Poner MasterChef Junior y ver a Jordi Cruz disfrazado de pitufo o Gladiator puede licuarte el cerebro y conducirte a reflexiones lovecraftianas sobre la gastronomía convertida en fenómeno pop. Uno de los mejores chefs del país sometido a los rigores de cartón-piedra televisivo. Su restaurante insignia, ABaC, tiene tres estrellas Michelin y es un santuario culinario reconocido internacionalmente. Te puede gustar más o menos lo que hace, pero solo un loco discutiría que Jordi Cruz come en la misma mesa que Joan Roca, Ángel León u otras divinidades de la gastronomía patria y mundial.
Pero ahí está, en la tele, en hora de máxima audiencia… disfrazado de trozo de pizza. La imagen es poderosa y, aunque pertenece a la versión junior, permite entender los códigos televisivos que le aprietan las costuras a la otrora prestigiosa cabecera de MasterChef.
¡Oído, chef!
A punto de terminar su séptima temporada una media de audiencia de 1.859.000 espectadores -la primera edición gozó de 3.421 000-, MasterChef (a secas) sigue siendo uno de los productos fetiche de TVE. El formato luce com el primer día: familiar, blanco y algo cursilón, aunque con modificaciones recientes en su mecánica que le acercan a La Voz y tratan de inyectarle emoción.
No obstante, con el paso de los años se aprecia en la receta un retroceso abismal, una traición al espíritu original del programa: menos cocina; más espectáculo. Menos cocineros; más personajes: una involución que se ha hecho más visible que nunca en la séptima edición. Tensiones, villanos y atrocidades culinarias han permitido sobrevivir al programa en el infierno de un prime time en el que Isabel Pantoja en una isla desierta -y con una manicura perfecta- concentra audiencias de partido de fútbol.
Uno tiene la sensación de que bajar el listón culinario no ha mermado el impacto televisivo de MasterChef. Un aspirante torticero vende más que uno académico, porque es combustible para el cachondeo español. La chapuza recorre la red como un virus, copa titulares, excita el clickbait y te mantiene vivo en tablets y móviles. Si la tercera temporada se recordará para siempre por la criatura radioactiva León Come Gamba, el punto de inflexión en el que algunos sitúan la decadencia del formato, la séptima pasará a la historia por otro hecho luctuoso: el Desastre de Peñíscola.
Nada que ver con una catástrofe nuclear, pero casi: se trata de la primera vez en la historia del programa que Jordi Cruz tiene que dejar a un centenar de comensales con el estómago vacío, después de cancelar todos los platos de uno de los equipos. Hablamos de guisos con patatas pétreas como los bíceps de La Cosa y postres que no meterías ni el bol de un cánido. Para la posteridad queda la crema con helado que Jordi Cruz también canceló esta séptima temporada, por miedo a introducir una preciosa salmonelosis en el organismo de los invitados. Quién nos iba a decir que, a estas alturas, ir de comensal a MasterChef iba a convertirse en un deporte de riesgo.
Delantal negro
Pese a pedir a gritos una eutanasia rápida e indolora, León Come Gamba fue mucho más que una simple frikada. Fue el salto de MasterChef a las turbias aguas de la controversia, el fin de la inocencia y el comienzo de un baile con el diablo de las audiencias, que ha desembocado en una última edición con carencias gastronómicas sonrojantes y cada vez más guiños al reality puro y duro.
La séptima temporada de MasterChef, que por lógica tendría que ser la más evolucionada y deslumbrante, pasará a la historia como la temporada de las cancelaciones de platos, las lágrimas y las broncas. Hemos visto más pucheros, llantos, puñaladas, rabietas y tensiones que en una telenovela turca. Si hasta hemos podido odiar con todas nuestras fuerzas a Carlos, un cocinero inexistente, pero un villano con una lengua más venenosa que el grafito de Chernóbil, habilidad que le hizo alargarse hasta la semifinal.
Es el peaje de la televisión, sin duda, y el despliegue dramático sería aceptable si los actores principales fueran también buenos cocineros, o al menos lo intentaran. Si el jaleo no fuera más protagonista que la cocina. Pero cuando ves que el gazpacho es una ciencia ignota para ellos, que te sirven palomitas en lugar de un brownie o que la cocción de unas simples costillas les resulta más compleja que el manual de instrucciones del reactor RBMK, te percatas de que el factor culinario de Masterchef te está diciendo adiós con un pañuelo desde cubierta, alejándose cada vez a más velocidad.
Show must go on
Un talent culinario que comenzó como referente de calidad en televisión, alcanza su séptima temporada, su madurez televisiva, con aspirantes que no saben hacer un gazpacho y se pasan medio concurso gimoteando o malmetiendo. No ayuda a vigorizar el prestigio de la marca; como tampoco ayuda que cada vez que inviten al ganador de MasterChef Junior, el crío fabrique un plato que supera con creces al 70% de los aspirantes adultos. O que en MasterChef Celebrity se produzcan prodigios culinarios y Mario Vaquerizo salga de allí con un doctorado en cocina molecular. El sentido común me dicta que los mejores cocineros deberían estar en la versión original de MasterChef, no en la versión VIP o en las categorías infantiles.
Un programa como este, ubicado en prime time, no se sostendría con cocineros brillantes y exceso de teoría; conocemos las reglas del juego. La televisión necesita personalidades llamativas y emociones a flor de piel. No debe ser fácil dar con aspirantes que mantengan en equilibrio sus aptitudes culinarias con su desenvoltura ante una cámara. MasterChef hace acrobacias en una cuerda finísima, quede eso en su descargo. Pero después de los desastres acaecidos esta temporada catártica, es justo reclamar como contribuyente que este programa de la televisión pública recupere, aunque sea un poco, el espíritu de su edición inicial. ¿Está MasterChef a tiempo de retomar el rumbo que ilusionó a los amantes de la cocina?
Porque uno empieza a tener la sensación que a los ganadores de MasterChef les pasará lo mismo que a los de Operación Triunfo: los de las primeras ediciones se labraron una carrera, los de las siguientes acabaron en Qué tiempo tan feliz.
Además, ¿soy el único que después de siete temporadas tiene la sensación de estar metido en un bucle infinito con fogonazos que se repiten una y otra vez? El jubilado cachondo, la abuelita experta en cocina de puchero, el flipado que va de chef, el metemierda, la polémica animalista por el desollamiento de algún bicho delante de las cámaras, una prueba de equipos en la que te da tiempo a leer El Quijote, el dúo cómico Pepe-Jordi al más puro estilo Hermanos Calatrava, el aspirante llorón, los chistes fáciles con el rabo de toro y los huevos, la dichosa croquembouche, los publirreportajes, el momento lacrimógeno con los familiares, Martín Berasategui gritando: ¡garrote¡ y así ad infinitum. Si este era el futuro que le esperaba a MasterChef, entonces démosle la razón a Freddie Mercury: el show debe continuar.
Source link