Las democracias occidentales viven en una época marcada por el profundo impacto de las fuerzas nacionalpopulistas, que han condicionado el devenir colectivo desde el poder o influenciado sensiblemente el debate público. La marea encarnada por esta familia política vivió una crecida impresionante en la segunda mitad de la década pasada. Los ciudadanos británicos empezaron el gran terremoto votando a favor del Brexit, otro mes de junio, el de 2016. Meses después, Donald Trump conquistó la Casa Blanca. Siguieron otros grandes éxitos. Las ultraderechas austriaca e italiana lograron volver al poder en sus respectivos Gobiernos como fuertes socios minoritarios y, en 2018, Jair Bolsonaro se alzó con la presidencia de Brasil. Hoy, significativamente, todos los protagonistas de ese gran auge se hallan fuera del poder o en grave dificultad.
Boris Johnson, gran abanderado del Brexit y símbolo de la deriva del otrora pragmático Partido Conservador británico, ha salido esta semana malherido de una moción de censura planteada por sus diputados en medio del escándalo de las fiestas celebradas en Downing Street durante los confinamientos. También esta semana, Trump, que perdió las presidenciales de 2020, observa el inicio de las sesiones públicas del comité parlamentario que investiga el asalto al Capitolio coincidente con esa derrota; y Bolsonaro, que afronta con sondeos desfavorables la campaña para la reelección, que se decidirá en octubre, tuvo que apechugar con la publicación, el miércoles, de nefastos datos sobre el incremento del hambre en Brasil, un retroceso de tres décadas. Mientras, Matteo Salvini y su partido, La Liga, languidecen en los sondeos lejos del apogeo de hace unos años y el FPÖ austriaco se halla en la oposición. Refuerza el cuadro la derrota de otro nacionalpopulista que estaba en el poder, el esloveno Janez Jansa, recientemente derrotado en las legislativas de su país.
Por supuesto, otros representantes de esta familia política —Fidesz en Hungría, el PiS en Polonia o Hermanos de Italia, por ejemplo― viven buenos momentos. Aunque las circunstancias desfavorables de varios protagonistas no significan el declive de la ideología, la bajada de la marea en su frente más prominente, sí expone rasgos problemáticos de este universo político: las debilidades en el ejercicio del poder, los complejos dilemas que un tiempo cada vez más global plantea para el discurso nacionalista y el desgaste que estas formaciones suponen para la democracia. La retirada de la marea deja el campo muy embarrado.
Dos consideraciones preliminares son oportunas para analizar un fenómeno complejo. Una, de carácter sustancial. “Es preciso subrayar, de entrada, que dentro de esa familia política la diferencia entre pequeños partidos de ultraderecha, que han ido adquiriendo fuerza con el tiempo, y partidos tradicionales de centroderecha, que han ido virando hacia posiciones nacionalpopulistas”, apunta Giovanni Capoccia, profesor de política comparada en la Universidad de Oxford que desarrolla actualmente un proyecto sobre democracia y extrema derecha.
La otra, de carácter temporal. “Si se observa el recorrido en el tiempo, un rasgo propio de estas formaciones es un alto nivel de fluctuación”, dice Daphne Halikiopoulou, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad de Reading y coautora del estudio Comprender el populismo de derechas y qué hacer al respecto (publicado por la fundación alemana Friedrich Ebert), que subraya la importancia de tener en cuenta esa perspectiva amplia. En ella, comenta, no solo deben usarse como medida de éxito los resultados electorales. “También es importante su posición e influencia en los sistemas políticos. Al margen de los altibajos, hay activos como su normalización o como la adopción de sus ideas por otros partidos”.
El desgaste en el poder
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En ese marco analítico, Beatriz Acha, profesora del departamento de Sociología y Trabajo Social de la Universidad del País Vasco y autora de Analizar el auge de la ultraderecha (Editorial Gedisa), apunta algunas vulnerabilidades que han quedado especialmente expuestas en el grupo de los radicales históricos venidos a más. “Algunas de estas formaciones sufren una falta de cuadros para gestionar eficazmente el ejercicio del poder. Por otra parte, el discurso rabiosamente antisistema, que enarbolan cuando están en la oposición, les expone a una contradicción de difícil gestión cuando alcanzan el poder y entran en el sistema. Además, tienden a ser partidos con hiperliderazgos muy marcados, lo que puede complicar el proceso de reposición cuando un dirigente resulta políticamente golpeado”, comenta.
