EL PAÍS

Supervivientes de segunda en el terremoto turco

Lo que recuerda Aisa Ismail, de 28 años, es que a su lado estaba su hija, Fátima, de cinco, y junto a la niña, el pequeño, Mahmud, de dos. Eran las cuatro de la mañana del pasado lunes. El techo de su vivienda había cedido por el primer terremoto que sacudió Turquía y Siria, y sus cuerpos estaban atrapados. “No podía alcanzar al niño con el brazo, pero sí oía su respiración”, relata Ismail. Poco después, Mahmud dejó de respirar; había fallecido. Junto a los tres, en la misma habitación, se encontraba el padre de los niños, Shaban. Mientras se produce la conversación con Ismail, en un refugio improvisado en la escuela de secundaria Kadriye Abdulmecit Özgözen, en Gaziantep (2,1 millones de habitantes), el hombre se encuentra hospitalizado en cuidados intensivos. Al final de la charla, Ismail, tapada con una manta de la cintura al tobillo para cubrir su pierna escayolada, recibe una llamada. Su marido, que tenía los riñones dañados, una pierna y un brazo rotos y un cristal incrustado, está mejor y ya puede comer.

La familia de Ismail vivía en Cumhuriyet, un barrio humilde de esta ciudad del sudeste turco, a unos 60 kilómetros de la frontera con Siria, su tierra natal. Los equipos de rescate tardaron siete horas en escuchar los gritos de auxilio. Finalmente, sacaron a los cuatro. La mujer, junto a la pequeña, comparte un techo con otras mujeres en una de las aulas de la escuela. El director del colegio está al cargo; no hay organizaciones de ayuda presentes. Las provisiones se las consigue cada uno.

La tierra tembló sin elegir, y lo mismo golpeó una zona acomodada de una urbe como lo hizo en una barriada; zarandeó una gran ciudad como un pueblo. Pero los efectos del seísmo no fueron los mismos, ni tampoco la respuesta. No es igual, según pudo presenciar este diario, el dispositivo montado para asistir a afectados o evacuados tras un derrumbe en Adana, ciudad de gran tamaño, o en el centro de Gaziantep, que en distritos marginados de esta última localidad.

En estos barrios abandonados, habitados en gran medida por migrantes, muchos de origen sirio, no han aparecido las tiendas blancas del organismo turco que gestiona la emergencia, AFAD. Tampoco están presentes las ONG extranjeras. Y falta hace, porque a los efectos del terremoto se unen aquí la ausencia del Estado, la falta de recursos, el desempleo y unas viviendas, superpobladas, de construcción muy deficiente. El terremoto fue una maldición para muchos, pero no la primera de su vida.

Un menor comía este viernes en el campo de Masal Park, en Gaziantep.ZEIN AL RIFAI (AFP)

Guneid al Guneid, transportista de 35 años, conduce su camioneta desde el centro educativo que acoge a Aisa Ismail hasta su vivienda, en el también popular distrito de Binevler. Va despacio; toma las curvas con prudencia porque en el remolque lleva a su mujer y a un hijo. Su casa está en la segunda planta y presenta grietas. “Cuando entro siento terror porque pienso que puede pasar algo”. Hay riesgo de que cualquier estructura esté dañada, o incluso de que una réplica fuerte agrave algún daño en el inmueble. Se está filtrando el agua hacia otros pisos. “He tenido que rogar a mi familia”, continúa Al Guneid, “que me dejara venir”. No tienen más asistencia que la propia.

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Sirva también para el contraste lo siguiente: al norte del barrio de Binevler se ubica el de Ibrahimli. Ahí, en comparación, el nivel de vida ha subido muchos escalones. Es un distrito acomodado. Junto a una glorieta de este distrito, decenas de personas observan las labores de rescate y desescombro de dos edificios de viviendas triturados por los seísmos. Al otro lado de la carretera, muchos de los vecinos evacuados de la zona hacen cola de forma ordenada para recibir asistencia en un centro social; otros permanecen en sillas junto a buenos vehículos, estacionados en un aparcamiento.

