Stefko, el búlgaro que murió por la explosión del edificio de Madrid mientras hablaba con su novia por el móvil

Mariana Kirilova, novia de Stefko, en los alrededores de su casa.
Mariana Kirilova, novia de Stefko, en los alrededores de su casa.M. V.

Fue la última vez que hablaron. Un novio llama a su novia desde la calle de Toledo número 98 de Madrid a las 14.54 del pasado miércoles. La conversación dura 33 segundos:

— Me han dicho que todos los papeles están bien.

— ¡Qué bien!

— Los he entregado y ya voy para casa. ¿Dónde andas?

— Estoy cargando el móvil en el Burger King de la plaza de Ópera, donde siempre.

— ¿Dónde comemos?

— En casa.

Suena un ensordecedor crujido de cristales.

—¿Hola?, ¿Stefko?, ¿Stefko?, ¿estás bien?

Stefko Ivanov Kocev, un búlgaro a punto de cumplir 47 años, acaba de morir por una explosión de gas de un edificio de siete plantas. Salía de un centro de servicios sociales. Había solicitado el Ingreso Mínimo Vital. El petardazo se lo llevó por delante mientras paseaba y hablaba con su novia por el móvil. A esa misma hora, decenas de vecinos de la zona comienzan a llamar al 112. Una nube blanca de humo comienza a trepar por el cielo de Madrid. Nadie sabe qué ha pasado. La incertidumbre se resume en contactar con las autoridades. Millones de madrileños empiezan a recibir fotos y vídeos en sus grupos de WhatsApp. “¿Estáis bien?”, “¿Vivís ahí, no?”, “¿Qué pasa en la Puerta de Toledo?”.

Las sirenas de decenas de ambulancias, de camiones de bomberos y de coches de la policía comienzan a sonar y a recorrer el centro de la capital de España a toda velocidad. Un edificio de siete plantas pegado a un colegio concertado y a una residencia de mayores se acaba de quedar en los huesos. La calle de Toledo huele a gas. Está repleta de escombros. Las principales televisiones de España cortan la señal. Conectan en directo. Un helicóptero de la Policía Nacional comienza a sobrevolar la zona.

Mientras tanto, y a menos de un kilómetro de allí, la novia de Stefko aún no sabe nada de su pareja. La también búlgara Mariana Kirilova, de 46 años, vuelve a llamarle a las 14.56. A las 14.58. A las 15.05. A las 15.09. A las 15.20. A las 15.22. A las 15.32. A las 15.58. A las 16.10. A las 16.37. Y a las 17.14. Once llamadas de desesperación. Todas agotan el tiempo de espera. Nadie responde. Kirilova decide irse a casa a esperarle. “Seguro que no ha sido nada”, pensó.

Al llegar, un cuarto piso interior lúgubre a tres minutos a pie de la céntrica plaza de Antón Martín, la pobreza vuelve sobre su sofá. No tiene luz, ni calefacción, ni televisor, ni, por supuesto, Internet. El alquiler del piso no se paga desde hace un año. La puerta de entrada tiene un altillo: es una ventana rota.

Las horas pasan. Kirilova no tiene hambre ni sed. Está sola, sentada en el sofá, mirando la pantalla rota de su móvil en la mano, esperando una señal. A la 1.47 de la madrugada del jueves toda España se entera de que la explosión ha dejado cuatro muertos y 10 heridos. Entre los fallecidos se encuentran un sacerdote del edificio —propiedad de la parroquia de La Paloma—, un feligrés que acudió a supervisar las calderas, un albañil que paseaba por allí y Stefko. Ella, sin embargo, todavía no se ha enterado. No recibe ninguna llamada. Tampoco un WhatsApp. Madrid entera estaba entumecida y en una habitación sin luz a menos de un kilómetro de la explosión había una mujer búlgara esperando la noticia que todos sabían. “Lloré toda la noche porque no sabía qué había pasado. ¡No sabía dónde estaba Stefko!”, cuenta ahora entre lágrimas con una foto de su novio en el móvil en una cafetería cercana a su casa.

A la mañana siguiente, Kirilova sale por la puerta. En su cabeza sigue el misterio de una llamada cortada en seco. Se dirige al Mercadona de Lavapiés a pedir limosna, como siempre. Una rutina que le permite, en el mejor de los casos, recaudar seis o siete euros al día para cocinar algo sólido en casa sobre una cocina de gas. Dice que llevaban así más de un año. “No encuentro trabajo”, lamenta. La pandemia todavía es más dura con los invisibles. De repente, dos policías de paisano la frenan en seco en mitad de la calle, justo cuando se dirigía al supermercado:

— ¿Conoces a Stefko?

