Te parió la muerte


No dudo que la mayoría de los poetas, al leer, releer y corregir alguna de sus obras, duden tanto, ante cada palabra, como dudaba César Vallejo.

Revisar los manuscritos del poeta peruano es meterse en un campo minado, antes que en un texto. Entrar en una cartografía emocional de la inseguridad, las vacilaciones y el escepticismo, donde las cordilleras son flechas, tachones contenidos, cruces impuestas maniáticamente, rayones enfurecidos con las palabras, el texto y el propio autor.

Más que poemas, insisto, las versiones anteriores de los que finalmente fueron publicados por Vallejo, muchos de los cuales serían corregidos instantes antes de irse a imprenta —al amparo del terror del último minuto—, en realidad parecen mapas del tesoro, atlas fantásticos en los cuales no solo podemos ver aquello que es desterrado al reino del silencio eterno sino también aquello que aparece de golpe, aquello que es traído, pues, de quién sabe dónde, al mundo en el que vivimos.

Pero además de ver cómo aparecen y cómo desaparecen en esos mapamundis las palabras —árbol y oro, curiosamente, son dos de las palabras que Vallejo tacha un mayor número de veces— o cómo desparecen y cómo aparecen versos enteros —¡Ángeles de corral / aves por un descuido de la cresta!— y además de ver cómo un cambio de tiempo se convierte en un prodigio que transforma la historia de la poesía latinoamericana —donde decía: “que dios está enfermo”, dirá: “que dios estuvo enfermo”—, podemos ver cómo una inversión genera, donde había un poeta singular y modernista, el nacimiento de un poeta plural y vanguardista —donde decía: “por el que te mató la muerte y te parió la vida”, dirá: “por el que te mató la vida y te parió la muerte”—.

“Te parió la muerte”: no sé cuántas veces habré utilizado estas cuatro palabras, ante algún hijo de puta redomado. Lo que sí recuerdo, en cambio, es que la primera vez que las murmuré fue en Tapachula, Chiapas, hace casi veinte años. Por entonces, el estudiante de Ciencia Política insensato e inmaduro que era, mientras leía a Vallejo por primera vez —todavía no era consciente, por supuesto, de aquello que, con los años, descubriría releyendo una y otra vez los manuscritos que me sumirían en ese asombro que aquí, apenas ahora, he compartido—, llevaba a cabo el trabajo de campo que le demandaba una investigación para la cual había sido contratado, al tiempo que se dejaba llevar por los consejos de la edad, de la ideología y de la inconsciencia, que lo hacían sentirse, pensarse y verse a sí mismo invencible e invulnerable. Era tan tonto, tan pretencioso y a la vez tan engreído, que muy pronto acabé tratando de mediar entre los pobladores de una comunidad cercana a Tapachula y los talamontes de aquella región, quienes habían devastado —ilegalmente, por supuesto— lo que hubiera sido un bosque.

Tras un par de contactos indirectos y algunas conversaciones telefónicas, el líder de aquellos talamontes finalmente me dio cita para desayunar en su empresa —una bodega mediana y un par de oficinas que se levantaban en un terreno enorme, casi un descampado, donde se apilaban, en pirámides, ciento de troncos protegidos bajo lonas impermeables y donde yacían, desperdigados, los restos de diversas maquinarias, propias de la devastación que el progreso lleva al campo—. Poco después de que llegara, un muchacho me condujo a una de aquellas oficinas y me invitó a sentarme a una mesa en la cual ya estaban dispuestos dos lugares y sobre la que había una motosierra pequeña. Entonces me tocó esperar un largo rato, que utilicé para repasar mentalmente lo que habría de decirle a aquel hijo de puta con el que estaba a punto de encontrarme. Insisto: la inconsciencia, la pretensión y la megalomanía propias de la edad y de las ideologías mal comprendidas, conducen, casi siempre, a la imbecilidad, el ridículo y la indefensión.

Cuando el hombre al que esperaba finalmente entró en aquella oficina —antes incluso de que terminara de saludarme y de sentarse—, el muchacho que antes me había conducido hasta aquel sitio apareció también de golpe y así, de golpe, nos sirvió unos huevos revueltos con camarón seco, además de un par de cubetas de nescafé. Y antes de que yo pudiera decir algo, justo después de que el muchacho se marchara, el hombre con el que habría de desayunar acercó su silla a la mesa tanto como pudo, alargó después el torso, miró el libro de Vallejo que yo había dejado ahí encima, aseguró que a él nunca le había gustado leer, apoyó luego los codos sobre la plancha madera y aseveró: durante todo nuestro desayuno, lo miraré fijamente a los ojos, espero que esto no lo intimide.

Instantes después, el hombre tomó el tenedor y, sin echar atrás el cuerpo, empezó a devorar aquellos huevos pestilentes, mientras a mí se me cerraba el estómago y se me olvidaban todas y cada una de las palabras que había estado pensando, que habría querido decirle, que me habría prometido lanzarle. El silencio en el que nos sumergimos, entonces, duró hasta que él así lo quiso. Señalando, con la punta del tenedor, la motosierra que estaba a unos cuántos centímetros de mi edición cubana del poeta peruano, el hombre me preguntó: “si esta no corta madera, ¿qué cree usted que corte?”.

Si con su presentación y su silencio, el hombre había arrasado mi valor, mis pensamientos y los posibles movimientos de mi lengua, con aquella pregunta segó algo más profundo. No estoy seguro, entonces, si escupí un monosílabo o si nomás fui capaz de expresarme con un gesto. Pero tras un instante, el hombre sonrió y me contó la historia de su motosierra, que era, en realidad, la historia de su secuestro.

Hacía unos años, me dijo, se lo habían llevado de noche, mientras abría la puerta de su casa. Lo mantuvieron retenido tres semanas, durante las cuales, mientras negociaban con su familia el precio de su libertad, lo golpeaban y lo humillaban todos los días. “En las voces, concéntrate en las voces”, me dijo que era lo único que se decía durante su cautiverio.

Cuando finalmente lo soltaron, también me contó, se dedicó, durante casi un año, a caminar por la calle e ir a todas las reuniones y fiestas públicas de las que se enteraba.

Así, una tarde, finalmente escuchó una de las voces que buscaba. Y tras torturar al dueño de aquella voz, dio con todas las personas que habían tenido que ver, de una u otra forma, con su secuestro. Y a todos, me dijo tan orgulloso como serio, los había descuartizado con esa misma motosierra que yo estaba viendo. “Carne y huesos, eso es lo que corta”.

Poco después de que me contara aquella historia, nos levantamos y nos despedimos, sin mencionar, por supuesto, una sola palabra sobre aquel tema a consecuencia del cual, en teoría, nos habíamos reunido aquella mañana.

“Te parió la muerte”, fue lo primero que pude murmurar, en voz bajita, cuando finalmente salí de aquel lugar. Desde entonces, durante casi veinte años, he pensado en todo lo que debí haberle dicho a aquel hombre.

Quizá por eso me pesa tanto que la vida no sea como la poesía, que la memoria, pues, no sea un mapa sobre el cual se puedan trazar tachones o redactar nuevas cordilleras.

No solo porque le diría, a aquel hombre, que, como dios, él está enfermo, sino porque desterraría, de su vocabulario —como las desterraría, también, del vocabulario de tantos otros hombres— las palabras árbol y oro.

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