Escribo estas líneas desde esa zona de intensas turbulencias en la que nos internamos el 24 de febrero, cuando Rusia invadió Ucrania. Es el momento en el que la tempestad ha engullido a Europa y en el que tememos lo peor, sin saber todavía cómo acabará esta travesía. Las vidas segadas por la guerra de Rusia contra Ucrania se cuentan ya por miles. Son vidas de uno y otro lado, de soldados de aspecto aniñado que ni siquiera recuerdan los nombres de sus jefes ni saben explicar por qué han sido enviados a castigar a sus vecinos, son vidas de los ucranios que defienden valientemente su país ante un enemigo que los supera ampliamente en equipamiento bélico.
Aparte de los muertos, civiles y militares, muchos de los heridos quedarán convertidos en lisiados y la destrucción del patrimonio urbano, histórico y de la infraestructura económica de Ucrania es inmensa. Y eso si a Vladímir Putin, presidente y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de un país de patriotismo enfermo, no se le ocurre apretar el botón nuclear, por amor propio, por arrogancia o por fanática convicción.
Es difícil concentrarse en escribir sabiendo que tus amigos, algunos ya entrados en años, están en un búnker protegiéndose de los misiles que han alcanzado ya el centro de Járkov, esa creativa y dinámica ciudad poseedora de los mejores monumentos del constructivismo europeo. Es difícil escribir cuando tus amigos de Ucrania están ya en el frente o se empeñan en participar en la defensa territorial, a pesar de sus achaques y sus kilos de más. Duele pensar que otros de los que te fueron próximos en Rusia son hoy cómplices conscientes de esta perversión y quisieras preguntarles si participan en esta locura por sus convicciones, por hacer carrera o por las amenazas recibidas por parte de sus jefes y controladores. Si salimos de esta, habrá que trabajar para que la sociedad rusa y sus dirigentes entiendan que ser patriota de su país no significa renunciar al sentido común para subordinarse como siervos a la voluntad de un déspota que genera muerte y destrucción y los lleva a ellos mismos al abismo.
Desde el 24 de febrero vivimos en una época histórica nueva, donde el fanatismo del líder de una de las dos grandes potencias nucleares ha adquirido un papel global y donde la política parece basada en cuatro cuestionables postulados ideológicos: “Tenemos siempre la razón, llevamos siempre la paz, no hemos iniciado nunca una guerra y hemos sufrido más que nadie en ellas”. En la Unión Soviética, las armas nucleares se insertaban en un sistema de contrapesos internos que actuaba como garantía contra un uso irracional de ellas. Cuando concluyó la Guerra Fría, Rusia y Occidente, por errores y desencuentros de ambos, fracasaron en el intento de encontrar un acomodo armónico en el mundo postsoviético. Ahora, la búsqueda de un modelo de seguridad estable depende de un desenlace que, a su vez, depende de la psicología de Putin y, en caso de que este decidiera apretar el botón nuclear, también del papel asignado al sector más sofisticado de las Fuerzas Armadas rusas (conscientes de cómo es el mundo moderno y de las apuestas en juego) en el mecanismo concreto (y secreto) de la activación de estas armas. “¡Hay que conseguir que se produzca un golpe de Estado en Rusia!”, grita Slava desde el pueblo cercano a Járkov donde se ha sumado a la resistencia. “Las sanciones duras sobre los oligarcas rusos y los amigos de Putin harán que estos presionen sobre los militares”, afirma este pequeño empresario, que expresa una esperanza hasta ahora poco fundamentada, porque el Ejército ruso no es golpista. No obstante, cuando la actuación de los políticos no les gusta, los militares pueden influir en el desarrollo de los acontecimientos mediante la “resistencia pasiva”, como en 1991, cuando no se sumaron al golpe de Estado (coprotagonizado por el ministro de Defensa, Dmitri Yázov), para salvar a la URSS.
