En los días del confinamiento extremo, mi marido era uno de esos señores que con la excusa del perro bajaban más de tres veces al día a estirar las piernas. Dicen que los perros adelgazaron. Mi perra no, ella es una de esas gordis que van a su ritmo, compañeras ideales de los paseadores canosos. Con el chaquetón heredado de mi padre y los andares heredados del suyo, mi marido, visto desde el balcón, era uno de esos caminantes lentos, reflexivos, no tanto como para pararse a mirar una obra, pero sí de los que andan alerta para captar el devenir del mundo. Camina con conciencia plena, una actitud que va perdiendo adeptos cada día que pasa. Una de las noches fantasmales del confinamiento bajó a la perra y tardaba tanto en subir que a punto estuve de echarme a la calle. Al fin, la puerta de casa se abrió y apareció él como derrotado, como empequeñecido. El rostro se le estaba empezando a hinchar, llevaba las gafas rotas y torcidas, el gesto desencajado. Lo primero que pensé es que le habían agredido, pero en las calles de aquellos días no había ni agresores de guardia. Se había tropezado en el desastroso pavimento de Felipe II y había pasado unos segundos tomando conciencia del golpe, temeroso, con esa sensación tan inquietante de que algo en el cerebro se te ha movido. La perrilla, siempre a su lado. A partir de cierta edad el susto de una mala caída nos hace tomar conciencia de que uno se puede romper, además de los temores que inevitablemente asaltan: ¿qué me hubiera ocurrido de haber perdido la conciencia?
En aquellos días, aparecían fotos de gente tirada en el suelo a la que nadie socorría. Nosotros solemos achacar esa indiferencia a seres de países remotos, nos tenemos por buenos samaritanos, pero la muerte en una calle del centro de París del gran fotógrafo René Robert nos hizo preguntarnos si seríamos capaces de actuar con ese nivel de indiferencia. En mi barrio, como en el de usted, hay gente que duerme en la calle: cada mendigo tiene su rincón, hay una pareja que durante el día vagabundea con sus posesiones de un lado a otro; un hombre que vive en un banco y que estudia, subraya y apunta, como si estuviera estudiando una carrera; más allá, el grupo de rumanos que se agolpan unos contra otros a falta del calor de una lumbre y un tipo vestido de ciclista que por el día proyecta humo y frases indignadas al aire y por la noche se esconde en sus cartones. Nos son familiares. Una quiere pensar que si viera a un anciano desconocido tirado en medio de la calle consideraría que ha sufrido un accidente, es tranquilizador imaginar que tú sí te acercarías, tratarías de reanimarlo, te ocuparías de llamar a una ambulancia. Pero si hay algo que estamos perdiendo en este metaverso idiota en el que ya nos sumen las burbujas digitales es la capacidad de andar por la calle prestando atención. Vamos esquivándonos unos a otros, intuimos la presencia de alguien y algo en nuestro cerebro nos avisa para esquivar al prójimo en el último momento; hay veces que no, y nos chocamos de la manera más boba; chequeamos el móvil en los semáforos, chateamos en las aceras; mantenemos reuniones de trabajo en plena calle; gesticulamos como antes lo hacían los trastornados; nos sumergimos en mil fantasías gracias a una música que nos lleva a ignorar el sonido de la calle; creemos que caminamos, pero no, lo único que hacemos es dar pasos sin conciencia del espacio que recorremos; cuando esperamos a alguien rellenamos el tiempo sumergidos en esa pantallita infinita que nos abduce. Los minutos vuelan sin apenas sentirlos y eso, paradójicamente, nos parece una ventaja. Estamos felices de perder la única vida que tenemos. No distinguimos entre el concepto de intimidad y el de espacio público: podemos ir gritando a los cuatro vientos el amor y la infidelidad, aireando los logros y los rencores como si una burbuja nos protegiera. Como siempre, los americanos lo inventaron antes, mucho antes de que existieran los móviles. Yo percibía en aquellos años que viví allí ese orgulloso individualismo frente a nuestra cultura gregaria. Pero la vida digital ha uniformado nuestro comportamiento. Es revelador que la única persona que asistió al viejo fotógrafo Robert fuera un mendigo. Un mendigo que aún conservaba la capacidad de observar. Vio a aquel anciano tirado, rígido, y pensó: “Tú no eres de los nuestros”.
Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete
Contenido exclusivo para suscriptores
Lee sin límites
Source link