El primer cómic de Teresa Valero (Madrid, 52 años) se ha hecho esperar. Con una larga trayectoria en la animación (empezó trabajando de secretaria en el histórico estudio Cruz Delgado, porque aunque estudió Administrativo, tenía claro que lo suyo era el dibujo y eso era lo más próximo que pudo encontrar) y como guionista para otros — Brujeando (Norma Editorial), con dibujos de Juanjo Guarnido—, la autora ha ido quemando etapas hasta que ha llegado su momento. Y Contrapaso. Los hijos de los otros (Norma Editorial) se adentra justo en una etapa poco quemada de la historia de España. La posguerra de los años cincuenta, la de los niños robados, los abusos psiquiátricos del régimen, las primeras revueltas estudiantiles y las publicaciones clandestinas que pasaban de mano en mano en las cárceles franquistas. Llamadas contrapasos, dan título a esta obra. Todo esto no es más que el escenario de una trama que arranca con la persecución de un asesino en serie. “Al principio me preocupaba haber metido demasiadas cosas”, confiesa Valero, “pero en la realidad las cosas ocurren así. No está pasando una cosa y cuando acaba empieza otra. Todo sucede un poco a la vez y los actos de uno tienen consecuencias sobre otros asuntos en otro lugar o en otro momento”.
De eso va Contrapaso. “Me interesaba mucho reflejar cómo perduran las consecuencias de los actos. Aún hoy estamos viviendo las de la Guerra Civil, cerrada un poco en falso. Cuando empecé a componer el guion tenía interés en recrear también los acontecimientos del 56, con esa generación de gente joven que no había vivido la guerra y demandaba libertad. Nacidos ya en la dictadura, estaban convencidos de que para ello necesitaban la colaboración de los vencidos. No querían privilegios sino un país construido entre todos. Me encantaba esa idea de hacer un país entre todos porque la guerra había sido un gran fracaso y un horror enorme, y situar la historia en el momento en el que se dieron cuenta de que no se puede exterminar a todos los que no piensan como tú, por mucho que lo intentes muy fuerte”.
Los encargados de cazar al asesino no podrían ser más antagonistas. Por un lado, Emilio Sanz, veterano militante falangista con sus propios y férreos principios; por otro, León Lenoir, hijo de un comunista asesinado en la Guerra Civil. Lo único que los une es su profesión: ambos son periodistas. En estos tiempos de estirar las diferencias hasta los límites, es inevitable preguntar a la creadora si no temió que la tacharan de equidistante. Ella ríe. “Ante esta polarización rampante, que no me gusta, estoy intentando militar en lo que mi amigo Miguelanxo Prado (también autor de cómics) llama la ‘interdistancia’, que te permite tomar distintas posturas respecto a asuntos diferentes. Me obligué a entender por qué en la Guerra Civil el país se parte, no en dos, como muchas veces nos cuentan, que es una simplificación, sino en muchos más pedazos. Merece la pena estudiarlo sin apasionamiento para saber por qué cada uno toma esas posturas cada vez más radicalizadas, ya sean falangistas o anarquistas. Meterte en la cabeza de toda esta gente, en vez de pensar que son una lacra para tu país sin querer profundizar en su psicología”.
La psicología, y la psiquiatría, de aquella época son otro de esos temas que, como ella dice, van provocando sus propias consecuencias en el tebeo (término autorizado por la autora: “Me encanta la palabra tebeo”). Así, Juan Antonio Vallejo-Nájera (1889-1960), tildado por algunos el Mengele español por sus teorías acerca del cerebro de los comunistas, tiene una aparición importante en estas viñetas, aunque el retrato se aleja mucho de la caricatura.
“Se tiende a exagerar las cosas”, matiza Valero. “Aunque era muy admirador del nacionalsocialismo alemán, su fe católica le frenó a la hora de hacer cosas que los nazis no tuvieron problemas en llevar a cabo. Sus experimentos para intentar demostrar que la gente de izquierdas era, por así decirlo, de peor calidad no fueron algo agresivo físicamente, aunque lo que pretendía validar era terrorífico: que solo la gente buena estaba de su lado y que como los otros eran peores, estaban destinados a ser sus criados y a trabajar para ellos, que como eran buenos les ofrecían esa caridad”.
En las coloridas páginas del cómic, acaba abriéndose paso, casi a codazos, una mujer, Paloma Ríos, ilustradora en una revista femenina de la misma empresa que el diario La Capital, y antiguo amor del joven Lenoir. “Al final estaba retratando una época en la que partía el bacalao una mayoría masculina, pero quería hablar también de la situación de las mujeres, y hacerlo desde varios puntos de vista, desde las que fueron reprimidas por su ideología hasta las adeptas al régimen que estaban metidas en casa y tenían depresiones muy fuertes. Pero también había mujeres que no se resignaban a ese papel, seguían trabajando y no se casaban, por lo que tuvieron existencias muy distintas”, explica la autora.
En esta recreación de época, Valero ha investigado cómo era ese Madrid de los cincuenta, buscado un sinfín de fotografías y visionado muchas películas de la época parando una y otra vez la imagen para captar la estética de la Puerta del Sol, la Gran Vía y otras calles entonces en blanco y negro. Pero no todo es real en la ciudad que la artista retrata en Contrapaso. En sus viñetas, el lector se topa con la estación de Metro Pardo Bazán, que nunca ha existido. “Es una ficción total”, reconoce Valero. “Me pareció bien hacerle un homenaje a Pardo Bazán. Yo no soy mucho de cambiar el nombre a las cosas a no ser que sea en casos tan flagrantes como que Juan Antonio Vallejo-Nájera tuviera una calle en Carabanchel, mi barrio, pero sí de que a partir de ahora se sea un poco más consciente de la aportación femenina”.
Contrapaso. Los hijos de los otros ha supuesto a Teresa Valero cuatro años de trabajo. Habrá segunda parte, ambientada en el mundo del cine de la época, y ya ha tenido “un par de ofertas” para convertirla en serie de televisión. De dibujo muy dinámico y con unos personajes que destacan por su expresividad (ahí se nota que la autora viene de la animación), resulta difícil encasillarlo. Formato de álbum, aunque con demasiadas páginas para ello (144); demasiado grande y colorido para ser novela gráfica. ¿En qué quedamos? “Lo de las nomenclaturas hoy es complicado”, ríe. “Según con quién hable, le llamo libro, álbum, tebeo o novela gráfica. Cuando he ido a pedir documentación, he dicho que era una novela gráfica. Que lo llamen como quieran mientras se lo lean”.
Source link