Los partidos tradicionales que han virado hacia el nacionalpopulismo, como los republicanos y los tories, disponen, en cambio, de amplias canteras y experiencia. Sin embargo, liderazgos excéntricos también pueden hacerles pagar peajes que se habrían evitado con los habituales, por múltiples vías, bien elevando a puestos clave figuras no capacitadas, alejando de su entorno personalidades expertas, rompiendo praxis tradicionales y en general promoviendo una gran movilización en el bando contrario. Los Gobiernos de Trump y Johnson han acumulado escándalos de gran envergadura. El de Viktor Orbán, que acaba de conseguir una fuerte reválida, también. En su caso, el valor de excepción al reflujo de la marea populista viene cuestionado por el claro deterioro de la democracia húngara bajo su mando, que altera los procesos, y que indujo a la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) a no declarar justas las elecciones. Por tanto, es una excepción bastante relativa a la pauta marcada por los otros casos mencionados.
El dilema en la era global
Otra cuestión de gran relieve es el encaje político de estos grupos en una época marcada por la guerra de Rusia en Ucrania y por desafíos de envergadura global. En el primer caso, las pasadas simpatías de muchas —aunque no todas— formaciones de esta familia política respecto a Vladímir Putin representan un lastre. “El tema de la guerra es terriblemente incómodo para ellos. Pero tengo dudas acerca de qué impacto real puede tener en los sectores que comulgan con el resto de sus ideas. Creo que no muchos les retirarían su apoyo por esta cuestión”, dice Acha.
Capoccia coincide en esta observación, aunque aporta una matización: probablemente no haya impacto en las bases tradicionales o en ciertos sectores sociales, pero este elemento sí puede representar un freno para la expansión hacia otras áreas. El FPÖ austriaco cayó en desgracia precisamente por un escándalo vinculado con Rusia ―antes de la invasión― y Salvini está en grave dificultad por toda la cuestión rusa. La semana pasada un intento de viaje a Moscú causó bochorno y una fuerte polémica en su partido.
Sin embargo, el asunto no pareció afectar a Marine Le Pen en las presidenciales francesas de mayo. Acha observa que, si bien hay un problema vinculado a las pasadas simpatías con Putin, este es más bien difuso y, en cambio, la crisis concretísima del coste de la vida es una poderosa arma arrojadiza que estas formaciones pueden utilizar desde la oposición.
Al margen de la cuestión rusa, la política internacional presenta un problema de fondo al que prácticamente todas estas formaciones se enfrentan con un gran dilema, y que señala Capoccia. “El dilema para ellos es si, hasta qué punto, jugar la carta del nacionalismo en una situación marcada por desafíos globales como los actuales”. Hasta ahora, les ha funcionado bien la idea del nacionalismo como respuesta a problemas que venían de la globalización. Pero ahora, en marcos como la UE o la OTAN, quedan muy evidentes las ventajas de la integración. “Jugar la carta nacionalista es arriesgado en este contexto. Pero alejarse de ahí supone cortar con las raíces”, dice el profesor. Un ejemplo es la propuesta de Le Pen de retirar a Francia del mando integrado de la OTAN. ¿Hasta qué punto seguir en ese tipo de sendas? ¿Cómo alejarse de ellas?
La erosión democrática
Otro aspecto que queda en evidencia en esta fase de dificultad ―tras el auge de la extrema derecha populista de los últimos años― es el profundo desgaste democrático que estas experiencias entrañan. No solo en la dimensión interna, con el ejercicio del poder, con medidas como mínimo polarizadoras y a menudo consideradas por opositores, órganos judiciales u organizaciones internacionales como lesivas del tejido democrático; sino también en una toxicidad que se extiende en el tiempo. Similar a la que propaga Trump después de la derrota, con su insistencia en la deslegitimación de las elecciones de 2020; o como el caso del británico Boris Johnson, que se dispone este lunes a dar luz verde al abandono unilateral de partes del Protocolo sobre Irlanda del Norte que él mismo firmó con la UE. Un terremoto con sabor a diversivo, para distraer de otros problemas. El daño es grave, no solo al funcionamiento democrático en sí mismo, sino a la confianza ciudadana en la democracia. Un reciente estudio de la London School of Economics señala un declive de la satisfacción con la democracia de votantes de otros partidos en coincidencia con el protagonismo de las formaciones de ultraderecha. El estudio se realizó entre votantes de Reino Unido y de Alemania.
Varios de los grandes protagonistas del nacionalpopulismo afrontan horas difíciles. Y casi todos sus representantes encaran graves dilemas. Pero absolutamente nada excluye que pronto llegue otra gran crecida de esa marea.
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