Soy Roxana: con deudas, sin dinero, sin papeles, obligada a prostituirme


Han pasado mas de 16 años desde Voces contra la trata de mujeres mi primer documental sobre la trata, la explotación sexual de mujeres y niñas que rodé en Rumania, Moldavia y España. Aún hoy, no deja de sorprenderme, de dolerme, la maldad humana, lo monstruosa que es esta realidad de la compra y venta de mujeres como sacos de carne.

Hace unos días entrevistaba a Roxana, una joven rescatada por APRAMP, una asociación que ofrece apoyo integral a mujeres víctimas de trata con fines de explotación sexual. Durante varias horas, entre lágrimas, esta joven me contaba su historia, que yo relato en primera persona aquí.

 

A veces comíamos, a veces no. Así lo recuerdo. Desde niña ayudaba a mi familia a intentar conseguir un poco de comida y llenar unos platillos demasiado espaciosos. Platos de raciones para otra gente que no éramos nosotros, ni nuestros vecinos o conocidos en nuestro país en América Latina.

Una prima vivía hace años en España, un país, según ella, lleno de oportunidades. Entonces yo tenía 25 años, nunca había salido de mi ciudad, pero debido a nuestra eterna crisis económica, mi familia me ofreció la oportunidad de viajar a ese país de ensueño y trabajar para socorrerles. Yo quería ayudar a mi mamá, no verla llorar ni sufrir, pero también se me encogía el corazón de pensar que quizá nunca más volvería a abrazarla, que jamás regresaría a mi casa, esa pequeña vivienda que sirvió como garantía para que un conocido de mi prima, allí en mi país, me adelantara el dinero para el pasaje y la bolsa de viaje que justificaba mi entrada como turista en España. Confié en mi prima y me ilusioné cuando la vi sonriéndome a mi llegada al aeropuerto.

Nada más llegar a su casa, antes incluso de haber soltado mi pequeña maleta, me quitó el dinero en metálico de la bolsa de viaje y empezó a contarme lo difícil que estaba en ese momento el trabajo en España, lo complicado que me iba a resultar pagar mi deuda, con el peligro que eso suponía para mi familia, ya que se podían quedar en la calle.

En la capital española, mal dormía en una habitación sin ventanas, con tres camas literas que se fueron ocupando en la madrugada de esa primera e interminable noche. Hasta cuatro personas conté que fueron ocupando aquellos nichos. Sin ruido, apenas se escuchaba el contacto de esos cuerpos desconocidos sobre los pequeños colchones.

Sin ningún preámbulo, a la mañana siguiente mi prima me dijo que había pactado mi precio de venta con un hombre para que me casara con él. Pagaría mi deuda, yo viviría acomodada en una casa que debía limpiar primorosamente, y mi única responsabilidad era cuidar y mimar a mi “marido”. Mi supuesto “prometido” octogenario llamó a la casa esa misma mañana y empezó a decirme cosas asquerosas y vergonzantes que yo no había escuchado nunca antes. Seguidamente comenzó a masturbarse al otro lado del teléfono. Me negué y lloré, pero mi prima me dio una paliza. Estuve cuatro días sin comer. Entonces, empezaron las llamadas del hombre de mi país que prestó el dinero para que yo viniera a España, a lo que se sumaron las presiones, las amenazas con echar a mi familia de casa, con hacerle daño a mi mamá.

Aquí comenzó mi bajada el infierno. El primero fue un hombre muy anciano. Había llamado por el anuncio puesto por mi prima. Me llevaron en coche hasta su casa. Sentí un asco infinito. Ojalá ese primer día me hubiera diluido en mis propios vómitos.

Esa misma noche apareció la sexta ocupante de aquellas camas literas. Eran todas mujeres jóvenes que llegaban de madrugada, en silencio, y de esta misma forma se marchaban apenas se levantaban. A excepción de esta nueva chica que libraba el domingo y otro día entre semana, el resto del tiempo trabajaba como interna en casa de un hombre mayor cocinando, fregando, lavando, cuidando y haciendo “favores” al anciano a demanda: masajes, manoseos, felaciones, masturbaciones… Con esa condición la habían contratado los hijos de ese hombre. Ese era el pacto, algo bastante frecuente para chicas con deudas, sin dinero, sin papeles y sin esperanza… Lo que éramos nosotras.

Mi prima me ofreció ese “trabajo” a mí también, pero yo me negué. Al día siguiente, sola en el piso, apareció un hombre que me dio una paliza, me violó y amenazó con que harían lo mismo con mi mamá. Después me prostituyeron durante toda una semana en la calle Montera, en Madrid. ¿Por qué no escapé? Porque aunque estás en la calle, no puedes moverte, te vigilan todo el tiempo. Cuando te hacen un gesto para retirarte, después de unas 15 horas, te quitan el dinero que has hecho durante la larga jornada. Y así día tras día.

Después de la calle, comenzaron a llevarme en coche a pisos y a chalets, a venderme a todos los hombres que quisieran comprar mi cuerpo interesados en esta mercancía que les vendían través de los anuncios. La mayoría de ellos eran ancianos u hombres viudos, separados, pero también jóvenes de 18 o 20 años. Estos últimos eran los más violentos. A veces llegabas a la casa y eran seis o siete chicos. Te obligaban a beber, a fumar porros, a drogarte con ellos. Te pegaban muy duro cuando te pedían algo y no lo hacías como ellos querían.

La deuda no bajaba, no menguaba nunca. “Apenas has pagado los intereses”, me decían. Y todo esto a pesar de tantos hombres y sus deseos, de las exigencias salvajes de muchos de ellos que me producían asco y vergüenza.

Llegaba de madrugada a ese piso que llamaban “mi casa”, por el que pagaba 350 euros al mes, además de la comida, agotada y destrozada, con el único objetivo de abrazar esa litera y soñar en la forma de anestesiar mi cuerpo, mi dolor… Cómo aliviarme huyendo de esa carne que ya no era mía, que hace tiempo ya no me pertenecía. Tanto era así, que fantaseaba que, cualquier noche, uno de esos hombres me mataría. Por fin, yo no sería yo, dejaría atrás mi dolor y dejaría de existir.

No podía contar nada de esto a nadie. Mi prima estaba presente siempre que llamaba a mi mamá, a la que yo relataba las fábulas bonitas que ambas querían escuchar. Con las mujeres que compartía habitación, estaba totalmente prohibido hablar entre nosotras. Tampoco se lo podía contar a ningún hombre, daban mucho miedo, algunos pagaban solo para golpearme.

Un día vi la oportunidad, reuní valor y me escapé. Me eché a la calle sin nada, caminé y caminé, sin parar de llorar, hasta que me encontró la Policía. Días después, llegué a APRAMP —una asociación que ofrece apoyo integral a mujeres víctimas de trata con fines de explotación sexual, y es el único recurso a nivel nacional especializado en atención a menores—. En 2020, la unidad móvil de esa asociación identificó 1.232 nuevas víctimas. La gran mayoría eran personas inmigrantes (90%), y, de ellas, el 10% eran menores, con un considerable aumento de la actividad prostituyente en lugares invisibles (pisos) para burlar las restricciones de movilidad durante la pandemia.

No te engañes, esta es la realidad.


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