Mientras cruzamos la zona de turbulencias, la Rusia que a principios de este siglo aspiraba a ser un país europeo moderno ha izado la bandera de una patética cruzada contra el “imperio del mal”. Y los indicios del estado de ánimo del presidente ruso a lo largo de los años encajan como piezas en un puzle siniestro. En octubre de 2018, en un seminario en la costa del mar Negro, Putin se jactaba de la superioridad militar que su país había adquirido gracias a sus “armas modernas”, de “alta tecnología”, de “alta precisión y ultrasonido”. Insistía el líder en que solo haría un uso preventivo del arma nuclear frente a una “agresión” a su “territorio”, pero dada su gran capacidad dialéctica para presentar sus ataques como actos de supuesta defensa, sus palabras no resultaban tranquilizadoras. “El agresor debe saber que la venganza es inevitable y que será aniquilado. Y nosotros, víctimas de la agresión, iremos al paraíso y ellos simplemente la diñarán, porque no tendrán tiempo de arrepentirse siquiera”, afirmó entonces. Hoy nadie está seguro de qué pasa por la cabeza de este ser no acostumbrado a que le lleven la contraria. “Puede que Putin esté loco, pero no sería presidente de este país sin una sociedad que lo apoya y que es responsable de su ascenso”, afirma Vadim, un cultivado ruso que abandonó la URSS en 1991 y que hoy, como ciudadano de un Estado occidental, califica su tierra de origen como “país profundamente amoral y sin ley”.
El apoyo a Putin en Rusia se expresa en las redes sociales y en las cartas de solidaridad con el presidente firmadas por miles de personas. Asumen los argumentos oficiales de la misión militar enviada a Ucrania para combatir supuestamente a los “fascistas” atacantes de los niños de las repúblicas separatistas de Donbás. “Rusia no comienza la guerra. Rusia acaba la guerra”, se afirma en una misiva firmada por casi 6.000 personas. Procedentes en su mayoría de provincias, los signatarios se presentan como dirigentes de organizaciones no gubernamentales que invitan a las “fuerzas sanas” de Ucrania a pronunciarse contra el “régimen ilegal y nacionalista” que “rehabilitó el fascismo y mancilló el recuerdo” de sus “abuelos”. Sostienen que la decisión de Putin es “necesaria y valiente” y destinada a impedir “la tercera guerra mundial nuclear” que, según opinan, podría darse si Ucrania renuncia al memorando de Budapest, que recoge las garantías de seguridad que Estados Unidos y Rusia, junto con el Reino Unido, dieron a Kiev en 1994 a cambio de renunciar a las armas nucleares.
En Moscú ya no se sienten seguros. Los participantes en un grupo de Facebook de un barrio del centro de la capital se interesan por la localización del refugio antiaéreo correspondiente a su domicilio y muchos tratan de ponerse a salvo abandonando el país una temporada, algo que ya es objeto de escrutinio y prohibición por parte de unos órganos de seguridad cada vez más groseros y brutales. No todos callan, pero la gente que sale a la calle a protestar contra la agresión rusa es relativamente escasa y la censura militar prohíbe utilizar el término “guerra”, pues el mundo de Putin se construye negando las palabras molestas, tales como “anexión” (en Crimea) o “Navalni” (Alexéi Navalni, el político de oposición encarcelado y víctima de un intento de envenenamiento). Entre los detenidos por manifestarse en la plaza Pushkin está Irina, una filóloga cuyo padre, ya fallecido, fue encarcelado por su disidencia en época soviética. “Tu papá estaría orgulloso de ti”, le escribo a esta mujer que conozco desde que era una cría.
Dentro del régimen podrían haber comenzado las primeras fisuras. En el canal de televisión Dozhd, la senadora Liudmila Narúsova, viuda del alcalde de Leningrado (hoy San Petersburgo) Anatoli Sobchak (mentor de Putin), ha interpelado al Ministerio de Defensa de Rusia por dejar a sus muertos abandonados, a veces abrasados e irreconocibles, en los campos de Ucrania.
En Kiev tampoco se sienten seguros, pero quienes permanecen en la capital de Ucrania tienen clara su misión. “No hay lágrimas. No hay desesperación. No hay miedo en absoluto. ¿Qué es? Ira y rabia. Y el deseo de hacer algo. Ayer fui a recoger botellas a los basureros [para confeccionar cócteles molotov]. Y ni me dio vergüenza”, escribe Julia, una ucrania originaria de la ciudad de Lugansk, cuyo padre la llama a diario por teléfono desde la zona separatista para anunciarle que “pronto será liberada por las tropas de Putin”.
