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Un concierto no es un botellón



Son tiempos de guardar distancias y prevenir el Covid-19, pero la música no puede dejar de sonar. Las canciones siguen formando parte de nuestras vidas. Desde que el maldito virus hizo volar por los aires mucho de lo que antes teníamos, o creíamos tener, el mundo de la música, como tantos sectores, se ha visto duramente golpeado. Con festivales cancelados, grandes giras suspendidas y pueblos y ciudades sin fiestas, este verano los músicos, promotores, técnicos y productores subsisten cómo pueden en mitad de una situación sin precedentes. Sin embargo, nunca antes se ha hecho tan necesaria la responsabilidad de nuestros gobernantes. Hoy más que nunca se debe ver con admiración y respeto el trabajo de todos esos músicos y sus equipos que están tocando y cumpliendo escrupulosamente las medidas de prevención subidos a un escenario.
Pude comprobarlo la pasada semana en Torrelavega durante la actuación de Loquillo y Gabriel Sopeña en el festival Viva la Vida. Mi primer concierto post cuarentena, en la nueva normalidad, en la era del Covid-19 o como quiera que tengamos que calificar a estos días inciertos. Por diversas circunstancias, llevaba cinco meses sin asistir a uno. Fue raro. Y fue un chute. Fue todo ese brillo incandescente que se enciende en tu cabeza cuando la música hace su trabajo. Loquillo y Sopeña, exintegrante de los nunca suficientemente revindicados Más Birras, encararon Apuesta por el rock and roll y se puso en orden todo el desorden de meses pasados. La música sonaba en directo y ofrecía todo lo que no puede ofrecer la realidad. Está para eso, y más ahora tras el confinamiento, como, días atrás, amigos y familiares me comentaban igual después de asistir a actuaciones de Kiko Veneno, Xoel López, Belako, Sidonie o Amaral. La música nos ayuda a sobrellevar todo, incluido el absurdo.
Son conciertos también simbólicos, de adaptación a las actuales circunstancias y con la necesidad de transmitir que todo tiene que seguir adelante. Contra las dudas. Contra viento y marea. Contra todo pronóstico. Lo estamos viendo con ciclos musicales, festivales en pequeño formato, conciertos especiales… Todos ponen de su parte. Se puede.
No se puede, sin embargo, admitir el ninguneo que desde algunas administraciones se le está haciendo al sector. Si ya el golpe de la pandemia ha sido fuerte, la música en directo está ahora contra las cuerdas. Como viene sucediendo durante el verano, se suspenden conciertos por miedo a contagios, sin importar todas las medidas tomadas por los promotores, el trabajo de tantos profesionales y la toma de conciencia de un público comprometido. El último caso ha sido Castilla-La Mancha al decidir suspender unilateralmente para este fin de semana todos los conciertos en su comunidad.
La situación está llena de escollos y genera cada día más desazón. La música en directo, desde que parte de la industria se puso a trabajar por sacarla adelante, no tiene nada que ver con el ocio nocturno. Todavía no ha habido ni un solo brote en un concierto. Basta echar un vistazo a nuestro alrededor para ver que la gente se comporta con mucha más responsabilidad en un concierto que en un tren, un vagón de metro, una terraza de bar o en la playa, pero para eso muchos tendrían que ir a un concierto. Porque un concierto no es un botellón. Tampoco es una plaza de toros.
Una vez me dijo José Ignacio Lapido que sí, claro, que era músico, lleva siéndolo desde principios de los ochenta, pero que él se veía también como un pequeño empresario. Se autoedita los discos y se juega el dinero con las giras con el agravante de que su sector carece de una verdadera y profunda regulación. Más allá del espejismo que dan los grandes festivales, España está llena de Pymes en el mundo de la música. Pequeños y medianos empresarios que intentan ganarse el pan honradamente con sus canciones y sobre un escenario. Y, en un mundo donde la venta de discos se ha esfumado y las plataformas de streaming están ganando batallas judiciales que les permiten asfixiar más a los creadores, el escenario es un lugar vital. Esencial. Irrenunciable.
Subirse a un escenario está más difícil que nunca, pero se puede. Si en mitad de una pandemia, encima, se boicotea al escenario, entonces, quizá solo quede un paisaje de botellones clandestinos y plazas de toros abarrotadas. La distopía que estamos viviendo sería ya un circo de monos.


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