Torra ante el virus

El presidente de la Generalitat, Quim Torra, durante el anuncio de las nuevas medidas para combatir la pandemia.
El presidente de la Generalitat, Quim Torra, durante el anuncio de las nuevas medidas para combatir la pandemia.Albert Garcia / EL PAÍS

El fuerte repunte del virus en Cataluña, en paralelo al de Madrid, ha aconsejado a la Generalitat endurecer una medida de prevención, la prohibición de reuniones familiares y de amigos de más de diez personas, además de mantener las vigentes desde hace semanas, y anunciar otras más localizadas (menor aforo en restaurantes e iglesias) en poblaciones más afectadas. Aunque quizá no basten, son correctas, y lo son porque el riesgo de rebrote generalizado casi duplica el baremo en que este se suele producir, el 70% de los contagios ocurre habitualmente en esas reuniones y porque se ha producido “un retroceso de tres semanas”.

Así que la ciudadanía debe apoyar en esto, sin vacilación, al Govern encabezado por Quim Torra. Están en juego intereses superiores, como la salud, y por eso es conveniente hacer abstracción de la excesiva retórica del president, de su falta de credibilidad y de sus enormes desaciertos en la gestión de la pandemia. Esa retórica oscila entre la vacua grandilocuencia de ayer (“nos jugamos todo lo que puede pasar en otoño”), similar a la de hace un mes (“estamos ante los diez días más importantes del verano”), y la aberrante apelación a que la secesión ahorraría muertos. La exageración, sobre todo si no va acompañada de esfuerzos propios notorios, no suele recibirse como una propuesta seria.

La credibilidad de Torra en sus arengas sociales contra los botellones como actos “de insolidaridad” en estas circunstancias —lo que por otra parte es exacto— resulta igualmente residual en una persona que no solo desobedece a los tribunales, sino que exige al Parlament que también lo haga. Quien siembra vientos de ilegalidad se arriesga a recoger tempestades de insubordinación. Hay que evitarlo. Y para ello es preciso distinguir cuándo una autoridad (el president) ejerce correctamente su competencia, de la persona que la encarna (Torra) cuando embiste contra la ley, el Estatut y la convivencia.

Todo eso se ve agravado por la incompetencia con la que su Ejecutivo ejerce sus competencias sanitarias plenas desde el fin del estado de alarma. Tuvo que reconocer que su reacción ante los rebrotes de Lleida y L’Hospitalet fue tardía. Tuvo que rectificar su pasividad a la hora de organizar equipos de rastreo bien dotados. Tuvo, en fin, que nombrar a un nuevo secretario de Salud Pública tras casi dos meses de estar vacante el puesto. No hay muchos casos en el mundo de Gobiernos que hayan transitado por la fase más aguda de la pandemia sin contar con su segunda autoridad sanitaria.

Ya desde el confinamiento, el equipo de Torra jugó una partida distinta —para peor— a la pauta más general. Desatendió la crisis de Igualada, sin enviar equipos de refuerzo, cuando el Gobierno había ampliado las competencias de las autonomías dotándolas de poder sobre la parte privada del sistema: exhibió, junto con Madrid, el peor récord en el control de horrores en las residencias; obstaculizó la ayuda externa (del Ejército) y se afanó casi únicamente en adelantarse un día a las medidas que iba anunciando con antelación el Gobierno.

El respeto a las instrucciones sanitarias de la Generalitat no debe obviar esa conducta. Pero requiere de la sociedad un esfuerzo adicional: poner a la institución por encima de su inquilino. Lo contrario de lo que este practica.


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