De la extensa lista de malos presagios que sobrevolaban los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, a nadie puede sorprender el fracaso económico, que amenazaba desde la misma jornada de inauguración. La pandemia borró de un plumazo las promesas que los líderes japoneses hicieron en 2013, cuando la capital del país se impuso en la carrera por ganar la sede de los 32º Juegos Olímpicos de la era moderna. No pasarán a los anales del olimpismo —como había soñado el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), Thomas Bach— como los “Juegos de la recuperación” para el país anfitrión, sino que serán recordados como los primeros pospuestos, sin público en las gradas y como los más caros hasta la fecha.
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El coste final se ha disparado hasta los 1,64 billones de yenes (unos 12.712 millones de euros). El estallido de la crisis sanitaria mundial y el aplazamiento de la cita representaron pérdidas astronómicas, cercanas a los 2.300 millones de euros, un tiro de gracia para las cuentas del certamen. Estas cifras exorbitantes, no obstante, pueden alejarse del coste total: una auditoría gubernamental realizada antes del brote pandémico ya había fijado el precio real en 23.000 millones de euros. La mayor parte de este aluvión de millones vendrá del dinero de los contribuyentes. El COI se ha comprometido a aportar poco más de 1.100 millones de euros.
Cuando ocho años atrás se presentó la candidatura tokiota, que destronó a las entonces rivales de mayor consideración (Estambul y Madrid), el presupuesto inicial rondaba los 800.000 millones de yenes (unos 6.180 millones de euros). La ambición era entonces mantener los números dentro de un límite razonable, como probó el rechazo a la difunta Zaha Hadid, reputada arquitecta anglo-iraquí, que presentó uno de sus tantos diseños futuristas para el estadio que acogería las ceremonias de apertura y clausura.
La dicotomía entre las previsiones de gasto y el dinero desembolsado finalmente no es exclusiva de Tokio. Según un estudio de la Universidad de Oxford, todos los Juegos desde Roma 1960 han tenido un sobrecoste promedio del 172%. Los recién concluidos superan el presupuesto inicial entre un 111% y un 244%.
Para presentar la candidatura en 2013, el entonces primer ministro, Shinzo Abe, recurrió al sentimiento de nostalgia que podían evocar los Juegos de 1964, que mostraron un Japón que renacía como Ave Fénix tras la devastadora Segunda Guerra Mundial, demostrando a la comunidad internacional su nuevo poderío tecnológico y económico. En esta ocasión, la campaña, en una evidente analogía, giró en torno a las potencialidades de un país que resurgiría tras la triple catástrofe de Fukushima de 2011.
Según las primeras estimaciones oficiales, la celebración de los Juegos generaría unos dos millones de empleos y ganancias en torno a los 110.000 millones de euros en inversiones, turismo y consumo; un alentador vaticino que el coronavirus ha echado por la borda.
El potencial impulso del turismo representó uno de los pilares de la candidatura. En la década de 2010, las visitas de turistas extranjeros a Japón se cuadruplicaron, superando los 30 millones de visitantes anuales. Solo en 2019, desembolsaron más de 37.198 millones de euros en hoteles, restaurantes, tiendas y otros servicios, según Reuters. Pero gran parte de los esperados beneficios económicos que traería el evento se desvanecieron en marzo, cuando los organizadores decidieron prohibir la presencia de público extranjero en las gradas. El siguiente jarro de agua fría llegaría dos semanas antes del arranque oficial, cuando también se negó la entrada a los seguidores japoneses. La triste conclusión fue que, a pesar de los billones de yenes invertidos en albergar el evento, Tokio terminó viendo las competiciones como cualquier otra ciudad del mundo: a través de la pantalla.
Según el think-tank tokiota Nomura Research Institute, los turistas foráneos gastan en estas reuniones atléticas mucho más que la población local. Originalmente, se esperaba que los Juegos generasen 1.606 millones de euros en beneficios por la presencia de público, de los cuales, 1.200 millones (en torno al 70% del total) los desembolsaría el millón de espectadores de ultramar que debía aterrizar en Japón, y que gastaría una media de 1.160 euros durante su estancia.
Antes de aplazar el evento, se habían vendido 4,48 millones de entradas, lo que suponía ingresos por valor de 696 millones de euros, un monto que se evaporó hasta cero. Reuters añade que, cuando se prohibió la presencia de aficionados extranjeros, los organizadores informaron de que planeaban reembolsar el coste de 600.000 entradas, aunque no especificaron a cuánto ascendían las pérdidas.
Y con el fin de los Juegos llega el reto que han afrontado las otras ciudades que han sido sede: evitar que las infraestructuras construidas con el dinero de los contribuyentes se conviertan en una carga financiera. La instalación que más preocupa es el renovado Estadio Nacional, que albergó la ceremonia de apertura y de clausura, un recinto de 1.300 millones de euros con capacidad para 68.000 espectadores y cuyo coste de mantenimiento se estima en 20 millones de euros anuales.
Como efecto balsámico, tras dos semanas de competición, la impopularidad del evento fue disminuyendo a medida que la delegación anfitriona rubricaba su mejor resultado en unos Juegos: tercera posición en el medallero, solo superada por Estados Unidos y China.
La crónica anunciada del fracaso económico se atenúa con el éxito organizativo del evento, a pesar de que a los millones de aficionados les quede un sabor amargo: la eterna pregunta de qué habría sido de estos Juegos en circunstancias normales. Todos ellos pondrán ahora sus esperanzas en París 2024. Confiarán en alejarse del recuerdo de celebraciones compartidas solo por unos pocos deportistas y miembros de las delegaciones que resuenan en instalaciones adormecidas por un silencio casi sepulcral.
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