Tráfico y esclavitud: los infernales destinos para la infancia de Haití


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Quince pasos da Stevens Guerrier hacia su madre para fundirse en un abrazo. Ella lo estruja por toda la espalda, mesurando la delgadez de su retoño y palpando las cicatrices de sus brazos y rostro.

—¿Dónde has estado? ¿Por qué has tardado tanto en venir? —le riñe cariñosamente Nathalie, ahogada en sollozos.

—No sé, tenía ganas de verte —repite el niño de 12 años ruborizado, sin soltarle la mano.

Se acaban de reencontrar después de más de tres años sin verse y sin saber nada del otro. Un jueves de mayo del 2017, Nathalie Pierre vendía en el mercado binacional de la frontera de Belladère, entre Haití y República Dominicana, cuando entregó a su pequeño a un señor dominicano. La promesa de ofrecerle una vida digna en un hogar adoptivo terminó en pesadilla.

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“Cuidaba el ganado, me obligaban a hacer muchos trabajos. No querían enviarme a la escuela. Estaba en la miseria. No querían comprarme ropa y dormía en la cocina. Me sentía muy maltratado”, cuenta Stevens con la mirada gacha. Malvivió como criado para una familia de Santiago. Aprendió a hablar castellano, pero se niega a utilizarlo debido al trauma.

Stevens imaginó cada noche la manera de fugarse de esa prisión. Cada noche pensaba en “volver al regazo” de su madre, explica, pero si sus dueños se hubiesen enterado de que quería escapar, lo habrían detenido. Su situación alertó a un vecino que le ayudó a huir en motocicleta hasta la frontera.

Las autoridades lo hallaron en el mismo cruce del centro del país donde fue abandonado y lo llevaron con la fundación Zanmi Timoun, encargada de acoger a menores supervivientes de trata y reunirlos con sus familias. Tardaron un par de días en encontrar a la madre de Stevens en una remota comunidad, Capemte, a media hora en coche hacia los arrabales de Belladère. Luego, el par de voluntarios y el niño caminaron más de una hora por un sendero que atraviesa marchitas bananeras labradas por bueyes. Las viviendas de hormigón y varillas desnudas dan paso a chabolas de madera y adobe.

Los obligan a prostituirse, mendigar, y ahora hemos detectado que también para luchar en combates clandestinos

Junior Noisette, trabajador de Zanmi Timoun

“Hice lo mejor para llevar a mis hijos a la escuela, pero tenía muchos problemas. No tenía nada para alimentarlos y estuve resignada a entregarlos”, justifica Nathalie. Meses antes de despedirse de Stevens, ya había regalado a su hijo mayor, del que todavía no ha sabido nada. La ama de casa de 28 años tuvo que dejar la venta ambulante para cuidar a su marido, enfermo del riñón e incapacitado para trabajar en la cosecha. Comen lo poco que crece en su terraplén. El matrimonio y sus otros cuatro hijos habitan en un cuchitril de unos 15 metros cuadrados de tablones y techo de latón.

Jornaleros, mendigos… y luchadores clandestinos

La extrema pobreza que azota a una cuarta parte de la población haitiana empuja a miles de familias a abandonar a sus hijos. Una cuarta parte de los cuatro millones de menores en Haití no viven con sus padres biológicos y más de 50.000 cruzan al año ―150 a diario― a República Dominicana, según estimaciones oficiales.

“Allí los obligan a todo tipo de trabajos: prostitución, como lustrabotas, en el campo, mendigando por las calles y recientemente hemos detectado que están siendo utilizados para luchar en combates callejeros con apuestas en Dajabón (ciudad fronteriza dominicana) y en zonas de la costa”, señala Junior Noisette, trabajador de Zanmi Timoun. Han recibido al menos una docena de chicos “con heridas en la cara”, quienes relataron que les habían forzado a pelear por dinero y algunos detallaron que las luchas tenían lugar en la playa. Esta nueva práctica de explotación infantil fue confirmada por la Fundación Lumos y la red Jano Siksé.

Noisette recorre el paso oficial y las trochas ilegales de Belladère, por donde calcula que cruzan de 50 a 100 infantes a diario. En agosto interceptaron a una pareja con seis niños de tres a nueve años sin ninguna relación de parentesco. Las familias biológicas admitieron haber pagado a los tratantes de 100 a 200 euros, bajo la promesa de llevarlos a un buen hogar adoptivo.

