, pero se trató de una excepción. Durante días no le dieron tiempo ni para dormir, ni para comer, ni para ducharse. Entraba un hombre tras otro. Debía estar siempre en la habitación aguardando desnuda, “preparada”. Ni siquiera tuvo fuerzas para pedir su parte del dinero. “Fue una pesadilla. Cada tres segundos entraba uno. Me sentí con asco de mí misma. Alguna vez había bromeado con mis amigas sobre la prostitución y ahí pensé que no sabíamos lo que decíamos”, lamenta.

Aquellos hombres se sorprendían de que Renata no se drogase. Era la norma entre las compañeras que llevaban más tiempo. “Yo me tiraba en la cama como una muñeca de trapo”, cuenta. “Los clientes se quejaban de que estuviera tan triste”. Un día llegó un narco que solía regar el piso con su dinero. Los jefes, preocupados por satisfacerlo, le ordenaron que debía drogarse con él. “Me metí coca toda la noche y descubrí que así era más fácil”, admite. Colocarse le sirvió para sobrellevar el horror, pero la hundió en una adicción de la que después le costó un mundo liberarse. Aún sigue a tratamiento.

El estigma

En aquel piso pasó ocho meses de infierno. Por allí desfilaban hombres “asquerosos, groseros” que le decían que “como pagaban, podían hacer cualquier cosa” con ella. “Chúpamela sin lavarme, que para eso te pago”, le soltaban. Hacían desfilar a las mujeres ante sus ojos y a las que descartaban las llamaban “feas”, “gordas”… Así expresa Renata cómo la destruyó por dentro la prostitución: “Sientes que no vales para nada, te ves como un pedazo de mercancía. Y eso te empuja a las drogas, al alcohol… No te quieres. Tienes ideas suicidas. Te invisibilizas”. Mucho sufrimiento bajo una losa de silencio. Con su familia al otro lado del Atlántico fingía trabajar como limpiadora. Ellos se ponían contentos.

Los proxenetas asustaban a Renata y a sus compañeras. Les decían que tenían policías amigos en Extranjería y que las podían deportar. Un día, ella y otra chica ignoraron sus amenazas y les comunicaron que se iban. Le costó mucho arriesgarse. “Volverás, no vas a poder sobrevivir”, le advirtieron ellos. Con la otra mujer acertaron, acabó regresando a las garras de las mafias. Pero Renata hizo algo que le devolvió a la vida.

Acuciada por la necesidad de sobrevivir, cogió una habitación en un piso en el que se prostituían otras mujeres sin depender de nadie: “Estaba muy deprimida. Quería morir. Buscaba en Google cómo suicidarme. Hasta intentaba provocarme sobredosis”. Fue la casera del piso la que le recomendó hablar con Médicos del Mundo, la ONG que visitaba la casa de vez en cuando para asistir a las prostitutas. La entidad la ayudó y la derivó a Cáritas. “En el piso de protección dormí por primera vez como un ángel desde que llegué a Galicia”, recuerda. Le dieron asistencia psicológica, se sometió a un tratamiento de desintoxicación y encontró empleo: “Volví a comer, a reír y a estudiar”.

La red que la explotó sexualmente fue desarticulada hace un tiempo y ella es testigo del caso. Renata se siente “segura, arropada por la policía”, pero sabe de otras víctimas a las que las mafias amenazan con agredir o matar a sus familias en sus países de origen. De su “vuelta a la vida”, lo que más le ha costado es superar su adicción a la droga y “el asco a los hombres”: “Sentía que todos me miraban como a una prostituta, que me hablaban como lo hacían los clientes. Ahora sigo encontrándome por la calle a algunos de ellos y me guiñan un ojo. Veo a gente de mi pasado, pero ya no me importa. Me siento fuerte, me siento persona. No tengo vergüenza, no siento miradas que me juzgan”. De lo que todavía no es capaz es de mantener relaciones íntimas con hombres.

Renata ha dejado atrás otro trauma: el “asco al dinero”. Antes lo despilfarraba porque lo consideraba “sucio”. Ahora mira cada euro que gasta y lo disfruta “de verdad”, aunque tenga menos. Ha conseguido ahorrar para comprar un billete a su país. Volverá a ver a su hijo después de cuatro años separados: “Ese boleto es mi trofeo. Me tumbo en la cama y lo miro con orgullo”.


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