EL PAÍS

Temor y bochorno en Bruselas

Bolsas con fajos de billetes que suman millón y medio de euros, una vicepresidenta encarcelada, despachos precintados… Y lo que todavía puede salir a la luz. En el escándalo de corrupción que sacude estos días al Parlamento Europeo, el Qatargate, lo grave y lo cutre se tocan. La institución que supuestamente vela por los valores de la Unión Europea ha sido incapaz de detectar que algunos de sus trabajadores, aún no sabemos cuántos, cobraban bajo cuerda por favorecer, por lo menos, a Qatar y Marruecos. Los detalles son a cuál más bochornoso: el que se considera cerebro de la trama, el exdiputado italiano Antonio Panzeri, presidía una ONG llamada nada menos que Fight Impunity, combate la impunidad. Esa ONG, cuentan algunos funcionarios, tiene firmados acuerdos no solo con el Parlamento, sino también con la Comisión Europea, así que no se sabe dónde termina lo podrido. Panzeri colocaba a gente para que hablase de ciertos temas ante el Parlamento. Con estupor, hoy muchos en Bruselas se preguntan si cobraba por poner el foco en determinadas causas. ¿Pueden estar contaminados, por ejemplo, los informes que han servido para definir la política exterior de la UE sobre temas como Marruecos?

Mientras las autoridades investigan, el ambiente en la Eurocámara es de alarma y desconfianza: todo el mundo se ha puesto a revisar sus agendas para ver a qué reuniones fue y si tuvo la mala suerte de hacerse la foto con quien no debía. Pocos diputados quieren hablar en público. Aunque el escándalo afecta por ahora a los socialdemócratas, sus adversarios políticos reconocen que no se ensañan demasiado en las críticas porque no descartan que la porquería acabe salpicando a sus grupos.

Lo perturbador es que existen mecanismos de vigilancia, pero no han servido para evitar esta vergüenza. El Parlamento europeo es mucho más transparente que los nacionales: los diputados publican sus reuniones y hay un registro de grupos de interés. Sin embargo, en un entorno tan grande, con 700 parlamentarios y miles de trabajadores, hay demasiadas zonas grises y vías abiertas a la picaresca. En el bar para eurodiputados alternan a diario representantes de embajadas y de empresas. No es raro ver a funcionarios y asistentes embarcados en los llamados grupos de amistad con regímenes autoritarios como Qatar. Ni a antiguos funcionarios de la Eurocámara convertidos en lobistas para Estados, consultoras u ONG, como en el caso de Panzeri. Posiblemente, no hagan falta más controles, sino replantear los que hay, mejorar la trazabilidad y extenderla al resto de las instituciones.

El miedo —y el riesgo— es que el escándalo crezca y termine siendo un golpe a la credibilidad del Parlamento y de la propia Unión Europea. Están aprovechando la coyuntura los eurófobos, como el primer ministro húngaro Viktor Orbán, que en sus redes sociales se ha burlado del Qatargate como un troll más. @Ana Fuentes


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