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Un lunes es menos lunes en Palawan

Es como un juego de espejos. Archipiélagos chicos dentro de otros más grandes, conformando todos ellos ese prodigioso país insular que es Filipinas. Islas grandes o pequeñas, mogotes, cayos, fragmentos que reflejan a la par la misma faz paradisiaca: aguas cristalinas, de tonos turquesas o esmeraldas, el verde anfibio de lagos y bosques secretos, arenas blancas como nubes mojadas… Un microcosmos que solo en la provincia de Palawan cuenta con 1.780 islas. La grande y principal, también llamada Palawan, se estira como una sierpe marina en la frontera occidental del país y resguarda a su camada de islas-cachorro de tifones y arrebatos oceánicos.

Como un muro último, como una frontera ecológica que ampara y refugia a una oleada de criaturas marinas y terrestres, de plantas y frutos, también de costumbres y diversidad humana. Lo más moderno y sibarita se codea en Palawan con culturas ancestrales, tribus dispersas por los 18 barangays (municipios) que se esconden en los pliegues del espinazo montañoso de la isla grande: unas 70 culturas, 50 lenguas y un mosaico de etnias entre las cuales la batag, la tagbanua y la palawan son predominantes.

En el ombligo de esa oblonga isla mayor se cobija la capital, Puerto Princesa. Llama la atención el nombre español, y es que la ciudad se fundó a raíz de una expedición, en 1872, de funcionarios nacionales (los españoles poseían entonces el territorio) que dieron nombre a la ciudad por la princesa Eulalia de Borbón, hija pequeña de Isabel II, que llegaría a ser todo un personaje. Levantaron la catedral de la Inmaculada, destruida en la II Guerra Mundial (la que ahora se ve es un remedo neogótico insulso). También conserva nombre español la Plaza Cuartel, antigua caserna convertida en memorial, pues allí tuvo lugar uno de los atroces horrores de aquella guerra, cuando los japoneses encerraron a 139 americanos y los quemaron vivos.

Lejos de esos fantasmas, la ciudad es ahora un plácido vergel. Lo más atolondrado en su verdor sofocante son los tricycles (motos con sidecar) o los jeepneys (minibuses) decorados de manera fantasiosa, con colores chillones y toda clase de abalorios y estampitas de santos. Puerto Princesa tiene cosas que ver, como el Museo de Palawan, el Heritage Center, una granja de cocodrilos o el Jardín de Mariposas, donde actúan como invitados miembros de tribus indígenas que comparten con los turistas sus prácticas ancestrales, como cazar con cerbatana o hacer fuego con yesca y pedernal. Otra visita imprescindible es el mercado de San José. Allí se puede ver y oler la excitante variedad de pescados y mariscos (frescos o secos), también frutas exóticas, o comprar piezas de artesanía como tallas de madera, cerámica, cestería…

Picadillo de cocodrilo

Ese espectáculo efervescente se traslada por la noche al puerto, donde se instala un fascinante mercado nocturno. Además de comprar chucherías, allí van familias enteras a cenar —a la luz de las bujías— el típico tamilok (almeja en ceviche o frita), el sisig o picadillo de cocodrilo, el pez lapu-lapu o una ensalada de lato, un alga en forma de racimo de uvas aliñada con calamansí, una especie de lima diminuta. Algunos puestos ofrecen balut, huevo de pato cocido con el embrión dentro que los locales consideran una exquisitez.

Frente a Puerto Princesa se abre Bahía Honda, un arco azul inmenso que abriga, según el día, hasta 16 islas: algunas son de quita y pon, el mar de Sulú se las traga cuando se pone bravo. Una actividad obligada es lo que llaman island hopping; es decir, saltar de isla en isla en los coloristas bangka, rústicos catamaranes llenos de banderolas y provistos de infiernillo de carbón para asar el pescado del almuerzo incluido en la excursión. Algunas islas están deshabitadas, solo acuden bañistas; en otras moran apenas un par de familias que viven de preparar la comida a los excursionistas —en tabancos a la sombra de las palmeras—, y también de criar gallos de pelea.

Al sur de Puerto Princesa se encuentran dos de los mayores atractivos de la región. Uno es el río subterráneo, junto a la aldea de pescadores de Sabang (que ha acabado convertida en un resort). Este cauce, declarado patrimonio mundial, proviene de la cordillera de St. Paul y discurre bajo bóvedas calizas durante más de 20 kilómetros, aunque solo un par de ellos, los últimos antes de desembocar en el océano, son los que pueden navegar los visitantes. También está en la lista de la Unesco, mucho más al sur, el parque natural de ­Tubbataha Reefs, una barrera de arrecifes que son un paraíso del buceo.

En la cara opuesta de la isla, o sea, a poniente, y en su fragoso interior, la vida discurre ajena al bullicio turístico. Carreteras y trochas que se eternizan en curvas infatigables, vueltas y revueltas, cuesta arriba y cuesta abajo, aldeas con aire provisorio, arrozales en bancales encharcados, campesinos que rastrillan los granos de arroz puestos a secar en lonas, perros con malas pulgas, vistas que cortan el aliento. Por ahí se llega al municipio de Quezón, donde están los acantilados y cuevas de Tabón: más de 200 cavernas de las que solo se han explorado una treintena, entre las que solo 7 se pueden visitar. Allí aparecieron los restos humanos más antiguos de la región, el llamado hombre de Tabón, con unos 22.000 años en sus costillas.

Pero es en el extremo norte de Palawan donde se halla la joya de la corona: El Nido, buque insignia del turismo filipino. Puerta paradisiaca a otro miniarchipiélago de 45 islas, dispersas en el sopicaldo de la bahía de Bacuit. Algunas desiertas, otras en manos de algún hotel de lujo, pero todas luciendo la misma dentadura pulida de basalto, calas escondidas, manglares y lagos secretos. En la isla de Miniloc un complejo de ensueño condensa el imaginario del lujo asiático, mientras que en las de Entalula o Pangulasian ese sueño se refugia en palafitos. En ese edén de brillos primigenios y clima ideal no hay placer mayor que el de simplemente abrir los ojos y respirar.

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