Tamara Tenenbaum (Buenos Aires, 32 años) vive en un piso moderno lleno de luz, de esos que comparten la cocina con la sala y tienen grandes balcones a la calle. Tiene una mesa de comedor, un pequeño sillón, libros apilados por todos lados y una computadora. Criada en una familia judía ortodoxa, se mudó allí hace unos pocos años, con el dinero que el Gobierno le dio por la muerte de su padre en 1994, víctima del atentado a la mutual judía AMIA. La compra del departamento ocupa buena parte de Todas nuestras maldiciones se cumplieron, la ficción autobiográfica que Seix Barral ha publicado en España. Es el primer libro de esta licenciada en Filosofía tras el éxito arrollador de El fin del amor. Amar y follar en el siglo XXI, un híbrido entre ensayo y crónica sobre la sexualidad que pronto se verá como serie en Amazon Prime Video.
Pregunta. ¿Qué maldiciones se le han cumplido?
Respuesta. En yídish, las maldiciones siempre están disfrazadas de algún deseo. Por ejemplo, “que seas rico, el único rico de la familia”. Eso es una maldición: todos te van a pedir prestado. Fue lo que nos pasó a nosotras, que cobramos una indemnización [por la muerte de su padre] y somos los únicos ricos de la familia. A veces las cosas que parecen ser maldiciones son bendiciones y viceversa.
P. En su novela compara su relación con la escritura con la que tienen con Dios los ateos.
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R. Hay algo de eso. La escritura es lo más profano, yo la abracé por eso, pero al final siempre se encuentra algo sagrado. En el fondo es plantearse lo curioso de dedicarse a algo que no sirve para nada. La literatura puede ser tan absurda como ir a misa. Produce encuentros, momentos, y a la vez hay una sensación de “hacemos esto porque sentimos que es muy importante”, pero cuando te preguntan por qué es importante, no sabés qué decir.
P. Ha vivido en un mundo ligado a la fe. ¿Cómo se relaciona con ella?
R. Nunca la he sentido, pero hay algo que importa más que la fe, que es la costumbre, el modo de vida. Lo más importante en el judaísmo ortodoxo es conservar cierto modo de vida. Durante mucho tiempo me pareció que lo delataba como una farsa y ahora pienso que la pertenencia hace a un tipo de práctica. En muchos mileniales, mi generación, y centeniales, la que viene detrás, hay un revival de la fe muy grande, incluso más que de la religión, que tiene que ver con la astrología, por ejemplo. Ahí la creencia cumple un rol, mucho más que un estilo de vida o el organizarse en una comunidad. La relación con la fe tradicional sigue existiendo, pero ya no como ordenadora de la sociedad.
P. ¿Avanzamos sin remedio hacia la secularización?
R. Es curioso, porque lo que vemos en la religión lo vemos también en la política o la cultura, que es la polarización. Hay un universo cada vez más desprendido de la religión organizada, con menos peso, pero al mismo tiempo en otros sectores de la sociedad crecen los fieles de muchas religiones. Pensemos en el islam, en los evangélicos. Decir que vivimos en un mundo progresivamente más secular puede ser miope respecto a fenómenos que suceden en el mundo. Sí creo que las clases medias urbanas van siendo menos religiosas. Las pulsiones que la religión organizaba van a parar a creencias new age, a la política, como las nuevas derechas, o los círculos de mujeres, donde las chicas van a buscar a chicas que piensan como ellas.
“En muchos mileniales hay un ‘revival’ de la fe muy grande, incluso más que de la religión”
P. La identidad es una cuestión que está constantemente en su obra. ¿Por qué le preocupa tanto?
R. Vivimos en una época donde las identidades están cada vez más cristalizadas, donde es importante decir “yo soy mujer”, “yo soy gay”, yo soy lo que sea. Por un lado, esas identidades toman mucha fuerza y, por otro, vamos hacia un mundo más fluido. Es una paradoja que hablemos de la fluidez de la identidad al mismo tiempo que seguimos generando más categorías. Eso me interpela. Estoy a favor de todas las categorías que sirvan para pensar o vincularse, pero me sorprende cuando veo conversaciones sobre ser alosexual o demisexual, que se vivan como identidades. Yo las pienso como momentos. Siento que todas las vivencias se articulan en forma de identidades. Me gusta más pensar que las vivencias no tienen por qué articularse como algo estable ni la identidad debe ser estable en el tiempo y en el espacio. Me interesa más la identidad como pregunta y problema antes que como una cosa que uno da por hecho.
P. Su libro El fin del amor. Amar y follar en el siglo XXI es una pregunta sobre la sexualidad. ¿Cómo la vive la generación que hoy tiene 15 años?
R. Yo consideraba ya muchas cosas sobre mi madre, y que su vida había sido más aburrida que la mía. De los años sesenta para acá, eso opinan todas las generaciones, pero creo que la aventura hoy tiene distintos significados. Pienso en cómo era descubrir el sexo cuando yo era chica, hace 15 años, y en el fondo creo que de los sesenta para acá no ha cambiado tanto.
P. Habla de grandes cambios…
R. Hablo de un proceso que empieza en los sesenta y que viene moviéndose muy despacio, no digo que en los últimos 10 años cambió todo. La vida sexual de las chicas de 15 años no es tan distinta de lo que fue la mía. Hay cosas que se hablan más, algo que ha pasado al plano de lo discursivo. No hay más gais, hay más gente que no tiene problema en decirlo.
P. La efervescencia política que acompañó en Argentina la discusión sobre el aborto, ¿no es una novedad?
R. Eso no tiene que ver con la diferencia de actividad sexual. Las mujeres más grandes que conozco, las de 40 años, todas tuvieron un aborto, y las de mi edad no. Yo no tuve ninguno, tomo anticonceptivos. Pertenezco a una generación en que no era raro que a los 15 años te organizases con la ginecóloga. En la época de mis amigas de 45 era tabú; y ni hablar en las mujeres de 80, que se hicieron muchos abortos, entonces no había nada para cuidarse. Ahora el aborto representa otra cosa y permite cruzar la sexualidad con la política. Esa militancia no fue para abortar más, fue para reconocerse como seres sexuales.
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