Todos somos el Dude


Puede que el lector recuerde aquella película estupenda de los Hermanos Coen llamada The Big Lebowski, cinta que se volvió de culto desde los años noventa del siglo pasado, y de la que se ha vuelto a hablar porque hace unos días se anunció el rodaje de un spin-off basado en algunos de sus personajes. En The Big Lebowski se refieren las peripecias de un bolichista desempleado y más bien holgazán, conocido como The Dude (algo así como el “Cuate”, en buen mexicano), quien se ve enredado en un caso que incluye suplantación de identidad, secuestro y toda clase de amenazas y peligros de muerte. El Dude no es ningún héroe hábil, noble y brillante, de esos que tanto le gustan a Hollywood. Es un tipo que se pasa de común, metido en sus propios y pequeños asuntos, y que se ve sumergido en las maquinaciones de millonarios, gángsters, matones y hasta artistas conceptuales sin otro apoyo que el de sus amigos, unos pobres sujetos igual de ensimismados y modestos que él. No: el Dude no es alguien que aspire a cambiar la sociedad de ninguna forma y, por tanto, ande por ahí en busca de reivindicaciones y conflictos. Su única y principal ambición, a lo largo de la historia, es recobrar la alfombra que unos sicarios le robaron (con él dentro, en un primer instante…) y conseguir que el mundo entero lo deje en paz. Ese mundo entrometido que se obstina en sacarlo de su sofá, sus vasitos de vodka con leche y su liga local de boliche. ¿Qué hizo el Dude para que la fatalidad se abatiera sobre él? Nada. Su inocencia es absoluta. Pero por llamarse igual que un magnate en líos (un pretexto como cualquier otro), su vida se complica al extremo sin él deberla ni temerla.

No puedo evitar pensar en el ciudadano promedio en México como un alma gemela del Dude. Se cuentan por cientos y cientos las personas que cada día, en este país, se ven arrastradas a correr malaventuras de todo tipo y en contra de su voluntad.. Malaventuras rocambolescas, complejas, que para un extranjero que sepa poco del país pueden sonar descabelladas o abiertamente inspiradas en el cine o la televisión. El peligro puede brincar de cualquier sitio: de las actividades de esa hampa capaz de escenificar cada día episodios dignos de película, como el recientísimo asesinato de dos ciudadanos israelíes en mitad de una plaza comercial de la capital, atestiguado por decenas y decenas de paseantes alucinados, y que las autoridades describieron como un “crimen pasional” hasta que no pudieron ocultar la avalancha de pruebas de que se trataba del operativo de un comando a plena luz de día y en mitad de una multitud. O de cada asalto, atraco o levantón (vaya palabra terrorífica) de gente que estaba sentada en un restaurante, o en su casa, o nada más pasaba por ahí, por una calle igual a las otras, gente que no quería nada más que seguir con su vida y se vio, de un segundo a otro, a merced de las acciones tajantes y fatales de esos criminales, estafadores, sicarios, policías, políticos y funcionarios que disponen de las vidas de los demás como de fichas en la partida de un juego que nos usa y excede a todos.

Triste cosa. La diferencia fundamental entre la realidad mexicana y la ficticia vida del Dude es que la historia de The Big Lebowski tiene un final irónico pero, en general, feliz. Las desventuras (y las tragedias) por las que atraviesan los personajes son compensadas por la solución de sus problemas y el regreso de la paz. El mexicano promedio, me temo, no suele tener esa suerte.

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