En la aldea albanesa de Fushe Kruje, hay una estatua de George W. Bush. La capital de Macedonia del Norte (Skopje) tiene una sede gubernamental sospechosamente parecida a la Casa Blanca, y la de Kosovo (Prístina), una estatua de Bill Clinton, un busto de Madeleine Albright ―la secretaria de Estado de EE UU que presionó para bombardear Serbia en 1999― y hasta una tienda de moda bautizada Hillary, con ropa que imita el estilo de Hillary Clinton. Los kosovares, algunos de los cuales llevan por nombre Klinton o Hillari, suelen definirse como “los más proestadounidenses del mundo”.
Quizás no sorprenda, por ello, que el pasado agosto, cuando Washington pidió ayuda a sus socios para evacuar civiles de Afganistán contrarreloj, estos tres relativamente pequeños y pobres países fueran los primeros de Europa en postularse como escala para los refugiados. “Sin duda ni condición alguna”, escribió la presidenta Kosovar, Vjosa Osmani, al anunciarlo en su cuenta de Facebook.
Albania es, de hecho, el país del mundo que más afganos (4.000) ha aceptado acoger temporalmente hasta que partan a su destino final, principalmente Estados Unidos. Allí esperan los visados en residencias de estudiantes en Tirana o en hoteles en la costa adriática.
Casi tres veces menor, Kosovo, la exprovincia serbia cuya declaración de independencia en 2008 reconocen aproximadamente la mitad de países de Naciones Unidas, aceptó dar cabida a hasta 2.000 durante un máximo de un año. Amnistía Internacional ha criticado la opacidad en torno a su situación en Camp Bondsteel, la mayor base militar de Estados Unidos en la región. No está claro si pueden moverse libremente ni qué sucederá con quienes no superen el nuevo chequeo de seguridad al que son sometidos los que despertaron dudas en el primero. Macedonia del Norte, por su parte, se compromete a acoger a 780 afganos.
La velocidad y alcance de estas respuestas son las muestras más recientes de la clara orientación prooccidental de Albania, Kosovo y Macedonia del Norte, que conceden enorme importancia a la alianza con EE UU —pese a ser una potencia en aparente declive— y a una organización estratégicamente en horas bajas como la OTAN. Albania ingresó en la Alianza Atlántica en 2009 y Macedonia del Norte, el año pasado (Grecia levantó su veto cuando la provisionalmente llamada Antigua República Yugoslava de Macedonia aceptó dolorosamente cambiar su nombre). También Kosovo aspira a integrarla, pero no puede porque cuatro de sus miembros, entre ellos España, no lo reconocen como Estado.
Con la otra gran potencia occidental, la UE, más pendiente de sus costuras que de crecer y el horizonte de ingreso en la Unión lleno de nubarrones (el inicio de las negociaciones de adhesión de Tirana y Skopje está paralizado y Kosovo solo es candidato potencial), los gestos de lealtad con el amigo americano cobran aún más sentido. En el caso macedonio, se trata de “mostrar a Estados Unidos que aún es el aliado fiable que viene siendo desde hace mucho, independientemente de quien esté en el poder en uno u otro país”, señala por correo electrónico Marko Pankovski, investigador del Instituto para la Democracia Societas Civilis de Skopje. “Considerando sus limitados recursos para demostrar su valor como socio, la rápida reacción y el apoyo incondicional durante la crisis afgana eran una oportunidad para el Gobierno de hacer hincapié en que ‘un amigo en tiempos de necesidad es un verdadero amigo’. No requería grandes recursos materiales, solo voluntad política”, agrega.
