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Tortilla sin huevo y "arroz por cojones": la gastronomía hambrienta de posguerra


El blanco pan de trigo desapareció de las mesas de miles de españoles durante la posguerra para tornarse negro. Y no fue lo único, también se volvieron inaccesibles para una mayoría pobre muchos de los alimentos considerados básicos: huevos, queso, carne, leche, fruta fresca o café. Solo había hambre. Hasta el punto de que, entre 1939 y 1951, “al menos 200.000 personas murieron por inanición o por enfermedades derivadas de una deficiente alimentación”, tal y como señalan los historiadores Peter Anderson y Miguel Ángel del Arco.

Fue entonces cuando surgieron numerosos platos hijos de la carestía. Y no por esa repetida falacia de que el hambre agudiza el ingenio: no tener prácticamente nada que comer forzó a las clases populares a cambiar ingredientes en algunas recetas o a mezclar de forma inédita otros tantos por pura necesidad. Lo poco que había en la alacena se tenía que aprovechar. Más de una década de guisos casi vacíos, pan negro y sopas insípidas que conformaron una gastronomía tan propia como paupérrima: la de la posguerra.

Los alimentos que nadie quería

“En la posguerra las familias pobres comen incluso peor que antes de la contienda porque ya no tienen tan a mano patatas, col o tocino. La base de su alimentación pasa a ser legumbres, frutos y cereales de poco prestigio, como el centeno o la bellota”, comenta la gastrónoma Inés Butrón. Además de estos, había castañas, boniatos, lentejas, garrofa, altramuces o almortas, tal y como recoge la propia Butrón en su libro Comer en España. De la cocina de subsistencia a la cocina de vanguardia.

Precisamente la almorta, una planta leguminosa, provocó una epidemia a nivel nacional durante los primeros años de posguerra: “La epidemia de latirismo que tuvo lugar tras la Guerra Civil española tuvo una relación directa con el hambre y la desigualdad social. La falta de abastecimiento y la carestía de los alimentos propiciaron (…) un aumento de la producción y del consumo de almorta, guija, muela o tito”, ilustran en un estudio Isabel del Cura y Rafael Huertas, que explican que si la ingesta de almorta se mantiene por periodos de uno a tres meses en unas cantidades mínimas de 200 a 400 gramos, “puede desencadenar una afección neurológica tóxica sobre individuos normales o sobre población desnutrida”. Comían su propia enfermedad.

En una época de tanta hambre los límites de lo comestible se ensanchan, y se empiezan a consumir alimentos que hasta entonces no se concebían como tales. La carne era algo prohibitivo, así que hubo gente que tuvo que comer animales poco habituales: “Eso de dar gato por liebre viene de este periodo, porque el gato cocinado sabe casi igual que la liebre. En Extremadura incluso hubo gente que comió cigüeñas, perros o burros pequeños. Muchos tuvieron que traspasar ciertos límites y tomar alimentos que hasta entonces eran tabú”, declara el doctor en Antropología David Conde, autor junto a Lorenzo Mariano del libro Cuando el pan era negro.

Aunque el hambre era algo generalizado a toda España, había diferencias entre aquellos que estaban en el campo y los que residían en la ciudad, donde vivían a merced de las cartillas y el estraperlo. “En el campo siempre había algún recurso, como las tagarninas, los cardillos o el palmito, que no encuentras en las ciudades. Hay una frase muy reveladora que dice que ‘España se comió el paisaje’, porque el campo estaba lleno de todo tipo de hierbas amargas pero comestibles”, relata Inés Butrón. “Se lo he dicho a mis hijos, aquí venía yo a pacer hierba como las bestias, que iba a un regato y cogía e iba a por aderones y por la hierba que hubiera. Allí los cogíamos agrios. No había pan, no había para comer. Hambre, hambre y hambre. Hambre todos los días”, contó Crescencia, de Montehermoso (Cáceres), a Conde y Mariano para su obra.

Los platos de siempre, con otro sabor

Pero aunque los ingredientes cambiaron, los platos, o más bien la idea que se tenía de ellos, se mantuvieron. El café pasó a ser de achicoria, de cebada, de algarrobas o de bellotas tostadas para tomar algo que se pareciera a aquel bebedizo oscuro y caliente imposible de conseguir. “Mi madre me decía que en Cádiz había recetas como la de papas con carne, que se hacía con patatas, laurel, vino y ajos, y que te recordaba al olor del estofado de carne”, dice la escritora Inés Butrón.