Nadie coge el teléfono

A un puñado de kilómetros al este, junto a la ciudad vieja, circulando entre calles estrechas, entre edificios atravesados por finas grietas, Dona Kara, de 33 años, natural de la ciudad siria de Alepo ―Gaziantep acoge a casi medio millón de refugiados del país vecino, muchos de ellos, en situación precaria―, malvive con sus siete hijos. Habla junto a una tienda techada con un plástico, sujeto con un palo ancho entre varias piedras. Una estufa que avivan quemando lo que sea les da algo de calor. Las temperaturas son más suaves que cuando la tierra golpeó fuerte la región, el pasado lunes, pero tan solo tienen unas mantas para cubrirse casi a la intemperie.

Cuenta Kara que dejaron su casa por miedo al derrumbe. Han levantado la tienda al lado. Su inmueble, pequeño, está agrietado y no transmite mucha confianza. Los niños siguen entrando y saliendo, en cualquier caso. “Hay un teléfono de asistencia del Gobierno”, dice, “y hemos llamado, pero nadie contesta y hemos dejado de hacerlo”. Nadie, según sostiene, ha ido a revisar su vivienda para ver cómo está. “No tenemos planes, no tenemos dónde ir, solo podemos esperar”, prosigue.

Un niño se calentaba junto a un fuego, en un campo de desplazados por el terremoto, este viernes en Gaziantep.AP

A cinco minutos en coche de allí, en el barrio de Iran Pazari, tremendamente humilde, en una cuesta estrecha junto a un descampado, se disponen en hilera una decena de tiendas improvisadas. El asentamiento va in crescendo. Dice Husein Bilal, de 24 años, sentado al sol en cuclillas, que la suya la acaban de levantar. Tiene miedo a que se caiga su casa, en la que vivían 20 familiares, pero hasta que no han encontrado sitio en la calle para dormir, lo han seguido haciendo en su inmueble. “Dios nos ha puesto a examen y hay que ser pacientes”, afirma. El joven reconoce que vio a las autoridades pasar por allí un día antes, pero solo soltaron unas palabras y luego se marcharon.

Mientras habla, llega su padre, Ibrahim, nacido como su hijo en Idlib, en el noroeste de Siria. Fue taxista, conductor de autobús; incluso recuerda cuando trabajaba en Arabia Saudí. “Ahora”, relata, “aunque quisiéramos ir a Estambul [a 1.100 kilómetros], no tendríamos dinero suficiente para llegar”.

El enjambre de casas del que han huido los Bilal mantiene una vida que no tienen otras partes de la ciudad. Allí, las tiendas de ultramarinos siguen abiertas; hay movimiento. Pero las construcciones son pobres: inmuebles de baja altura, habitaciones mínimas y pasillos apretados. Muchas de ellas ya tenían el sello gubernamental para ser derrumbadas por su mal estado antes del desastre.

Con el primer seísmo, Musa Musa, de 53 años, natural de Alepo, sacó a los niños y algunos familiares de la vivienda. Cuando el suelo golpeó por segunda vez, dos personas quedaron atrapadas, pero lograron salir. “Tenemos comida, ropa y 5.000 liras [250 euros] aún dentro”, señala, “pero no podemos cogerlo”. El terremoto abrió en canal su vivienda. Se le ven las tripas; desde la calle, aún se divisan dos sillones en la planta de arriba, sin techo alguno por encima. La pared oeste ha caído sobre el costado de la casa vecina, creando un pasillo de piedras entre las dos. De la contigua, no obstante, y pese a los daños, sale y entra una mujer con cierta naturalidad.

Musa tiene nueve hijos que andan por allí correteando, al otro lado del cordón policial, esto es, donde no debieran estar. “Mis sobrinos”, continúa este hombre, desempleado, con problemas de salud, tanto él como su mujer, “me pidieron que me fuera con ellos a su casa, pero no quise, quiero quedarme cerca de la mía”. Ha montado una tienda bajo un plástico azul a escasos cinco metros de los bloques de hormigón que arrancó de la entrada de su casa el temblor.

― ¿Les han ayudado de algún modo?

― No, solo tenemos unas mantas para pasar el frío.

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