¿Tienen sentido los documentales de denuncia que solo dan voz a una de las partes?


La voz solista de la miniserie documental Allen v. Farrow, cuyo primer episodio acaba de estrenar HBO, es la de Dylan Farrow, la hija del director que lo acusa de haber abusado sexualmente de ella en 1992, cuando tenía siete años, y que por primera vez cuenta su historia frente a las cámaras. Sin embargo, dentro del coro que la arropa, con su madre Mia Farrow a la cabeza, destaca la presencia de la veterana periodista Maureen Orth.

Woody Allen y Soon-Yi Previn pasean por Nueva York en 2016. En vídeo, el ‘teaser’ de Allen v. Farrow.(FOTO: JAMES DEVANEY / GC IMAGES | VÍDEO: HBO)

Orth ha cubierto algunos de los casos relacionados con la cultura popular más relevantes de los últimos treinta años. Su libro Vulgar favors sirvió de base argumental para la temporada de American Crime Story dedicada a Versace. La intervención de la periodista en este documental está más que justificada: en 1992 escribió para Vanity Fair uno de los primeros reportajes sobre el caso Allen, dedicado a contar la versión de Mia Farrow. Casi todo lo referente a los hechos que figura en el documental ya estaba contado en aquel reportaje.

En otro de sus libros, The importance of being famous, publicado en 2004, Orth disecciona algunos casos relacionados con la cultura popular, la fama y la influencia de los medios en la opinión pública. En él hace un diagnóstico sencillo a modo de introducción: “El omnipresente mundo de la celebridad –que ahora atraviesa el entretenimiento, la política y las noticias– está dominado por expertos directores de escena que comprenden el ADN de la fama y saben cómo crearla. Ellos pueden dirigir la cobertura y las cámaras hacia donde quieran. Internet puede poner cualquier rumor en marcha sea cierto o no. La realidad ahora es algo que se crea, algo con lo que jugar para ajustarlo al máximo atractivo. Bienvenidos al mundo del culebrón reality, donde la fama vende cualquier cosa y en el que historias reales complicadas se ofrecen en forma de entretenimiento y acaban convertidas en películas en las que es difícil separar los hechos de la ficción”.

“El true crime (el género que recrea crímenes reales en forma de documental) no deja de ser una reformulación de la serialidad que ya usaban los tabloides y los noticiarios”, explica Concepción Cascajosa Virino, profesora titular en el Departamento de Periodismo y Comunicación Audiovisual de la Universidad Carlos III de Madrid. “Solo hay un empaquetado diferente, unas fórmulas narrativas traídas de la ficción y una distancia de los hechos. Lo que ha cambiado es también la legitimidad que el género tiene por esta fórmula entre la serie de ficción y el documental, el estatus frente a la prensa sensacionalista. Por eso hoy se discuten en ámbitos donde tradicionalmente hubieran sido ignorados o despreciados. Y comercialmente también se ha extendido su importancia, por ocupar esos espacios de la ficción y el documental”.

Allen v. Farrow es el último ejemplo de una lista de documentales que, a través del revisionismo, han colocado en el centro de su historia los testimonios de supuestas víctimas de estrellas tan dispares como Michael Jackson o R. Kelly. ¿Son cuestionables los documentales que se centran en testimonios imposibles de contrastar y dan voz solo a una de las partes? “Este es uno de los asuntos más delicados”, comenta Elías León Siminiani, director de documentales como El caso Alcàsser y El caso Asunta (Operación Nenúfar). “Muchas veces no es fácil de conseguir la voz de ambas partes. Bien porque haya un nivel de enfrentamiento tal entre ellas que haga imposible que convivan en rodaje o montaje, bien porque una de las partes no esté disponible o bien porque no haya interés por parte de quien financia en un punto de vista determinado. Hay ejemplos esplendorosos de cineastas que han conseguido levantar documentales contando solo un lado de la historia. Para mí es esencial la idea de dialéctica. Pero me parece realmente difícil. Me costaría mucho hacerlo. Desde luego, si estoy en disposición de elegir, yo intento contar siempre una historia que me permita un mínimo nivel de dialéctica entre visiones enfrentadas”.

Lo que ha dicho un documental que no lo dude el hombre

Las particularidades de cada uno de los tres casos citados los hacen muy diferentes entre sí. En 2018 The Washington Post publicó un reportaje que confirmaba que altos ejecutivos de la industria musical miraron para otro lado cuando empezaron a tener conocimiento de los supuestos abusos sexuales de R. Kelly. El cantante ya había sido llevado a los tribunales en varias ocasiones por supuestos delitos de abusos sexuales a menores de edad y por tenencia de pornografía infantil. Por ninguno de ellos fue condenado. Lo que sí estaba demostrado era que había contraído matrimonio con la cantante Aaliyah cuando ella tenía 15 años –él 27–, para lo cual ella mintió sobre su edad al firmar el certificado de matrimonio.

