¿Terminó Marilyn el ‘Ulises’?



Marilyn Monroe, con el ‘Ulises’ de James Joyce, en Long Island en 1955.Eve Arnold / Magnum Photos / ContactoPhoto (Eve Arnold / Magnum Photos / ContactoPhoto)1. Odiseo

Probablemente algunas de las fotos menos sexis que se conservan de Marilyn Monroe se encuentren en el conjunto de placas que le tomó la fotógrafa Eve Arnold leyendo Ulises: estamos en 1955 en un parque infantil en Long Island, y la actriz, ataviada sucintamente con un bañador y una camiseta rayada, y apoyada en la estructura de un tiovivo, parece absorta en la lectura de las últimas páginas de la novela de James Joyce (probablemente en un ejemplar algo “fatigado” de la edición de The Bodley Head), tal vez las que corresponden al libérrimo, obsceno, magnífico flujo de conciencia de Molly Bloom, tendida en la cama al lado de su marido mientras recuerda, en ocho larguísimos fragmentos que se leen casi sin respirar, escenas de su infancia (en Gibraltar), de sus pretendientes (Molly es la Penélope de Joyce), de sus relaciones y de otros sucesos íntimos, solo interrumpido por ocasionales flashes de realidad (el pitido de un tren, las ganas de orinar). Todavía se discute si Marilyn (que entonces aún no había sido colonizada por Arthur Miller) leyó realmente el libro o, como les ha sucedido a millones de lectores en todo el planeta, lo dejó para más tarde, y solo pretendía componer una imagen que se opusiera a la predominante y machista de rubia-buenorra y tonta que prevalecía entre el establishment cultural de Hollywood. Los aburrimientos de interior propiciados por la pandemia inacabable han logrado que muchos lectores hayan vuelto a intentar la lectura de uno de los títulos imprescindibles para entender la novela contemporánea: sí, lo hayan leído o no, Ulises constituye una frontera, un antes y un después implícito en las novelas de los novelistas contemporáneos.

Ilustración de Eduardo Arroyo para el ‘Ulises’, de James Joyce, en edición de Galaxia Gutenberg.

Ahora, en el primer centenario de su publicación y con las obras del autor libres de regalías, diversas editoriales reeditan las tres traducciones más importantes (hay alguna más) que la novela ha tenido en castellano: la de Salas Subirat, de la que conservo un ejemplar publicado en Buenos Aires por Santiago Rueda en 1966, y que es la que ha utilizado Galaxia Gutenberg (65 euros) en su edición ilustrada por Eduardo Arroyo; la de José María Valverde (revisada y prologada por Andreu Jaume), publicada por Lumen (26,90), y la edición crítica de Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas que rescata Cátedra (22,50), ya libre y sin tener que depender de los caprichos de ningún derechohabiente. Además, se lo puede encontrar en ediciones de bolsillo, más adecuadas para llevarse en el equipaje y homenajearlo en Dublín el próximo 16 de junio, el día que, en 1904, tuvo lugar la odisea tan urbana de Leopold Bloom y Stephen Dedalus.

2. Sevillana

Dentro de la cada vez más compleja taxonomía de la llamada novela negra o novela de ficción criminal, el aficionado puede encontrar todo lo que desea: hay intrigas para todos los gustos, desde el más o menos tradicional cozy crime, tan limpio de sangre y gore como una patena, hasta las orgías sanguinolentas de las ficciones narcocriminales o las retorcidas tramas nórdicas. Pero, como ocurre con las taxonomías, las etiquetas resultan a menudo forzadas y desprovistas de rigor. Ahí tienen, por ejemplo, Planeta (Alfaguara), el último trabajo de la sevillana-extremeña Susana Martín Gijón. En mi opinión, ha habido cambios respecto a Especie (2021), la novela anterior: el personaje principal, la inspectora Camino Vargas, me resulta menos modelada por estereotipos, menos lastrada por la necesidad de transmitir un programa de denuncia social (si en la anterior era el maltrato animal, en esta se amplía el espectro a toda la naturaleza, de ahí el título). Y Camino (que tiene la edad de su autora) y su colega Paco Arenas, su amor secreto, a quien los padecimientos físicos y psicológicos le pasan una terrible cuenta, son ahora una pareja más o menos conflictiva que el destino resolverá sorpresivamente (o quizás no). Sevilla, cuyo color local parece haberse esfumado en un clima de miedo, aparece todo el rato velada por una persistente cortina de agua que es como un castigo de quién sabe qué o quién: la lluvia y la inundación (¿una reminiscencia de la que afectó a la ciudad en 1961?) son otros protagonistas de esta novela sin referencias temporales explícitas (no hay pandemia, pero sí una presidenta del Gobierno; el tiempo de la novela, con alguna derivación internacional, es como un limbo cercano y vagamente reconocible). Y, ojo, nada es definitivo, como en tantas ficciones policiacas: al fin y al cabo, Sherlock Holmes no murió luchando contra Moriarty en las cataratas de Reichenbach. En todo caso, me imagino a Martín Gijón, de quien, ahora sí, ya estoy esperando otra novela, discutiendo sus tramas con el tercio de Carmen Mola que le ha tocado en suerte (y que, por cierto, elogia sin pudor sus novelas en los paratextos). Así da gusto.

3. Usuras

Esta semana firmé una petición de change.org para conseguir un trato más humano en las oficinas bancarias. Supongo que muchos de mis improbables, sobre todo los mayores, ya habrán experimentado el maltrato: con la excusa de la pandemia y de la pretendida eficiencia, cada vez hay menos sucursales, ha ­desaparecido en gran medida la atención presencial, los horarios se han reducido, los teléfonos no contestan, los empleados han sido sustituidos por aplicaciones de internet que dan por hecho que el usuario maneja perfectamente la informática y es experto en la digitalización. Con el oprobioso agravante de que, si no te sabes manejar en el “nuevo estilo” bancario, te tratan como un imbécil o totalmente descontado. Por cierto que, en la primera parte del pasado año, los cinco bancos españoles del Ibex ganaron (con nuestro dinerito) más de 10.000 millones de euros. Y ahí siguen, ahorrando costes a nuestra costa. Como lo hacían la vieja a quien apioló Raskolnikov o el señor Torquemada de Galdós.

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