La gente no quería dejar de comer los platos que llevaban años comiendo, a pesar de que no tuvieran los ingredientes necesarios para elaborarlos. Así es como se entiende que el cocinero catalán Ignacio Doménech publicara en su obra Cocina de recursos (Deseo mi comida), escrita en 1937 y 1938, la receta de la tortilla de patatas sin patatas ni huevo, hecha con la parte blanca de las naranjas, cebolla, ajo, harina de trigo, bicarbonato y agua. O la de calamares fritos sin calamares, con cebollas, harina, agua y un poco de aceite. O los polvorones y las migas de bellotas que incluyen en su obra David Conde y Lorenzo Mariano.

“Hay platos que lo que remiten al original es solo el nombre, no tienen nada que ver ni con los ingredientes ni con la forma de preparación. Pero pretendían continuar sus hábitos porque en el fondo, al hacerlo con la comida, estaban intentando mantener su identidad, lo que eran”, razona Lorenzo.

El consumo de la carne se redujo muchísimo por su elevado coste -según apunta en un artículo Margarita Vilar, de los 30,92 kilos al año por persona en 1922-26 a 14,36 kilos en 1940-, lo que provocó que se hicieran muy populares guisos con frutos, cereales o legumbres sin bocado animal alguno. A tal punto llegó la escasez de este producto entre los más pobres, que en aquel tiempo surgió la figura del sustanciero: un hombre que iba casa por casa con un hueso de jamón para introducirlo unos minutos en la olla de quien quisiera, y de esta forma darle un poco de sabor al puchero en cuestión. Siempre a cambio de unas monedas, por supuesto.

Asimismo, la tesis doctoral de Isabel González Turmo, titulada Comida de rico, comida de pobre, revela la popularidad que alcanzaron recetas como el potaje de castañas, las gachas y poleás o los potajes de trigo en este tiempo. A este último plato lo llamaban en algunos pueblos de Andalucía el “arroz de Franco” o “arroz por cojones” porque, efectivamente, no llevaba arroz: se preparaba con trigo, tomate, pimiento, ajo y, como única grasa, aceite. “Para colmo, requería de una pesada y, en muchos casos, clandestina elaboración, pues la escasez de trigo obligaba a que lo robaran o almacenaran ilegalmente”, precisa Isabel.

Autarquía y cartillas de racionamiento, las causas del hambre

Cuando Francisco Franco llegó al poder en abril de 1939 implantó una política económica basada en la autarquía, esto es, en el autoabastecimiento del país. Una medida que, según define el doctor en Historia Miguel Ángel del Arco, “fue un absoluto fracaso”. Pero aquello era una dictadura, claro, así que la propaganda franquista procuró eximir de toda culpa al régimen por el empeoramiento de la hambruna que había provocado esta decisión.

“Hubo un momento en que el régimen ya no pudo ocultar el hambre y lo achacó primero a las consecuencias de la Guerra Civil, al aislamiento internacional, luego a la Segunda Guerra Mundial y después a la sequía. Pero la historia ha demostrado que ninguno de esos argumentos son lo bastante sólidos como para justificar un periodo de hambruna de 13 años”, explica el antropólogo David Conde. “En el bando republicano en la Guerra Civil sí hubo un hambre importante, pero nada fuera de lo normal dentro de un contexto bélico. Durante la posguerra, a una situación de base mala se unió una catastrófica derivada del desastre que supusieron las políticas autárquicas impuestas por Franco”, apunta Conde.

Otra de las medidas que adoptó la dictadura franquista para intentar solucionar la escasez de alimentos fue la implantación en 1939 de las cartillas de racionamiento, que se retiraron en 1952. Estas partían de una optimista y sencilla idea: lo que tenemos, que se reparta de forma equitativa entre todos. Pero como ocurre en cualquier dictadura, la realidad fue bien distinta: “La diferencia entre lo que el régimen publicaba que debía entregar con la cartilla y lo que al final llegaba era muy grande. Si decía que tenían que dar 400 gramos de garbanzos, muchas veces llegaban 150. Este era el drama”, ilustra David Conde.

Además, las cantidades de alimentos que fijaba la dictadura por persona eran ya de por sí escasas. Para hacernos una idea, según el libro Comer en España, en 1946 cada español recibió de media al año 2,11 kilos de legumbres, 60 gramos de tocino, 650 de bacalao y 690 de pasta para sopa, por ejemplo. Una miseria.

