Tejiendo el abismo en Perú

Tejiendo el abismo en Perú

Cada año, en junio, centenares de camiones colmados de campesinos quechuas arriban al pie de la montaña que da entrada a Qoyllurit’i, la mayor peregrinación indígena del continente. En los días previos, por las ciudades y pueblos que atraviesan, sus comparsas recorren las calles céntricas elevando cantos. Mucha gente se conmueve y toma fotografías. Hoy, en estas semanas dramáticas de diciembre, centenares de camiones han arribado al Cusco y otras ciudades del país, también abarrotados de campesinos, con banderas peruanas y carteles que demandan el adelanto de elecciones o el cierre del Congreso; algunos gremios piden también una nueva constitución o el retorno de Pedro Castillo al Gobierno. Frente a estas imágenes, mucha gente en las ciudades clama que hay una mano negra (o más bien roja, comunista) que “manipula” a esa gente “ignorante” y la mete en camiones “como borregos”. Olvidan Qoyllurit’i y pasan por alto que a lo largo del año gran parte de la población indígena se moviliza en camiones o autobuses atestados, por ser los medios de transporte más baratos. Cuánto nos desconocemos los peruanos y cómo molesta que los campesinos traspasen la quietud de la imagen icónica en un mercado, o en un nevado, para reclamar atención a sus demandas.

He ahí el racismo que no cesa. En cada nueva elección presidencial, por encima de los debates políticos, las redes revientan de insultos y chistes racistas: ocurrió con Toledo en 2000 y 2001, con Humala en 2006 y 2011, con Castillo en 2021. Todos ellos, identificados como “cholos” y con una agenda de izquierda, han terminado presos o prófugos; al igual que presos y procesados han terminado todos los expresidentes identificados como “blancos” o “chinos” con una agenda de derecha: he ahí Fujimori, García, Kuczynski (también están procesados e investigados Vizcarra y Merino, sucesores del último tras las vacancias presidenciales de 2018 y 2020). Todos corruptos, todos iguales a la hora de vandalizar el Estado en favor de sus allegados y los grupos de interés que financiaron sus campañas, todos han contribuido al descrédito de la democracia y del quehacer político. Con ese tipo de candidatos, y mirados desde las ciudades como ignorantes de piedra que ni siquiera serán capaces de escuchar las burlas racistas que a diario cargan sobre sus espaldas, las poblaciones más desfavorecidas del campo, que tampoco creen en los discursos políticos, como mal menor escogen, como cualquier otro ciudadano, a quien le ofrezca una mejor agenda, pero además una representatividad social. Gran parte del voto que le permitió a Castillo participar en la segunda vuelta electoral de 2021, junto a Keiko Fujimori, tuvo esa base. Y aún la ha mantenido, pese a la serie de incompetentes o corruptos que fue colocando en ministerios clave como Agricultura, Sanidad o Educación; pese incluso a que recientemente dictara normas contra la Educación Intercultural Bilingüe y su premier, Aníbal Torres, argumentase ante organizaciones indígenas de los Andes y la Amazonía que si querían aspirar al progreso mejor se preocupasen por aprender castellano. En efecto, el racismo y el desprecio a las poblaciones indígenas atraviesa a todos los partidos y pigmentaciones de piel.

Ahora bien, antes del golpe de Estado con el que Castillo pretendió atornillarse en el poder y evitar la vacancia que el Congreso venía preparándole, tenía una aprobación del 31% y el Congreso un 8%. Esa misma encuesta nacional del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) revelaba que si prosperaba la vacancia de Castillo, el 87% de la población querría un adelanto de elecciones generales (para Presidencia y Congreso). Por tanto, no debería habernos sorprendido que tras las jocosas y arrogantes autocelebraciones que se dio el Congreso tras la caída de Castillo, por todo el país mucha gente saliera a las calles demandando que se vayan todos. En las protestas en Apurímac, una de las regiones donde Castillo mantenía grandes adhesiones, estas movilizaciones fueron masivas y muchos pidieran también su excarcelación. En los primeros días, en las tomas de carreteras y enfrentamientos con la policía murieron seis manifestantes, incluidos dos escolares de quince años. El 13 de diciembre, la Asamblea Nacional de Gobiernos Regionales, envió al Congreso una propuesta de ley para el adelanto de elecciones y armó mesas de diálogo a las que el Ejecutivo les dio la espalda. Ese mismo día, desde el Congreso, el almirante Daniel Montoya, uno de los líderes de la oposición, frente a la crisis en las calles señaló: “La agenda no la ponen ellos, que son enemigos de la democracia; la ponemos nosotros desde el Congreso (…). Cuando hay una situación de estas no existe la proporcionalidad, existe la supremacía de la fuerza para poder vencerlos, sino irían a perder y nadie va a una guerra a perder”.

Una guerra. El lenguaje bélico es exquisito para todos aquellos que siempre se han servido de la polarización, de la destrucción de los mínimos puentes de diálogo. Gran parte de los medios nacionales han seguido centrados en emitir los pavorosos actos vandálicos: quema de comisarías, apedreamiento de algunos canales de televisión, asalto a tiendas comerciales. La población atemorizada ha acatado la lógica de la mano dura y la estigmatización de la protesta: apelando al trauma que nos dejó los años de la violencia política, es común llamar terruco, terrorista, a quien en las calles protesta.

El 14 de diciembre se dictó un estado de emergencia por 30 días que, como era de suponer, solo ha hecho escalar el número de muertos y la indignación. A día de hoy, ya son 18 muertos por balazos y más de doscientos los heridos. Todos en regiones alejadas de Lima. A corto plazo, la única salida a este enfrentamiento sería un adelanto de elecciones urgente. La encuesta publicada por el IEP este sábado señala que, pese a toda la criminalización de la protesta que hay estos días, un 83% de la población pide un adelanto de elecciones. De nada sirve esa revelación. El viernes, tras grandilocuentes discursos y argumentos donde la palabra pueblo y democracia se reiteraron como letanías, el Congreso rechazó cualquier adelanto antes de abril de 2024. Esta sábado, pese a la renuncia de dos de sus mejores ministros, la presidenta Dina Boluarte, por su lado, ha descartado renunciar y sigue colocando a los manifestantes en el saco de azuzadores y violentos. Además de mantener el estado de emergencia, en 15 provincias del país, incluidas grandes ciudades como Arequipa, Cusco o Ica, estamos bajo toque de queda, desde las ocho de la tarde. Como en los tiempos de pandemia, vuelve la orden de inmovilización: Un “Quédate en casa” equivalente a un “Mejor te callas”.

Estamos en el abismo. Ya traspasamos el borde. La clase política no parece darse cuenta y el Congreso sigue enfrascado en sus discursos altisonantes, en sus negocios bajo la mesa, en cómo sacarle el jugo a su tiempo en el poder; sin duda algunos ya tienen asegurado el paracaídas, o pasajes secretos para acceder a sus paraísos privados: para desde allí seguir manteniendo la sartén por el mango. Los demás, en las calles o atemorizados en nuestras casas, seguimos cayendo, atónitos, abrumados por el diario incremento de los muertos, por el cinismo con el que muchos miran a esos muertos, por los estallidos de violencia y los toques de queda, sin habernos recuperado del gran duelo pospandémico, sin entender cuál es el Perú que hemos tejido, o destejido, para el nuevo tiempo, sin poder siquiera darnos la mano o mirarnos como conciudadanos en este vértigo.

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