En una entrevista con este periódico el mes pasado, el primer ministro de Albania, Edi Rama, definió la acogida de afganos como una mezcla de compromiso con la Alianza Atlántica y empatía hacia quienes escapan de los talibanes: “No podemos cambiar el destino de ninguna guerra en la que participe la OTAN porque, en términos militares, nuestra contribución es muy modesta, pero sí mantenernos firmes en lo relativo a los valores que representa. Nosotros éramos los afganos hace 30 años. No escapábamos de un régimen fundamentalista islámico, sino de un Gobierno fundamentalista comunista. Y si hoy estamos en otro lugar es porque se nos ofreció ayuda y refugio. ¿Cómo podemos no hacer lo mismo dentro de nuestras posibilidades? Es verdad que somos los que más recibimos y los primeros en hacerlo, pero eso no muestra nada sobre nosotros, sino algo inquietante sobre los demás, más ricos y grandes”.
Los albaneses étnicos —mayoritarios en Albania y Kosovo y minoritarios en Macedonia del Norte— apoyan este enfoque con particular entusiasmo. Un sondeo del pasado abril del Instituto Nacional Democrático muestra que la valoración de Estados Unidos y de la OTAN entre los albanokosovares sigue altísima: 4,8 sobre cinco, ocho décimas más que la UE.
En Macedonia del Norte, el apoyo al ingreso en la Unión ha caído al 69% (del 80% en 2014), pero las opiniones sobre Washington y la Alianza Atlántica se mantienen estables. Mucho tiene que ver con la historia. Estados Unidos es, a la vez, el país que lideró el bombardeo de Serbia para frenar la limpieza étnica de albanokosovares, el gran valedor de la declaración de independencia kosovar, el símbolo de libertad para los albaneses bajo la brutal dictadura comunista de Enver Hoxha, el socio crucial para que Skopje y Tirana entrasen en la OTAN, un contrapeso en los Balcanes a la influencia de China y Rusia, aliadas de Serbia…
Esperanzas
La llegada de Joe Biden a la Casa Blanca hace un año alimentó en estos países la imagen de que Estados Unidos ganaría peso en la zona, después de la presidencia de Donald Trump, que solo dejó un acuerdo de escaso valor entre Serbia y Kosovo a cambio de que esta última se convirtiese en uno de los pocos países del mundo con Embajada en Jerusalén.
“Tienen la esperanza de que Washington se involucre más en la región”, señala Plator Avdiu, investigador en el Centro Kosovar de Estudios de Seguridad, con sede en Prístina. El motivo no es solo el giro en política exterior anunciado por Biden —“Estados Unidos ha vuelto y está listo para liderar el mundo”, afirmó el pasado noviembre—, sino también su especial vinculación con los Balcanes. Fue una de las voces más activas en la defensa de intervenir en Bosnia y en Kosovo, y ha visitado la zona en numerosas ocasiones, incluso ya como vicepresidente, cuando temía que la diplomacia de su país olvidase la región tras los atentados del 11-S.
“Los Balcanes no son estratégicamente secundarios”, dijo Biden en 2001 a sus compañeros en el Senado. También tiene un emotivo vínculo personal: Beau, su hijo fallecido de cáncer cerebral en 2015, trabajó en Kosovo como formador de jueces y fiscales. “Amaba este país como yo lo hago”, declaró un año después el hoy presidente, al asistir allí a la inauguración de una autopista con el nombre de su hijo. El pasado julio, la presidenta Osmani ―doctora en Derecho por la Universidad de Pittsburgh― concedió a Beau Biden una medalla a título póstumo.
Kosovo tiene un motivo adicional para mirar al otro lado del Atlántico. Aunque son cargos que no responden a intereses nacionales, ve con desconfianza que tanto el representante especial de la UE para el diálogo entre Belgrado y Prístina, Miroslav Lajcak, como el jefe de la diplomacia comunitaria, Josep Borrell, provengan de dos de los cinco países comunitarios que no lo reconocen como Estado: Eslovaquia y España, respectivamente. Avdiu apunta otro: “Hace poco más de dos décadas, Kosovo experimentó los mismos sentimientos [que los afganos] cuando sus refugiados fueron acogidos. No solo en los países vecinos, sino también en otros países europeos e incluso Estados Unidos”.
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