El fatal mercado fronterizo

Un gentío con enormes bultos en la cabeza, carretillas que se abren paso a empujones y vehículos motorizados repletos de plátanos y sillas abarrotan cada lunes y jueves el paso fronterizo de Ouanaminthe, en el norte del país. Son los días del mercado binacional. A las puertas del puente del río Massacre, varios agentes haitianos (Polifront) blanden sus látigos y ramas para intimidar a la muchedumbre o los sacuden en sus pantorrillas. En el bullicioso trasiego resulta muy complicado identificar a contrabandistas o a menores no acompañados. Pese a ello, la Policía halló a dos hermanos abandonados esa mañana del 3 de noviembre, después de que su traficante saliese corriendo al toparse con los patrulleros. El niño de unos seis años y la niña de cuatro aguardan en las oficinas del Instituto de Bienestar Social (IBESR), que rechaza conceder una entrevista solicitada durante un mes.

Los militares dominicanos cobran de 500 a 2.000 pesos (7 a 30 euros) por dejar pasar a traficantes de niños

Sylvestre Fils, director del Observatorio de Trata

Algunos niños deambulan de aquí para allá vendiendo dulces o limpiando zapatos. Un grupo de adolescentes en minifalda y top coquetea con los agentes para evitar hacer la interminable hilera de medio kilómetro. Un joven con un niño también se salta la fila y atraviesa el portón tras un leve saludo de cabeza a un soldado dominicano, ataviado con casco de combate y fusil.

Ninguna autoridad solicita documentación a los viandantes. “No hay ningún control migratorio, por tanto, ninguna posibilidad ni intención de combatir el tráfico infantil o cualquier forma de trata”, asegura Sylvestre Fils, director del Observatorio de la Migración y la Trata Transfronteriza, creado hace un año como respuesta a la negligencia de ambos países.

Los observadores se mimetizan entre el vaivén de los comerciantes. Han detectado el cobro de sobornos por parte de las Fuerzas Armadas dominicanas para hacer la vista gorda tanto en el cruce de mercancías como de seres humanos. “Los militares no son muy exigentes, piden 500, 1.000, 2.000 pesos (de siete a 30 euros). Depende de la cantidad de personas que lleve el traficante, pero no hay un monto fijo, es algo muy informal. La red de tráfico funciona permanentemente, por lo que ellos (los contrabandistas) desarrollan una relación con los militares”, asegura Fils.

Explotadas para el turismo sexual

Por esa turbia frontera, un lunes, ingresó Rachel Saint-Jean. Tiene 15 años. Cuando era niña sus padres la abandonaron y creció en las calles de Cabo Haitiano (norte), donde subsistía con algunas amigas. Su novio la convenció para enviarla a estudiar al país vecino, porque en Haití ya no podía permitirse pagar la Secundaria. Le organizó el viaje para verse con el traficante en Dajabón, ciudad limítrofe con Ouanaminthe.

“El señor [traficante] me llevó a su casa, pero estaba llena de gente. Entonces me mudaron a casa de una mujer con otras chicas. Ella solo quería escogerme hombres para que tuviese una historia de amor y me fuese a sus casas”, relata la adolescente, que todavía usa una cadena, regalo del novio que, al parecer, la vendió a una red de explotación sexual.

—¿Los hombres que te escogían eran blancos?

—Sí, blancos.

Rachel llegó hasta Santiago y de ahí hacia algún punto de la costa norte, una zona turística, por lo que probablemente esos clientes “blancos” eran extranjeros. En las principales avenidas de los destinos más concurridos es habitual encontrar mujeres haitianas, algunas menores, ofreciendo sus servicios por menos de 10 euros.

“Fuimos [con el traficante] a una fiesta juntos y me puse muy ebria. No sé cómo, no recuerdo qué sucedió. Cuando me levanté… [hace una larga pausa] Vi que se había servido él mismo”, dice literalmente Rachel para referirse al abuso sexual. Después de cuatro meses secuestrada logró escapar, o bien, la soltaron por su férrea resistencia a intimar con desconocidos: “No estaba de acuerdo, yo solo quería ir a la escuela. El señor me dijo que me dejaría en la calle si no aceptaba”.

Sin capacidad para combatir la trata

Tras regresar a la frontera de Ouanaminthe, el IBESR trasladó a Rachel al albergue de la congregación San Juan Evangelista, que cada año acoge a medio millar de niños y niñas supervivientes de trata. Su directora, la colombiana Alexandra Bonilla, aterrizó en esos confines de Haití tras el terremoto de enero del 2010. A los pocos días de la catástrofe, la detención de una decena de baptistas estadounidenses que intentaban llevarse a 33 infantes de Puerto Príncipe encendió las alarmas. El entonces primer ministro, Jean-Max Bellerive, aseveró que el tráfico infantil era “uno de los mayores problemas” y reconoció la existencia de “tráfico de órganos para niños”.

La hermana Bonilla levantó en esta década un espacioso centro transitorio, prueba de que el inhumano contrabando persiste. “Desde que estoy aquí no he visto que se haya reducido el tráfico de niños. Se mantiene igual o incluso ha aumentado. (…) El Gobierno no tienen los recursos para atajar este problema y sus causas”, lamenta la monja.

