EL PAÍS

Un Brexit con más amor y menos traición

Como último episodio del psicodrama en el que se ha convertido el Brexit, el acuerdo de Windsor tiene algo de anticlimático. Dos líderes de vocación tecnocrática, Rishi Sunak y Ursula von der Leyen, anunciando en unos podios que les quedaban demasiado grandes un acuerdo de nombre regio, pero de carácter tan técnico que incluso los seguidores más acérrimos de la serie Cómo salir de la UE sin morir en el intento han tenido que leérselo varias veces para entender qué cambia.

Entre aquellos que no parecen haber digerido aún las ciento y pico páginas del nuevo acuerdo sobre Irlanda del Norte está el ex premier británico, Boris Johnson. Lo cual, como todo en Johnson, resulta sorprendente, pero en realidad no lo es. Sorprende que, teniendo en cuenta que su carrera política depende en gran medida de su papel como adalid del Brexit más Brexit de la historia de los Brexits, haya tardado varios días en dar su opinión al respecto —“Esto no es Brexit” ha dicho desde el confortable sillón de una de sus lucrativas conferencias— y, sobre todo, que no haya liderado una rebelión inmediata contra el nuevo primer ministro, Rishi Sunak. Pero en realidad no lo es (sorprendente), porque Johnson no se ha leído el texto. Lo sé porque tampoco se leyó el texto del acuerdo al que Windsor viene a reemplazar, el llamado Protocolo de Irlanda del Norte de diciembre del 2020, a pesar de haberlo firmado. Y sé que no leyó el protocolo porque, si lo hubiera hecho, habría entendido que estaba accediendo a erigir una frontera entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Aunque también puede ocurrir que lo entendiera, pero le diera igual, porque lo que le interesaba era “acabar el Brexit”, incluso a costa de la tan preciada paz irlandesa. Y eso, por supuesto, no puede ser.

En España conocemos bien el coste de un nacionalismo belicoso. También sabemos un par de cosas sobre el separatismo y sus relaciones con el Gobierno central. Por eso nos resulta tan difícil imaginar un debate sobre un tema crucial para el futuro geoestratégico del país, como lo es el Brexit, en el que se ignoren totalmente las consecuencias que determinadas decisiones pueden tener para la propia integridad del Estado.

Pero esto es lo que ha pasado en el Reino Unido. Una vez que el Gobierno de Theresa May decidió optar por el Brexit más duro posible (una salida del mercado interno y de la unión aduanera), sus opciones se redujeron drásticamente. Un acuerdo de libre comercio con la UE exigía un control de las exportaciones entre el Reino Unido e Irlanda (miembro de la UE, y por tanto, de su mercado común). Para controlar las exportaciones, es necesaria una frontera.

La opción de establecer dicha frontera en la isla de Irlanda, entre Irlanda del Norte y la República era anatema: la abolición de los controles armados durante la peor época del IRA había sido uno de los grandes logros de los acuerdos de paz de Belfast de 1998. Así que los controles se trasladaron al mar de Irlanda, con una cláusula adicional que aseguraba la permanencia de Irlanda del Norte al mercado común europeo, mientras que el resto del Reino Unido (Gales, Escocia e Inglaterra), se convertían en “terceros países”.

La torpe solución de Johnson a ese problema en el que no había pensado cuando arengaba a las masas para que “recuperaran el control” creaba problemas insalvables de distribución en Irlanda del Norte, con la ventaja adicional de cargarse el Parlamento regional, ya que los diputados del partido unionista —que defienden la pertenencia de Irlanda del Norte al Reino Unido, al contrario que sus colegas del partido republicano Sinn Féin, que busca la reunificación de la isla de Irlanda—, se niegan a tomar posesión de sus escaños hasta que Londres no garantice que la región siga siendo miembro de pleno derecho del Reino Unido y no esté sometida a los dictados de Bruselas.

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El acuerdo de Windsor trata de cuadrar el círculo. Según el Gobierno británico, Londres ha conseguido lo que parecía imposible: que Irlanda del Norte siga siendo parte del mercado común de la UE, evitando así controles excesivos, mientras que al mismo tiempo se libera a la región del yugo de las leyes europeas y la supervisión del vilipendiado Tribunal de Justicia de la UE, y se garantiza un derecho de veto al Parlamento de Stormont, siempre y cuando vuelva a ser operativo.

En público, la Unión Europea defiende que el marketing es necesario para venderle el acuerdo a los Brexiteers más fanáticos. Pero Bruselas sostiene en privado que el acuerdo de Windsor introduce muy pocos cambios al sistema original, continúa garantizando la integridad del mercado interno, incluido el Tribunal de Justicia, y que coincide con lo que se le venía ofreciendo al Reino Unido desde el principio. Tanto Johnson como su sucesora, Liz Truss, quisieron aceptarlo y prefirieron amenazar a la Unión con una salida unilateral del protocolo que hubiera dado lugar a una guerra comercial.

Da igual a quién se crea. Lo importante es que el acuerdo de Windsor marca un cambio de tono en las relaciones entre la UE y el Reino Unido, abriendo la puerta a un acercamiento entre Bruselas y Londres en un contexto global complejo de guerras literales y comerciales. Seguro que los guionistas nos tienen preparada alguna sorpresa más, y, dado el éxito de público y crítica, habrá temporada ocho. Pero esta vez, las historias serán más de amor y menos de traición.

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