Desde la ciudad de Donetsk me escribe una funcionaria local que, en mis visitas a la “República Popular”, siempre me ayudó a lidiar con la burocracia de aquel entorno suspicaz con el periodista extranjero. La funcionaria, a la que llamaremos Olga, se queja de las fotografías que he colgado en mi cuenta de Facebook, en las que se ven algunos animalitos que llevan consigo los fugitivos de la invasión rusa. “Sí, lástima de los perros. Y ¿ya no te dan lástima nuestros ciudadanos pacíficos? Me sorprendes”, afirma. En las fotos no hay intención alguna de comparar a personas con animales, pero Olga tal vez teme que las mascotas contribuyan a la humanización de los que huyen de la invasión rusa, pues el hecho de que no hayan abandonado a sus mascotas puede empañar la imagen de asesinos y fascistas en la que la narrativa rusa los ha situado.
En la línea de frente del Donbás y en las localidades próximas a ambos lados de ella, ha habido trágicos incidentes y ha corrido la sangre en tiroteos y violaciones del alto el fuego desde que este se firmó en febrero de 2015 en el marco de los acuerdos de Minsk. Pero la misión de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), que monitoreaba la situación en la zona, no confirmó la existencia de una ofensiva masiva de Ucrania contra las denominadas “repúblicas”, es decir, no corroboró la tesis central justificativa de la invasión rusa, según la cual Kiev había emprendido una ofensiva bélica masiva para sofocar a la población civil secesionista. En las semanas que precedieron a la guerra, los informes regulares de la OSCE, realizados con medios limitados, constataban un aumento de las hostilidades, pero aquel aumento encajaba en el carácter oscilante de la violencia en el curso de todos estos años. Cierto es, sin embargo, que Kiev ha sido incapaz de atraer o seducir a los secesionistas y no ha facilitado la vida a esos ciudadanos ucranios (hoy en su mayoría reconvertidos en rusos), sometidos a un duro bloqueo que ha propiciado la “evolución de su identidad” y su integración en Rusia.
Escribo estas líneas cuando las carreteras hacia las fronteras occidentales de Ucrania están llenas de personas que pasan varios días de espera frente a los puestos fronterizos con Polonia. Beneficiándome de un vehículo de ayuda humanitaria, en tres horas recorrí una kilométrica fila de coches que, por sus matrículas, procedían de todas las regiones de Ucrania. Con nosotros viajaron Julia, ejecutiva de una multinacional de perfumería, y su hijo Mijaíl, de cinco años. El marido de Julia se quedó atrás para luchar contra el invasor, el mismo que le obligó a huir de Crimea hace ocho años. Ella apenas contenía las lágrimas cuando recordaba el confortable piso que acababa de abandonar en Kiev. Madre e hijo no saben adónde ir. De entrada se alojarán en casa de una parienta lejana en Polonia.
Si su objetivo es dividir Ucrania en dos partes separadas por el río Dniéper, los rusos podrían respetar Lviv, la capital de la Galitsina Oriental, una ciudad de calles empedradas, edificios modernistas y templos barrocos que recuerdan su pasado polaco y austrohúngaro. En la plaza del Mercado encontramos ya cerrada la oficina de Alfa Bank, cuyo fundador, Mijaíl Fridman (una de las mayores fortunas de Rusia), es oriundo de esta ciudad. Para mi sorpresa, las tarjetas de crédito de Alfa Bank funcionaban todavía a principios de marzo y yo utilicé la mía para surtir la despensa de quienes me acogieron, para tomar café en el hotel George, para recargar mi móvil ruso y para pagar el vuelo entre Cracovia y Barcelona.
Mijaíl Fridman, afectado por las sanciones occidentales, se ha pronunciado contra la guerra. Tal vez él y gente como él puedan añadir algo más para neutralizar al delirante Vladímir Putin.
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