Olha Kitzmaniuk da clases de pintura a algunos niños del municipio de Márinka, en la región ucrania de Donbás.

Ucrania, que se siente cada vez más cerca de la UE, se enroca ante la amenaza rusa

El monstruito verde observa con la boca abierta, enseñando un puñado de desiguales dientes blancos y una lengua negra y alargada. “Es un traidor”, afirma Vova, mientras pinta con témperas un tupé al ogro verde que se asemeja a un pepinillo regordete. Tiene nueve años y junto a su hermana Sofia, de seis, acude casi cada tarde al aula de arte de la maestra Olha Kitzmaniuk en Márinka, en la región del Donbás, a escasos kilómetros de la línea del frente de la guerra del Este de Ucrania. En la sala, prestada por la escuela, que ha ido perdiendo estudiantes conforme el conflicto, estancado, ha cumplido años, un puñado de niños y adolescentes, madres y abuelas ultiman coloridos adornos de navidad entre lienzos que exhiben ramos de flores, paisajes, un gato que se abraza a la luna pero también un lúgubre bodegón que muestra un disparo en el cristal de una ventana.

Algunos de los niños, como Sofía, no habían nacido cuando Kitzmaniuk, de 53 años, empezó las lecciones de arte como una forma de huir –aunque fuese mentalmente— de la última guerra de Europa, en la que los separatistas prorrusos apoyados política y económicamente por el Kremlin combaten contra el ejército ucranio. Hoy, el conflicto que va a entrar en su octavo año, ha matado a unas 14.000 personas y ha expulsado a unos dos millones de sus casas se cocina a fuego lento. Y aunque las bombas ya no caen abundantes y a plomo en Márinka, el fuego de artillería permanece. Y envuelve al pueblo en un ambiente aún más sombrío. “En este tiempo aterrador que vivimos, el ser humano necesita un trocito de bondad”, dice Kitzmaniuk. “Nosotros hemos descubierto que esa salida es dedicarse a algo bello, como el arte. Que la vida no acaba en esta guerra”, comenta la maestra.

Olha Kitzmaniuk da clases de pintura a algunos niños del municipio de Márinka, en la región ucrania de Donbás.
Olha Kitzmaniuk da clases de pintura a algunos niños del municipio de Márinka, en la región ucrania de Donbás.Carlos Rosillo

Con la concentración de tropas rusas a lo largo de las fronteras con Ucrania, los discursos del presidente ruso, Vladímir Putin, contra Kiev y contra la OTAN cada vez más furibundos y las llamadas de alerta de las agencias de inteligencia occidentales sobre otra posible invasión rusa, muchos analistas miran ahora hacia la guerra del Donbás. Ese conflicto es una de las ‘puertas’ más probables del Kremlin para justificar otra agresión rusa, con la excusa de intervenir para ‘defender’ a los alrededor de un millón de rusos que hay hoy en las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk, gracias a las generosas entregas de pasaportes de las autoridades rusas, o a una ciudadanía ucrania que el jefe del Kremlin considera “un solo pueblo” junto a los rusos, pero alienado contra Rusia por culpa de Occidente, que le ha “lavado el cerebro”, según Putin.

Desde el derrumbe de la URSS, que acaba de cumplir tres décadas y que dividió el imperio soviético y las repúblicas que lo formaban en Estados independientes, Ucrania se ha ido alejando cada vez más de la vecina Rusia y de esa arquitectura de la URSS. Ambos países mantuvieron muchas décadas nexos económicos y políticos importantes. Y aunque con la independencia de Ucrania, en la década de 1990, algunos nacionalistas ucranios expresaron marcadas opiniones contra la élite política de Moscú, la gran mayoría de la población mantenía buena relación con Rusia –donde muchos tenían familiares y amigos— y un buen número de ciudadanos hablaba ruso como primer idioma.

Eso ha cambiado radicalmente desde la intervención del Kremlin en Ucrania, con la anexión en 2014 de la península de Crimea con un referéndum considerado ilegal por la comunidad internacional y celebrado con presencia militar sobre el terreno –y preparado por cientos de soldados sin seña conocidos como ‘hombres verdes’— y la participación de Moscú en el conflicto del Donbás, que el Kremlin define como una “guerra civil” y ante el que niega cualquier implicación pese a los informes internacionales que detallan cómo Rusia ha suministrado armamento y apoyo a los separatistas prorrusos. “Putin promueve su idea de ‘un solo pueblo’ a golpe de misiles. Y en realidad es el responsable de que gran parte de la ciudadanía le odie, odie todo lo que tenga que ver con él y odie la guerra”, remarca Zurab Alasania, periodista.

