Últimos repechos

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von Der Leyen, el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, y el presidente del Parlamento Europeo, David Sassoli, en el Parlamento Europeo en Bruselas, Bélgica, el pasado 23 de julio.
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von Der Leyen, el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, y el presidente del Parlamento Europeo, David Sassoli, en el Parlamento Europeo en Bruselas, Bélgica, el pasado 23 de julio.POOL / Reuters

Como sucede con toda decisión trascendental, el plan de recuperación económica europea —por una cuantía presupuestaria de 750.000 millones de euros— afronta los detalles finales. Las ratificaciones parlamentarias, los reglamentos y el protagonismo de las distintas instituciones se erigen en los últimos repechos antes de su entrada en vigor.

No hay que minimizar esos obstáculos. Cualquiera de ellos exhibe entidad suficiente como para, al menos, aplazarlo. Y esa eventualidad entraña riesgos. Porque el buen fin de esta suerte de auto-plan Marshall se fía a su cuantía y su modalidad de financiación —lo que le dota de una dimensión inigualada en la trayectoria de la Unión—, pero también a la agilidad de su puesta en práctica.

Porque la recesión no espera, la segunda ola de la pandemia agrava su horizonte, los sectores paralizados y las empresas y trabajadores dañados siguen ahí. Lo ilustran la prórroga y ampliaciones de los programas de emergencia de los Estados miembros. Algunos han desbordado ampliamente los límites en que su inversión pueda ser sostenible sin el urgente apoyo comunitario.

Los principales cuellos de botella son dos. El primero es el pulso entre el Parlamento Europeo y el Consejo, que no por ser una cuestión institucional carece de sentido. La cámara, cuya aprobación es imprescindible porque el plan económico se vehicula a través del presupuesto sobre el que ostenta poder decisorio, reclama modificaciones en el plan. Como recuperar el tamaño de los programas estrictamente europeos (sanidad, I+D, Erasmus…) en que se despliega, y que los 27 líderes redujeron en julio para incrementar los apoyos a los planes nacionales. O endurecer el acceso a los países que violan el Estado de derecho (Hungría, Polonia). O garantizar la creación de los nuevos impuestos con los que honrar la deuda.

Todo ello tiene sentido, pero al mismo tiempo menoscaba el difícil equilibrio político arduamente alcanzado entre los 27 Gobiernos, afectando a las concesiones obtenidas por los llamados frugales o los nuevos socios orientales. Alemania, como presidencia de turno, intenta diluir esas exigencias. Pero hará bien en afinar el acuerdo dándoles cabida, siquiera parcial, para asegurar el apoyo de la cámara. Y esta, en llevar su presión hasta el límite de lo posible, pero sin desbordarlo ni retrasar el calendario.

El otro obstáculo es más abstruso porque se manifiesta a través de cuestiones muy técnicas de aparente detalle. Todas ellas obedecen a un afán de la Comisión por fortalecer su protagonismo mediante un detallismo reglamentario que en algunos aspectos endurece y dificulta la fluida formalización de los apoyos. Bruselas añade de su propio cultivo la obligatoriedad a las capitales de algunos de sus propios (e indeterminados) informes, añadidos a los de las recomendaciones del Consejo, que fueron los pactados en la cumbre. Y propone unos formularios (para clarificar con notas el cumplimiento de las obligaciones de los socios) de un burocratismo infantil.

Cierto que esto se combina con una gran flexibilidad en los objetivos de los proyectos financiables —en varias áreas prioritarias—, y en el énfasis sobre la coherencia con los principios del Estado de derecho o contra la planificación impositiva agresiva de los semiparaísos fiscales. Pero salen de foco las exigencias fiscales cuando el Plan de Estabilidad (topes al déficit y la deuda) está acertadamente suspendido a iniciativa de la propia Comisión.


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