Surviving R. Kelly (en España, su primera temporada se encuentra en Netflix) ofreció decenas de testimonios de mujeres que aseguraban que el cantante las había agredido sexualmente, en la mayor parte de los casos cuando eran adolescentes. Dos meses después de su emisión norteamericana, la Oficina del Fiscal del Estado del Condado de Cook en Illinois acusó a Kelly de 10 cargos de abuso sexual agravado. El juicio se celebrará el próximo abril.

La resaca de Leaving Neverland, el documental en dos episodios centrado en los testimonios de dos supuestas víctimas de Michael Jackson, Wade Robson y James Safechuck, y sus familiares, y que HBO estrenó en marzo de 2019, es casi opuesta. Es más que conocido el extenso historial judicial de Michael Jackson, que en un caso fue considerado no culpable y en otro llegó a acuerdos que evitaron un juicio. En esta ocasión fueron los herederos de Jackson los que demandaron a HBO para tratar de impedir su emisión. HBO continuó con sus planes y los herederos del cantante con los suyos. En diciembre de 2020 estos últimos consiguieron un paso más en su lucha judicial: un juez ha aceptado que la cuestión pase a fase de arbitraje.

En el caso de Allen aún no hay noticias sobre una posible actuación legal por orden del director –solo ha lanzado un comunicado para asegurar que el documental “está lleno de falsedades”–. Él dio su versión de los hechos el pasado año en A propósito de nada, sus memorias, versión contada solo parcialmente en Allen v. Farrow, al igual que la de Moses Farrow, hijo de la actriz, que defiende a Allen y que ha acusado a su madre de agresiones físicas y verbales, dibujando un hogar que dista mucho de la imagen idílica que muestra el documental.

Allen fue exonerado de los abusos sexuales a su hija después de una investigación de siete meses. En el juicio por la custodia de los hijos que el director y la actriz tenían en común, un psiquiatra declaró que el informe que favoreció la exculpación de Allen era deficiente. Una parte de Allen v. Farrow se centra en las supuestas flaquezas del proceso que exculpó a Allen.

La multiplicación de los documentales

La tradición audiovisual en la que se apoyan estos documentales no es nueva y hunde sus raíces en la literaria –cómo no pensar en A sangre fría– y la periodística, pero su auge de la mano de las plataformas sí es reciente. Tres documentales, que se emitieron entre finales de 2014 y finales de 2015 lo inauguran: el podcast Serial, cuya primera temporada pretendía sembrar las dudas sobre la culpabilidad de Adnan Syed, presunto asesino de Hae Min Lee, su novia, en 1999, cuando ambos eran poco más que adolescentes; The Jinx, documental de HBO que trató de cercar al empresario inmobiliario Robert Dust para culparlo por el asesinato de su mujer, desaparecida en 1982, y de una amiga en el año 2000; y Making a murderer, documental de Netflix centrado en las dudas alrededor de la culpabilidad de Steven Avery y su sobrino Brendan Dassey, ambos condenados a cadena perpetua por el asesinato de Teresa Halbach, una fotógrafa local, en 2005.

Estos tres documentales seriados no solo fueron un éxito de público (dos años después de su emisión las dos primeras temporadas de Serial habían alcanzado los 350 millones de descargas), sino que además abrieron la puerta a un segundo asalto judicial de cada uno de los casos.

Sin embargo el caso de Robert Dust es diferente. El empresario fue detenido al día siguiente de la emisión del último capítulo de The jinx. La policía de Los Ángeles le detuvo gracias a la última secuencia del mismo, en la que, durante una de las entrevistas, Dust se levantaba al cuarto de baño y, sin percatarse de que llevaba puesto un micro de corbata, se decía a sí mismo: “¿Qué demonios hice? Matarlos a todos, por supuesto”. No obstante, las mismas pruebas que lo incriminaron han servido para que sus abogados encuentren una vía para tratar de exculparle: el audio en el que Dust decía “¿Qué demonios hice? Matarlos a todos, por supuesto” estaba editado. Ambas frases, la pregunta y la respuesta en realidad no son tales, estaban separadas por otras tantas y ordenadas a la inversa en el monólogo que Dust musitaba en aquel cuarto de baño.