Encabezaremos las adopciones para evitar excesos como la pedofilia y el tráfico de órganos

Arielle Villedrouin, directora del IBESR

En 2016, Haití era el octavo país del mundo con mayor índice de esclavitud moderna, sobre todo debido a la enorme trata humana. En el último lustro, se han dado algunos pasos para la persecución del delito y la capacitación de funcionarios fronterizos, como evalúa el Departamento de Estado norteamericano en su último informe anual. Sin embargo, subraya que “el Gobierno no asignó fondos suficientes y no implementó procedimientos para la identificación de víctimas”.

En la práctica, parte de los funcionarios del IBESR mantienen una huelga desde hace tiempo, mientras que la creación del Comité Nacional de Lucha contra la Trata de Personas (CNLTP) se quedó en eso, en el nombre, completamente disfuncional sin presupuesto ni oficinas.

Los orfanatos, primer eslabón del tráfico infantil

El desamparo institucional ha favorecido la consolidación de un vasto entramado de orfanatos que operan como captadores de infantes. Tan solo 50 de los 750 de estos centros cuentan con licencia para funcionar, según datos oficiales. Un 80% de los más de 32.000 internados no son huérfanos. Para Bonilla, “la mayoría son un negocio y tienen a los niños para atraer donaciones a beneficio de los propietarios”.

Tras el terremoto del 2010, el número de orfanatos se duplicó y, pese a que el Gobierno ha clausurado 150, se siguen abriendo a un ritmo superior, motivados por el ingente lucro que generan. Tan solo un tercio de estas guarderías en Haití recibe unos 60 millones de euros anuales en donaciones, revela un informe de la Fundación Lumos. En contraste, el IBESR, ente nacional para la protección de la infancia, cuenta con un presupuesto de menos de un millón.

El centro Sourire d’Amour es una pocilga. En la entrada hay varios niños de tres a seis años sin pantalones, cubiertos de polvo, sin nada que hacer ni jugar. Las colchonetas de las literas están mugrientas y, muchas, rajadas. Ni hablar de una sábana. Las puertas de los armarios destartaladas dejan ver unas pocas prendas de ropa, seguro insuficientes para los 15 huérfanos. La cochambrosa cocina tan solo cuenta con un asador de carbón y sus estantes están vacíos, al igual que una jaula para guardar la comida. Las empleadas aseguran que la despensa se encuentra almacenada bajo llave en una habitación, pero rehúsan mostrarla.

Su propietaria, Inesse Joseph, pastora de una iglesia con el mismo nombre del orfanato, estuvo envuelta en un escándalo en 2007, cuando arrebató de sus familias a 47 chiquillos de comunidades rurales al extremo oeste del país, con la expectativa de que serían adoptados por extranjeros. “¡Demasiadas personas se enriquecen de los pobres! ¡Los encontramos en un estado terrible! ¡Debemos dejar de vender niños!”, vociferó desencajado un representante de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), instantes después del rescate de los pequeños, de dos a siete años, a quienes tuvieron que llevar al hospital por su deteriorado estado de salud.

El orfanato sigue funcionando sin acreditación a la salida de Pétion-Ville, el barrio menos desdichado de Puerto Príncipe. En ese mismo distrito, en febrero del pasado año, murieron 15 niños y niñas en el incendio de un orfanato, también irregular, gestionado por un grupo de estadounidenses miembros de la Iglesia de la Comprensión Bíblica, que nos niegan el ingreso a otro de sus centros. El fuego se produjo por alguna de las velas que se usaban para iluminarse, debido a la carencia de electricidad. Las instalaciones no cumplían con los estándares básicos. “Estaban realmente muy descuidadas (…) Todo lo que vemos son niños viviendo como animales”, destacó la jueza del caso sobre un panorama que, a tenor de las imágenes, se asemeja bastante al Sourire d’Amour.

Además, en muchos de los internados “sufren violencia” y en algunos casos “abusos sexuales y muertes evitables”, según el estudio de Lumos, cuya conclusión es que los orfanatos actúan como tratantes. A fin de restringir el tráfico transfronterizo por parte de estos centros, la administración haitiana endureció los requisitos para la tramitación de adopciones. “Encabezaremos los procesos (de adopción), lo que evita algunos excesos, porque se ha hablado de pedofilia y tráfico de órganos”, mencionó la directora del IBESR, Arielle Jeanty Villedrouin a comienzos del pasado año.

Impunidad criminal

Por la porosa frontera de 370 kilómetros que divide La Española se contrabandean desde animales hasta drogas y armas. Alexis Alphonse camina a diario más de una hora por un prado de Ferrier, a las afueras de Ouanaminthe, para sentarse toda la mañana bajo un sauce próximo al arroyo que separa a Haití de República Dominicana. Tan solo una piedra amarilla indica que se trata de una frontera.