Control de acceso a la zona roja de la línea del frente, cerca de Pisky, en el Este de Ucrania.
Control de acceso a la zona roja de la línea del frente, cerca de Pisky, en el Este de Ucrania.

Aunque ese sentimiento “anti-Rusia” del que habla el jefe del Kremlin es más bien contra su Gobierno y la ideología expansionista, imbuida por el ‘síndrome del imperio perdido’ que marca sus políticas y que no solo hace a algunos observadores temer que terminará por invadir de nuevo Ucrania sino que culminará su legado con una fusión entre Rusia y Bielorrusia, donde su aliado, el líder autoritario Aleksandr Lukashenko, es cada vez más dependiente de los préstamos y el apoyo de Moscú. “Ucrania todavía se siente débil por el discurso político interno, pero desde fuera Putin lo ha fortalecido mucho como país, también su identidad; pero no se trata de nacionalismo sino de la autoidentificación de la nación como tal”, añade Alasania, que menciona cambios que han contribuido a ello, por ejemplo, en la educación, donde se ha dado prioridad al idioma ucranio frente al ruso; al igual que en los espacios públicos.

Esa identidad de la que habla Alasania, que dirigió la televisión pública ucrania, anhela cada vez más formar parte de la Unión Europea. La intención del país en unirse a la OTAN está recogida en su Constitución –aunque pese a los temores de Putin, expertos como Volodimir Fesenko remarcan que la meta está a años luz y que el país aún debe hacer muchas reformas— y son cada vez más los ciudadanos que lo apoyan. Pero fue la negativa del presidente aliado del Kremlin Víktor Yanukovich a firmar un acuerdo de asociación con la UE lo que desencadenó las multitudinarias movilizaciones en Kiev en 2013. Protestas europeístas que se extendieron por todo el país, que derrocaron a Yanukovich en 2013 y derivaron en la intervención de Moscú, la anexión de Crimea, la guerra del Donbás y una oleada de sanciones internacionales contra Rusia. Hoy, el 75% de la ciudanía ucrania ve su futuro dentro de la UE, a la que percibe como un referente de prosperidad económica y democracia funcional, según las encuestas.

Miles de ucranios se manifiestan con la bandera de la UE en Kiev, en 2013, para pedir un acercamiento a Bruselas.
Miles de ucranios se manifiestan con la bandera de la UE en Kiev, en 2013, para pedir un acercamiento a Bruselas. SERGEI SUPINSKY

Mientras, el Kremlin se empeña en definir Ucrania como un “estado fallido”, con Gobiernos títeres de la OTAN y disturbios que son en realidad manifestaciones, que en algún momento han desencadenado cambios políticos que tanto teme el Gobierno ruso, que está agudizando su política represiva contra la oposición y las organizaciones civiles. Y los medios de comunicación de su órbita lo pintan como un ecosistema con amplias manifestaciones neonazis, presentando como la mayoría a algunos grupos nacionalistas que han tomado como referentes de patriotismo a combatientes históricos contra el Gobierno soviético que incluyen a algunos colaboracionistas, apunta el politólogo ruso Nikolai Petrov.

Ucrania, de 41 millones de habitantes, con un importante flujo migratorio hacia la UE, y una democracia muy joven, aún tiene un camino muy largo que recorrer antes de aspirar siquiera a ser candidato, señala una diplomática occidental ya veterana en Kiev. El antiguo actor cómico Volodímir Zelenski arrasó en 2019 en las elecciones presidenciales con un discurso en el que prometía poner fin a la guerra del Este y también erradicar la corrupción.

En el centro, el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, junto a sus homólogos polaco, Andrzej Duda (izquierda), y lituano, Gitanas Nauseda, el 20 de diciembre.
En el centro, el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, junto a sus homólogos polaco, Andrzej Duda (izquierda), y lituano, Gitanas Nauseda, el 20 de diciembre.HANDOUT (AFP)

Pese a que nada más llegar al poder tuvo verdaderos avances, como el intercambio con Moscú de cientos de prisioneros y la descongelación de las conversaciones de paz junto a Francia y Alemania, poco ha avanzado el presidente ucranio desde entonces. Zelenski, que se ha rodeado de personas de confianza de su época del teatro, sí ha iniciado una serie de reformas destinadas a acabar con la corrupción endémica y la gobernanza débil. Pero también, dice la diplomática, “se ha perdido por el camino” con polémicas medidas de control judicial.

