El lunes hubo un claro ganador en los caucus de Iowa. “La única persona que puede reivindicar una gran victoria”, como él mismo defendió en un tuit el martes por la mañana, fue Donald Trump. En eso coinciden Laura Hoffman, de 39 años, voluntaria de la campaña del izquierdista Bernie Sanders, y Adam Koch, 20 años, que apoyó al centrista Joe Biden. “Un reloj parado acierta la hora dos veces al día”, recuerda ella, “y el presidente acierta al decir que las primarias han sido amañadas”. “Es terrible que el arranque de un proceso tan ilusionante”, lamenta él, “haya acabado en una vergüenza nacional”.
La victoria de Trump se podía leer en todas esas caras largas que el martes por la mañana deambulaban por los hoteles de Des Moines. Y no solo porque el presidente se impuso sin discusión en las primarias de su propio partido, algo que se daba por descontado, sino por el colosal ridículo que protagonizaron los demócratas, ante los ojos del mundo entero, en la primera cita de unas primarias cruciales. Fue, en palabras de Brad Parscale, director de la campaña de reelección de Trump, “el más chapucero choque de trenes de la historia”.
El Partido Demócrata llevaba cuatro años trabajando para evitar el caos que ya emponzoñó los caucus de Iowa de 2016, cuando al tratar de deshacer el empate técnico entre Hillary Clinton y Bernie Sanders emergieron recuentos a dedo que bailaban y hasta caucus que supuestamente se decidieron lanzando una moneda al aire. Al final, el Comité Nacional Demócrata acabó dando la victoria a Clinton, la candidata del establishment, lo que encendió la llama de la furia del sandersismo a la que ahora se han arrojado bidones de gasolina.
El martes por la mañana ya circulaban las teorías conspirativas. “El establishment demócrata ha vuelto a su viejo juego”, acusaba Patty Duffy, de 53 años, que ejerció de interventora en un pequeño caucus de la localidad de Milo. “He leído en las redes sociales que la aplicación que utilizaron para el recuento era sospechosa. El Comité Nacional Demócrata ha elegido amañar de nuevo el proceso y eso nos llevará a cuatro años más de Trump. ¿Se van a poner del lado de su país o impondrán de nuevo a su candidato? Están engañando en su propio partido. Pero eso no hará sino energizar a nuestras bases. Trabajaremos cinco veces más y expondremos todas las irregularidades, esta vez no vamos a callarnos”.
Des Moines era el martes una ciudad en retirada. Los miles de voluntarios desplegados por los candidatos en el Estado durante semanas de campaña iban enfilando ojerosos al aeropuerto, incapaces de asimilar lo acontecido desde que abandonaron de noche, perplejos, las fiestas organizadas por sus candidatos paran seguir el recuento. Nadie podía celebrar nada. El lunes por la tarde, en el arranque de un caucus en un polideportivo de Des Moines, se leía a los votantes una carta firmada por la dirección estatal del partido que pedía unidad: “Podemos entrar como seguidores de uno u otro candidato, pero debemos salir unidos”. La madrugada siguiente, la división se había apoderado de los demócratas.
Las primeras señales de alarma llegaron casi con la apertura de los caucus. “¡AYUDA!”, escribió en su perfil de Facebook Linda Nelson, presidenta de los demócratas del condado de Pottawattamie. Describía cómo le daba error cada vez que trataba de registrarse en la flamante aplicación informática con la que debía comunicar los resultados de su caucus a la central estatal del partido, a la que llevaba ya un rato tratando de llamar por teléfono. A última hora de la tarde, al no estar recibiendo siquiera los resultados de los caucus pequeños, saltaron las alarmas en los cuarteles generales de las campañas.
Llevan tres años denunciando a los republicanos por tolerar una injerencia de un poder extranjero en el proceso electoral estadounidense, y los demócratas ni siquiera han sido capaces de garantizar la limpieza de un proceso electoral con poco más de 170.000 votantes, equivalente a la población de Santander. Arrecian las dudas sobre la conveniencia de mantener un sistema tan pintoresco como el de los caucus, asambleas vecinales donde los votantes caminan físicamente de un sitio a otro, tratan de convencerse y acaban numerándose detrás de un cartel con el nombre de su candidato. “Creo que la lección es que debemos eliminar los caucus e instaurar en todo el país el voto directo. Si Rusia hubiera planeado arruinar estas elecciones, no le habría salido mejor”, bromeaba David Grant, de 33 años, voluntario de la campaña de Pete Buttigieg.
Un candidato que, por cierto, se declaró ganador en su comparecencia el lunes por la noche, cuando no había absolutamente ningún dato oficial de recuento. “Esta noche, una esperanza improbable se ha convertido en una innegable realidad”, dijo ante dos mil seguidores, después de que su campaña difundiera datos parciales recabados sobre el terreno. Sucede que los datos de Elizabeth Warren decían otra cosa. Y los de Amy Klobuchar, otra. Cada candidato tenía sus propios datos, recogidos a pie de caucus por sus propios interventores, en cuartillas sobadas y llenas de tachones, y basándose en ellos narraba, ante el silencio del órgano que gobierna el partido, su propia película de una noche electoral que tardará en olvidarse.
Source link