La santísima trinidad del género lo había bendecido y sus feligreses lo convirtieron en rito casi semanal, Netflix mediante. Wild, wild country, The keepers, Amanda Knox, la continuación de La escalera, La desaparición de Madeleine McCann, Abducted in plain sight, El caso Alcàsser… La lista es interminable y demuestra el gran trabajo de Lisa Nishimura, vicepresidenta de documentales y stand up comedy de la plataforma, elegida una de las 100 personas más influyentes del año 2020 por la revista Time, gracias a la cual los documentales basados en casos reales se ha convertido en uno de los activos principales de la plataforma.

Pero ¿es moralmente defendible como entretenimiento? Se lo preguntó The New York Times en 2018. ¿Se está convirtiendo en algo desagradable nuestra obsesión con el true crime?, se cuestionaba Arwa Mahdawi en The Guardian un par de meses después. “Ocurre siempre”, comenta Siminiani. “Sale algo potente, innovador y con garra, y luego llegan las mil réplicas. Los estilemas que nos sorprendieron acaban amanerándose a fuerza de repetirse y la consigna pasa a intentar parecerse lo máximo posible a tal o cual obra que ha tenido éxito. Para mí tiene que ver con la endogamia. Las propuestas acaben mirándose el ombligo unas a otras. Ahora mismo estamos todos fascinados con El Infiltrado. No me extrañaría que viéramos pronto muchas propuestas de infiltrados. Pero se olvida un detalle: El Infiltrado es fruto de diez años de trabajo. ¿Quien está dispuesto a currar diez años en un mismo frente?”.

Esas debilidades no parecen haber arredrado a un público que ahora además acoge esta nueva veta dentro de un género que ha destacado por convertir a anónimos en famosos tras señalarlos como víctimas de supuestos errores del sistema judicial. Ahora además se alimenta, al calor del #MeToo, de famosos a los que señalar como beneficiarios, gracias a su estatus, de las supuestas carencias de este, algo que está en el mismo origen del #MeToo. En palabras de Margaret Atwood: “El movimiento #MeToo es un síntoma de un sistema judicial roto. Con demasiada frecuencia, las mujeres y otros denunciantes de abuso sexual no pudieron obtener una audiencia imparcial a través de las instituciones –incluidas las estructuras corporativas–, por lo que utilizaron una nueva herramienta: Internet”.

Con investigaciones periodísticas como las que llevaron a celebridades como Weinstein o Bill Cosby a los tribunales, los medios de comunicación han hecho un esfuerzo por convertirse en un contrapeso de esas debilidades del sistema judicial. Pero el rigor de esas investigaciones periodísticas es necesario también en los documentales televisivos, a pesar de sus particularidades. En palabras de Cascajosa: “Creo que el true crime tiene una naturaleza híbrida entre el informativo y el entretenimiento. Creo que lo que se le debe pedir es seguir los estándares del primero en relación a la investigación. ¿Es difícil conseguir eso y a la vez cumplir lo que se espera del segundo? Sin duda, pero por eso creo que la base deontológica del periodismo es fundamental y debe aplicarse. Por otro lado, debe haber un respeto y consideración a la víctimas”.

Ante el estreno de Allen V. Farrow, el director Robert Weide señaló lo obvio: “En películas sobre temas polémicos hay formas sutiles de hacer creer que le estás preguntando a tu público qué piensa cuando en realidad le estás diciendo qué pensar”. Y añadió una buena sugerencia: “Como espectador, piensa en ti mismo como jurado en un juicio. Cualquiera puede manipular a la audiencia presentándole solo un lado del caso. ¿Pero podrías tú, como jurado, otorgar un veredicto justo escuchando solo a la acusación y no a la defensa?”.

A este respecto, Siminiani señala que este subgénero es de los más peligrosos por su potencial de manipulación: “La frontera con el morbo está siempre muy cerca de la narración, sobre todo si se quiere llegar al público de la forma más rápida posible. Normalmente se trabaja con cantidades ingentes de metraje, ya sea filmado por la propia producción o de archivo. Al mismo tiempo se suele trabajar con testimonios de eventos que sucedieron hace tiempo, con lo que entran en juego los límites de la memoria que, prácticamente, imposibilita la consecución de la verdad. Si unes todos estos elementos y no hay una firme de voluntad de revisar tu posicionamiento ético respecto al relato, la manipulación está prácticamente asegurada”.

Puedes seguir ICON en Facebook, Twitter, Instagram,o suscribirte aquí a la Newsletter.




Source link