También se ha iniciado un caso contra el expresidente Petró Porosheko por traición. Y el Gobierno ha alumbrado una ley anti-oligarcas, que aspira a quitar poder político a los empresarios más ricos de Ucrania y evitar que manejen el escenario tras bambalinas. Una medida que tiene buen fondo, pero que expertas anti-corrupción como Daria Kaleniuk temen que se también se emplee para tomar medidas enérgicas selectivas contra las figuras empresariales no leales. Mientras, la economía ucrania, que todavía lucha por atraer inversión extranjera, se contrajo un 4,2% el año pasado.

Agentes de influencia

Dentro de esas reformas se incluyen nuevos pasos para ahogar lo que las autoridades ucranias consideran agentes de influencia rusos que, como tentáculos del Kremlin, Moscú emplea para intervenir o desestabilizar y que los expertos consideran parte de su política multidisciplinar en el espacio post-soviético. Hace ya casi cuatro años que las principales redes sociales rusas están bloqueadas en Ucrania, también el gigante Yandex y su plataforma de taxi. Víktor Medvedchuk, considerado el hombre de Moscú en Kiev, bien relacionado con el Kremlin –Putin es padrino de su hija–, está procesado por traición y los canales de televisión vinculados al empresario, bloqueados. “La influencia política interna de Rusia en Ucrania se ha debilitado drásticamente”, apunta el veterano politólogo Volodímir Fesenko, aunque hay una fuerza prorrusa en el Parlamento, la Plataforma de Oposición por La Vida, uno de cuyos líderes está ahora bajo investigación por cargos de alta traición y que tiene una fuerza limitada. Y, por supuesto, Crimea y el Donbás, que el Kremlin mueve como “diales” de desestabilización, dice el analista.

Separatistas prorrusos en una barricada en la ciudad de Donetsk, en abril de 2014.
Separatistas prorrusos en una barricada en la ciudad de Donetsk, en abril de 2014. Alexander KHUDOTEPLY (AFP)

Rusia anunció este fin de semana que unos 10.000 soldados que habían hecho maniobras cerca de las fronteras con Ucrania –de los alrededor de 114.000 que estima el Ministerio de Defensa ucranio, incluyendo los destinados en la península ucrania de Crimea—, volvían a sus bases. Y rusos y estadounidenses conversarán desde el 12 de enero en Ginebra sobre las propuestas rusas para Washington y la OTAN, que incluyen que la alianza ‘desinvite’ a Ucrania y Georgia. Conversaciones que EEUU y la UE esperan que, junto a la amenaza de nuevas y duras sanciones, termine por convencer a Putin de las desventajas de agredir de nuevo al país vecino.

Pero en Ucrania, un 84% de la ciudanía cree que Rusia atacará en algún momento, según datos del centro Razumkov. Y el 24% de la población asegura que resistiría “con un arma en la mano” otra invasión rusa. No hay sin embargo ambiente de tensión en Kiev, donde las autoridades han ordenado la inspección y puesta a punto de sótanos e instalaciones que podrían servir como refugios antiaéreos, y donde cada vez más personas se apuntan como voluntarios a las Fuerzas de Defensa Territorial para defender el país y entrenan para el combate cada fin de semana. Tampoco en el Este, donde los ciudadanos luchan por subsistir frente a la falta de infraestructuras, colapsadas y sofocadas tras casi ocho años de guerra.

Leonid Shcherbakov en su casa de Tonenke, en el Donbás.
Leonid Shcherbakov en su casa de Tonenke, en el Donbás.Carlos Rosillo

En los pueblos de la línea de contacto, como Tonenke, el último pueblo antes de la ‘zona roja’, la guerra es algo demasiado cotidiano, admite Leonid Shcherbakov. Conductor de autobús jubilado, padre de dos hijos ya adultos y abuelo de tres nietas, cuenta ante una taza de café negro y fuerte que teme más por su esposa, enfermera, y por el resto de su familia que por sí mismo. “No tengo miedo porque esta es mi tierra. Ucrania es mi tierra”, dice. Shcherbakov, de mirada afable, un hombre que emplea gran parte de su tiempo libre en cuidar de las plantas del jardín, saca un pequeño hacha labrado que tiene cerca de la puerta que da al frío de la noche: “Si los rusos vienen me enfrentaré a ellos”.

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