Turquía hace encaje de bolillos para tratar de reconducir las relaciones con EE UU

Joe Biden, entonces vicepresidente de EE UU, recibe al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, en Washington en marzo de 2016.
Joe Biden, entonces vicepresidente de EE UU, recibe al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, en Washington en marzo de 2016.Joshua Roberts / Reuters

Cuatro meses tardó Joe Biden en cogerle el teléfono a Recep Tayyip Erdogan desde que se confirmó su elección como presidente de Estados Unidos, muestra del mal estado de las relaciones entre ambos países, antaño estrechos aliados. Finalmente, fue el estadounidense quien llamó a su homólogo turco, el pasado 23 de abril, para informarle de que al día siguiente reconocería como “genocidio” las matanzas de armenios a manos del Imperio otomano en 1915, algo que ningún mandatario estadounidense había hecho hasta ahora en deferencia a sus socios en Ankara. Para endulzar la mala noticia, Biden prometió a Erdogan que ambos se reunirían en privado el 14 de junio, durante la cumbre de la OTAN. En Turquía, aquejada por la crisis económica y cuyo Gobierno acumula escándalo tras escándalo, otorgan gran trascendencia a este encuentro con la esperanza de que sirva para reconducir las relaciones bilaterales y recuperar, así, cierta credibilidad internacional.

“La reunión de nuestro presidente será de una importancia crítica en todos los sentidos. Esperamos que dé resultados positivos”, afirmó el ministro de Exteriores turco, Mevlüt Çavusoglu en una entrevista emitida este jueves por la cadena estatal TRT1. Tal es el relieve de la reunión que incluso el mafioso Sedat Peker -inmerso en una espiral de acusaciones contra el Gobierno mediante vídeos en YouTube- ha pospuesto las revelaciones que tenía previsto hacer sobre Erdogan, según él, a petición de un cargo del partido gobernante que temía que nuevos escándalos debilitasen sus bazas negociadoras frente a Biden.

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Sobre la mesa de los dos líderes políticos hay toda una serie de temas que les separan: el apoyo estadounidense a las milicias kurdosirias que Ankara considera terroristas, el encarcelamiento de empleados de las legaciones diplomáticas de EE UU en Turquía, la sentencia pendiente contra un banco turco utilizado para burlar el embargo estadounidense sobre Irán, las apuestas de política exterior… Pero la cuestión más candente es el sistema de misiles antiaéreos S-400 de fabricación rusa que Ankara adquirió a Moscú en 2019 y que sus socios en la OTAN consideran que puede poner en peligro la estrategia defensiva de la Alianza. Esta adquisición ha llevado a Washington a expulsar a Turquía de la fabricación conjunta de los nuevos modelos del caza F-35 -con los que el Ejército turco pretendía renovar su flota aérea- y a imponer sanciones a la industria militar turca, que podría ampliar si Ankara “no cesa la propiedad” del sistema ruso.

La diplomacia turca ha barajado varias soluciones para contentar a EE UU. Anteriormente se había hablado de ceder los S-400 a algún cercano aliado turco como Azerbaiyán o Qatar, pero, según escriben el exmilitar Metin Gurcan y el analista Sinan Ulgen en sendos artículos, la propuesta que presentará Erdogan a Biden pasa por instalar el sistema de misiles en la base turco-estadounidense de Incirlik, dejarlo bajo supervisión de EE UU y restringir su uso a “circunstancias excepcionales”. De hecho, Turquía ya ha anunciado que enviará de vuelta a casa a los técnicos rusos desplegados junto a los S-400 en Turquía.

El jefe de la diplomacia turca también aseguró que espera avanzar en la posibilidad de la compra de un sistema de defensa Patriot, de fabricación estadounidense, aunque hasta ahora el tema de la transferencia tecnológica -clave para Turquía, que busca desarrollar su industria autóctona- no había quedado resuelto. “Si Estados Unidos no nos garantiza los Patriot, podríamos conseguir un sistema de defensa antiaéreo de otros aliados”, afirmó Çavusoglu, en referencia a las conversaciones con la empresa italo-francesa Eurosam, que hasta ahora habían sido bloqueados por el Gobierno de París, enfrentado a Turquía en el Mediterráneo Oriental, pero con el que la tensión se ha suavizado en los últimos meses.