Esta política basada en el extremo intervencionismo de productos básicos y en la fijación de precios provocó, según afirman Anderson y del Arco, que floreciera el mercado negro en toda España, que desaparecieran de los comercios muchos alimentos de primera necesidad y que el coste de los alimentos se elevara “de forma espectacular”. En definitiva, lo que en un principio pretendía remediar la escasez, solo consiguió aumentar aún más el hambre de las familias con pocos recursos.

Una hambruna de clase

Mientras cientos de personas morían por desnutrición o por enfermedades causadas por una mala alimentación, otros se hacían ricos con el estraperlo. “Hay que tener en cuenta que no todo el mundo pudo acceder al mercado negro. Eso hace que el hambre de posguerra en España fuera muy desigual: el que tenía medios iba al mercado negro y podía comprar lo que fuera”, dice el antropólogo Lorenzo Mariano.

Un producto tan básico y elemental como el pan pasó de costar en Palencia 0,44 pesetas la pieza de 650 gramos en julio de 1936, a 6 pesetas el kilo en el estraperlo en el año 1941. En la misma ciudad, los huevos subieron desde 2,40 pesetas la docena en julio de 1937 hasta las 18 pesetas que alcanzó como precio máximo solo cuatro años después, según el historiador Cándido Ruiz. El salario medio de un trabajador de la industria en 1945, tal y como recogió Público, era de 12,27 pesetas al día. “El mercado negro era una cosa prohibitiva, no era una solución para todo el mundo”, declara Lorenzo.

Todo esto ocurría mientras en el Palace de Madrid se celebraban menús a los que acudían la élite económica, grandes estraperlistas y gente del Régimen, y que consistían, en el caso del dos de diciembre de 1947, en “caldo doble de gallina, gran surtido de fiambres, bellavistas de foie-gras, pavo trufado, ensaladilla Gredos, melocotón helado, tarta mascota y café”, según recoge la obra Comer en España. Las clases bajas, con cartillas de miseria y productos básicos con precios infladísimos, sobrevivían a base de ingredientes indeseados y recetas poco nutritivas.

Por suerte aquel periodo de hambruna colectiva pasó y muchas recetas desaparecieron con él. Los que sobrevivieron a aquel trágico periodo han fallecido en su mayoría o tienen ya una edad muy avanzada. “Nosotros llegamos, tarde pero llegamos. Casi una década después, con personas que rondan los 90 y 100 años, es muy complicado recoger relatos de primera mano”, admite David Conde. Solo nos queda recopilar sus testimonios y acercarnos a esta gastronomía de la miseria para honrar la memoria de aquellos que comieron cuando no había nada que comer.

Tortilla de guerra con patatas simuladas

Esta es la receta que creó el cocinero Ignacio Doménech para su libro Cocina de recursos (Deseo mi comida), publicado en 1941 y redactado tres años antes. “En esta época, ni los enfermos pueden disponer de esos brillantes de la cocina que son las patatas. Lo mismo ocurre con los huevos, es un afortunado el que consigue huevos frescos a 50 pesetas la docena”, escribió Doménech.

TORTILLA DE GUERRA CON PATATAS SIMULADAS

Ingredientes

Para 3 personas

  • 3 naranjas de corteza gruesa
  • Cebolla
  • Sal
  • 1 diente de ajo
  • Aceite
  • 4 cucharadas de harina de trigo
  • 1 cucharadita de bicarbonato
  • Un poco de pimienta blanca en polvo
  • Agua

Preparación

  1. Rallar la cáscara de la naranja hasta que aparezca la parte blanca.
  2. Cortar esta parte blanca en pedacitos aplanados con un cuchillo fino. Echar las tiras en agua durante dos o tres horas.
  3. Cuando haya transcurrido este tiempo, escurrir, salar y freír en una sartén con un poco de cebolla cortada como si se tratara de una tortilla de patatas normal.
  4. Para la composición “huevo”, frotar el fondo de un plato sopero con el ajo, añadir tres o cuatro gotas de aceite, sal, la harina, el bicarbonato, la pimienta blanca y 8-10 cucharadas de agua. Batir hasta que no se haga grumo alguno.
  5. Mezclar la cebolla y las mondas de naranja fritas con la composición “huevo”, verter en una sartén y cocinar por ambos lados a la manera de una tortilla tradicional. Servir.

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