Algunos transeúntes se arremangan los pantalones para vadear el riachuelo sin mojarse. Alexis los anota con una rayita sobre un portapapeles, testigo de dos décadas de cruces irregulares registrados para la Red Fronteriza Janó Siksé, desplegada en decenas de puntos a ambos márgenes.

Los traficantes son el tercer grupo más rico del país

Alexis Alphonse, coordinador Red Fronteriza Jano Siksé

“Los pequeños traficantes pasan por aquí, con niños, sin preocupación. Cuando los paro, incluso se identifican como traficantes. Desconocen que están cometiendo un crimen, que hay una ley que los puede meter en la cárcel”, exclama. Los contrabandistas son a veces familiares de la víctima o conocidos de la comunidad, donde a menudo son vistos como salvadores por, teóricamente, sacar a sus hijos de la penuria. Se considera como otro empleo cualquiera, aunque “los tratantes conforman el tercer grupo más rico del país”, según Alphonse.

Haití tardó hasta 2014 para aprobar una ley contra la trata humana, que prevé sanciones de hasta 15 años de cárcel y 14.000 euros de multa. No obstante, la Patrulla Fronteriza (Polifront) apenas detuvo a 51 individuos sospechosos en 31 casos de tráfico desde abril del 2019 hasta el mismo mes del pasado año, según el informe de Washington. Ningún expediente llegó a condena. La justicia haitiana solo ha sentenciado seis casos en 2019 y uno en 2017.

La persecución de la trata infantil tampoco mejora en la otra mitad de la isla. La Fiscalía dominicana aumentó las investigaciones respecto a años anteriores, pero redujo considerablemente las sentencias. Tan solo condenó a cinco acusados. La escasa judicialización se debe en gran medida a la complicidad de las autoridades en las redes de trata, desde funcionarios de la Fiscalía hasta policías, como enfatiza el Departamento de Estado norteamericano, que rebajó la calificación de República Dominicana al nivel de Haití.

Servidumbre, la extendida forma de esclavitud infantil

Los coloridos atuendos escolares, que por las tardes inundan alegres las polvorientas calles, disfrazan la desgracia para uno de cada 15 pequeños. Alrededor de 407.000 niños y sobre todo niñas laboran como empleadas domésticas. Unos 286.000 tienen menos de 15 años.

Los “niños sirvientes” son conocidos como restavek (quedarse con) y suelen provenir de familias humildes de zonas rurales, vendidos o entregados a hogares con mayor poder adquisitivo. En su mayoría no reciben retribución y soportan condiciones inhumanas y maltratos, tal y como denuncia Unicef, que tacha esta práctica como una forma de esclavitud moderna, socialmente tolerada en Haití.

Fue otra de las alternativas que Nathalie se planteó ante la imposibilidad de cuidar a Stevens. “Pensé en dárselo a alguna vecina que lo pudiese mantener, pero aquí somos todos muy pobres. Además, aquí hubiese pasado las mismas dificultades, siempre se cree que con los españoles [como llaman a menudo a los dominicanos] tendrán mejor vida”. Nada más lejos de la realidad.

Haití registra unas 59.000 personas viviendo como esclavas y República Dominicana, 42.000; ambos entre los tres países de Latinoamérica con mayor tasa de esclavitud, solo por detrás de Venezuela, según el Global Slavery Index de 2018, que estima en un 70% la población haitiana en riesgo de sufrir esclavitud.

El primer país de América Latina en independizarse, gracias a la única revuelta de esclavos exitosa en la historia humana, padece todavía los estragos de una multimillonaria multa impuesta por Francia por haber perdido su perla del Caribe, sumado al prolongado bloqueo diplomático y comercial del resto aplicado por el resto de naciones como escarmiento. Haití jamás se repuso del saqueo colonial y del alto precio por su libertad.

“¿Qué otra opción tenía?”, se pregunta a menudo Nathalie. ¿Qué otra opción tenía si quería dar de comer a Stevens y a sus otros cuatro hijos en un país donde la mitad de menores sufre malnutrición? ¿Qué otra opción tenía para que su hijo siguiese estudiando, si apenas dos de cada diez adolescentes pueden cursar Secundaria?

En el lugar más pobre del hemisferio occidental la salvación pasa por arriesgar la vida al azar. El abismo en Haití está a 15 pasos, los que tardó Nathalie en perder de vista a Stevens hace tres años. “Cuando se marchó, cayeron lágrimas de mis ojos. Me arrepentí de inmediato, pero me quedé paralizada. Cuando volví a reaccionar, ya era tarde, había desaparecido entre la muchedumbre. Pensé que jamás lo volvería a ver”. No puede dejar de achuchar a su pequeño para creérselo. 15 pasos entre el milagro y el infierno.

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