Desde la marcha de Donald Trump de la Casa Blanca -con quien Erdogan tenía contacto directo y amplia influencia- Turquía se ha encontrado con una Administración más exigente e incluso hostil: las televisiones turcas han repetido varias veces una entrevista en la que, antes de ser elegido candidato presidencial, Biden apostaba por “apoyar a la oposición turca” para “derrotar a Erdogan”, y varios dirigentes turcos, entre ellos el ministerio de Interior, mantienen públicamente que la anterior Administración demócrata -de la que Biden era vicepresidente- está detrás del intento de golpe de Estado de 2016.

En una entrevista televisada el pasado día 1 de junio, Erdogan reconoció que la relación con Biden “no ha sido fácil” y que “nunca se había experimentado tanta tensión” con un Gobierno de EE UU, ni siquiera durante el mandato de George W. Bush. Pero, aquejado por las dificultades internas y externas, el Ejecutivo turco ha hecho de tripas corazón y pretende aprovechar que Biden busca reforzar la unidad de la Alianza Atlántica frente a Rusia para enmendar las relaciones. Es consciente, además, de que Washington está buscando aliados alternativos en la zona, entre ellos Grecia.

Drones para los adversarios de Rusia

En este sentido, Turquía quiere hacerse valer en dos asuntos en particular. Se ha ofrecido para tomar bajo su cargo de la seguridad del aeropuerto de Kabul cuando EE UU abandone Afganistán en septiembre. Además, en los últimos meses, ha firmado acuerdos estratégicos con Ucrania, un país al que también ha vendido sus afamados drones, que han mostrado su eficacia precisamente contra los sistemas defensivos rusos en las guerras de Siria, Libia y Nagorno-Karabaj. Igualmente, Polonia se ha convertido en el primer país de la UE en adquirir estas aeronaves no pilotadas y Letonia ha dado señales de que podría ser el siguiente Estado comunitario en adquirir los drones Bayraktar TB2, diseñados por la empresa de uno de los yernos de Erdogan. Turquía también los ha ofrecido a Rumania que, junto a los anteriores dos países, son claves en la estrategia de la OTAN de contención frente a Rusia.

Estos avances han irritado al presidente ruso, Vladímir Putin, que hasta ahora aceptaba que Turquía tomase partido por bandos contrarios en diferentes conflictos siempre y cuando fuesen gestionados bilateralmente entre Moscú y Ankara. Los lazos entre ambos Gobiernos se han incrementado en el último lustro en todos los campos (desde el militar al energético), e igualmente lo ha hecho la dependencia turca de Rusia y de ahí el malestar del Kremlin. El ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, advirtió a Ankara de que “deje de echar leña al fuego de los sentimientos militaristas de Kiev” y la portavoz de su oficina advirtió de que Rusia no querría tener que “inmiscuirse en la política interna” de Turquía.

Alegando la pandemia de la covid-19, Moscú ha suspendido los vuelos a Turquía, un duro golpe para el sector turístico turco. “Las relaciones del presidente Erdogan con Putin no son como solían ser en los últimos años. Los vientos han cambiado desde la crisis ucrania. Cuando, el 31 de mayo, Putin extendió las restricciones de vuelos durante un mes más, la esperanza turca de reducir su déficit por cuenta corriente gracias al turismo ruso (y alemán) quedó dañada, y las cosas cambiaron aún más”, escribe en analista Murat Yetkin, quien considera que actualmente, “el objetivo más cercano de la política exterior turca es que la reunión [con Biden] vaya bien”.

Sin embargo, como muestra de ese intento turco de navegar entre dos aguas sin terminar de decantarse por un aliado u otro, los representantes turcos presionaron recientemente para moderar un comunicado de la OTAN que condenaba al régimen de Bielorrusia (aliado de Moscú) tras forzar el aterrizaje de un avión civil para capturar a un disidente y otro contra los ciberataques rusos a instalaciones de EE UU.


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