— Sí, ¡¿qué ha pasado?!, ¡¿qué ha pasado?!

— Ven aquí un momento. Somos policías.

Los agentes acuden con ella de nuevo a casa, donde descartó pedir ayuda psicológica. “No quiero nada. No quiero nada”, insiste ahora. Durante estos nueve días ha seguido yendo a pedir limosna al Mercadona. Mientras tanto, el cuerpo de Stefko permanece en el Instituto de Medicina Legal de Valdebebas, al norte de Madrid. Kirilova le dijo al policía que ella quería ver a su novio como fuera. La policía no se lo recomendó por la gravedad de la explosión. Y dio comienzo otro embrollo legal y judicial.

Kirilova no podía certificar ante los investigadores que era un familiar cercano. Nadie enseña la burocracia de la muerte. Eran novios, pero no eran un matrimonio. Hay folios que pesan más que tres años juntos. La policía dio comienzo a la búsqueda de los parientes de Stefko, en Bulgaria. El procedimiento a seguir en estos casos siempre es el mismo, según señala un portavoz del Instituto de Medicina Legal de Madrid. Cuando sucede algo parecido, la policía científica o la Interpol se encarga de localizar a los familiares del fallecido tras una orden judicial, bien para informar del fallecimiento o bien para comprobar si se pueden hacer cargo del entierro.

¿Y si no tienen medios económicos para un funeral digno? El Ayuntamiento será quien asuma los gastos en ese caso. A este último adiós se le denomina enterramiento de beneficencia. Pero antes de llegar a ese punto, la policía tiene dos semanas para localizar a los parientes. 14 días de papeleos entre países y administraciones. La búsqueda de la familia de Stefko ha sido frenética. “No localizábamos a la madre”, cuenta Petya Paulova, portavoz de la Embajada de Bulgaria en España.

Gracias a los amigos que Stefko había fraguado en Madrid lo consiguieron. Estos, que se desmarcan de la novia a la que no conocían mucho, se pusieron en contacto con la madre, una mujer de 64 años que hacía 40 días que se había quedado viuda por segunda vez. Tras comunicarle la tragedia, comenzaron a recaudar dinero para que pudiera llegar a Madrid. Acto seguido, fueron a la embajada. Y lograron acelerar el proceso.

Stefko no tiene hermanos, ni tíos, ni abuelos vivos. El único linaje familiar que le quedaba era su madre, que no fue localizada hasta casi cinco días después. “Ella no se puede hacer cargo del funeral porque no tiene medios económicos”, cuenta un amigo de Stefko de la capital que prefiere no ser identificado.

Era uno de los 20.000 búlgaros que viven en Madrid. Un tipo corpulento, no muy alto, que llegó a España hace 20 años procedente de Sliven —octava ciudad más poblada del país— ubicada a tres horas en coche de Sofía, la capital. De allí se marchó, como tantos otros, para encontrar una vida mejor antes de cumplir los 30 años. La juventud, a veces, es solo eso. En el barrio de Las Letras y en los alrededores de la céntrica plazoleta de Antón Martín era muy conocido. “Pintaba casas cuando le llamaban”, recuerda su novia. Pequeñas chapuzas que le permitían sobrevivir en el día a día desde que llegó a Madrid. “Para nosotros fue un muy buen amigo, servicial, con sentido del humor, alegre”, han escrito sus amigos en el diario digital búlgaro Bulletin.bg. “¡Tenía un gran corazón!”. Era hincha del Manchester United y bailaba de maravilla la danza Tropanka, un tipo de baile folklórico del noreste de Bulgaria que se caracteriza por unos movimientos al trote de los pies.

Sacaba algo de aquí y algo de allá. Hace poco más de tres años y medio su vida se cruzó con una búlgara en mitad de una céntrica calle de Madrid. No fue una cita al uso. Fue un simple cruce de miradas. “Fue vernos y era él para mí y yo para él”, resume ella. Por aquel entonces, ella vivía en Barcelona y trabajaba fregando platos en un restaurante pegado a la playa de La Barceloneta. Compartieron una relación a distancia durante un año. Al tiempo, ella misma decidió coger las maletas y presentarse en el barrio de Las Letras para comenzar a vivir juntos. “Era muy bueno, muy, muy bueno”, recuerda con un español chapurreado.

El día de la explosión, Stefko había quedado con una trabajadora social para pedir la solicitud del Ingreso Mínimo Vital. La situación de la pareja estaba llegando al límite. Su cuerpo será incinerado en los próximos días en Parla. La madre llegará este viernes a Madrid tras 72 horas metida en un autobús. Su billete y el entierro lo han pagado los amigos de su hijo. Entre todos han recaudado 1.800 euros.


Source link