‘The Lady and The Dale’ en HBO: La gran e imperfecta heroína americana

Decidió que se llamaría Elizabeth porque adoraba a Elizabeth Taylor. Le parecía el epítome de lo femenino. Exactamente la clase de mujer que quería ser. Alguien con poder, amigos y, como le dejó dicho a su cuñado Charles Richard Barrett, un tipo al que tenía embelesado desde adolescente, joyas. No le daba miedo ser una mujer en un mundo de hombres porque “yo soy más lista que ellos, hablo más y digo más palabrotas”. Es a la propia Geraldine Elizabeth Carmichael, antes el escurridizamente brillante Jerry Dean Michael, a quien oímos decir eso en lo que parece algún tipo de grabación periodística en el primer capítulo de la interesantísima, en infinidad de sentidos, The Lady and The Dale (HBO), miniserie documental sobre la mujer trans que puso contra las cuerdas a la industria automovilística norteamericana en la década de los setenta.

Por entonces, Elizabeth trabajaba para una empresa que se dedicaba a recibir a inventores aficionados y descubrir si lo que fuese que creían que habían inventado podía tener una salida comercial. Hacía ocho años que había empezado su transición. Casado con Vivian Barrett –su alma gemela en lo que a la vida al límite se refiere: la familia, con cinco hijos, no pasaba nunca más de dos meses en ninguna parte, vivía en la carretera, huyendo de las más variopintas estafas imaginables que les daban de comer–, un día, ya cumplidos los 40, llevó a su hija a ver a Santa Claus y le dijo que en realidad Santa Claus no existía. Ella se puso a llorar, y Jerry le preguntó: “¿Quieres que sea tu mamá?”. Así recuerda Candi Michael la peculiar salida del armario trans de su padre, que pasaría los años siguientes –todo empezó en 1966– convirtiéndose en su otra madre.

“Al principio pensé que solo era otra manera de despistar al FBI”, confiesa su cuñado, ante las cámaras de Nick Cammilleri y la activista LGTB y artista Zackary Drucker –productora de Transparent, donde conoció a Jay Duplass, productor, junto a su hermano Mark, de The Lady and The Dale –. Fascinados con la historia de Liz, Cammilleri y Drucker se pasaron 10 años persiguiendo a la familia hasta que aceptaron sentarse a hablar de cómo había sido crecer junto a semejante fuerza de la naturaleza, una gran e imperfecta heroína americana, alguien que jamás se sintió a gusto dentro de su cuerpo y que tal vez por eso no hizo otra cosa que huir. Hay un muy iluminador corte de audio de la propia Liz en el que se la escucha decir: “Iba al cine para escapar de la granja, y descubrí que había otra vida mejor en alguna parte”.

Y, a la que pudo escapar de su Jasonville natal, se diría que se fabricó una y otra vez esa otra vida mejor. Porque su peculiar sueño americano no consistía en seguir un camino y llegar hasta la cima, sino en disfrutar del rodeo, o más bien, coronar cimas, una tras otra, cogiendo siempre un atajo. A veces, uno tan sencillo como el que sigue: comprar un periódico local para, en realidad, fabricar dólares falsos. O agenciarse una utilitaria imprenta casera –siendo poco más que un chaval– para producir todo tipo de títulos. “Con él, podías pasar de ser un graduado de Yale por la mañana a un piloto a tiempo completo esa misma tarde”, comenta Barrett. Sus primeros trabajos eran trabajos de vendedor puerta a puerta. Todos los adelantos que recogía para las aspiradoras o las máquinas de coser que supuestamente vendía no salían de su bolsillo.

Era una buscadora de oro, pero una que sabía que el oro no era más que un espejismo, así que pasó de buscarlo, se dedicó a crearlo ella misma, y eso se desprende de la curiosa narración –un collage hecho con una mezcla de imágenes de la época, fotografías, grabaciones de la propia Liz y entrevistas con familiares, entre ellas, su hija Candi, tan parecida a ella que por momentos parece estar viéndola– de su vida y su obra, la de una artista de la estafa –llegó a tener tiendas de monos y criaderos de peces tropicales, de donde sacó la idea de que las hormonas podían convertirla en mujer, como ocurría con ciertos peces que cambiaban de sexo– que, en su inagotable desplante a lo real –para ella, el mundo era un escenario, y su papel, el de alguien que no va a negarse nada, una triunfadora que no necesita el aplauso de nadie, que triunfa solo para sí misma– acabó cruzando una línea roja.

Cuando Carmichael, una mujer salida de la nada, desafió a Henry Ford y a toda la industria del motor de Detroit con el futurista Dale, el automóvil de tres ruedas que compró a un tipo llamado Dale en una oficina que recibía a aficionados a los inventos, y que iba a solucionar los problemas de crudo de la época, América se revolvió contra ella. En especial, cuando descubrió que no se trataba exactamente de una mujer. La ferocidad con la que el establishment primero atacó a Carmichael –desde unos medios enfebrecidos– y luego la borró por completo del mapa –“solo un puñado de entusiastas de la transhistoria en mi red habían oído hablar de ella”, cuenta Cammilleri– deja claro hasta qué punto el sueño americano ha sido siempre solo para unos pocos, y de qué manera acertó Liz inventándose, cada vez, y haciendo realidad sin esperas el suyo propio.


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