El presidente demócrata (poder ejecutivo) y el líder republicano en el Congreso (poder legislativo) han negociado durante días y días en EE UU el aumento de la deuda pública con el objeto de que ese país, primera potencia mundial y con la moneda de referencia del planeta, no detuviese su marcha y, como consecuencia, que la economía global entrase en recesión. En una nación tan extremadamente polarizada, las imágenes de Biden y McCarthy atemperan la confrontación. Necesitábamos respirar.
El pacto consiste básicamente en aumentar la deuda pero reducir su ritmo de crecimiento y paralelamente congelar el gasto público al que se dedica, durante un periodo de dos años, de modo que el próximo presidente, sea quien sea, no se encuentre de nuevo con este problema nada más llegar a la Casa Blanca. En una sociedad de necesidades (máxime cuando todavía circulan los restos de una pandemia como la covid y los efectos de un trimestre con los ciudadanos encerrados en sus casas), el gasto público (sobre todo el gasto social) aumenta irremediablemente. Solo lo haría bajar o lo congelaría quien se olvidase de conceptos como la solidaridad o la compasión. El pago de esas necesidades se hace a través de los impuestos o de la deuda. No es el mismo camino. Los impuestos son más dolorosos porque hay que pagarlos inmediatamente, lo que afecta al resultado electoral. Una buena parte de la deuda acumulada en EE UU por Trump se debe a las enormes bajadas de impuestos que se hicieron a los ciudadanos más ricos y a las empresas, una auténtica contrarreforma fiscal.
Ello en un país con tanta conciencia antiimpuestos. En el año 1978 y partiendo de California se inició una revuelta fiscal (que luego ha tratado de ser imitada en otros países con líderes conservadores) liderada por un tal Howard Jarvis, un ciudadano que manifestó en todas sus declaraciones un odio visceral al Estado, a las políticas sociales y a los intelectuales. Jarvis logró que se ratificase por referéndum, con el aval de dos tercios de los ciudadanos, la llamada Proposición 13, por la que se limita sustancialmente el impuesto sobre la propiedad. La Proposición 13 fue inscrita en la Constitución americana y sigue vigente.
La deuda pública es más adormecedora, ha de pagarla el que llegue después (lo que no deja de ser injusto) y hay experiencias de renegociación de su monto y condiciones, por lo que parece (solo lo parece) que no se liquida. De eso es de lo que se ha estado discutiendo. La Constitución de EE UU exige la autorización del Congreso a través de sus dos Cámaras para emitir deuda con la que el Gobierno federal pueda financiarse. Según la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, a partir de mañana ya no hay dinero, por ejemplo, para pagar las pensiones de más de 60 millones de jubilados o los salarios de más de cinco millones de funcionarios, entre ellos 1,3 millones de militares. Y no podría seguir pidiendo dinero para ello. Sin pacto habría que activar la enmienda decimocuarta de la Constitución, que prohíbe cuestionar la solvencia de la deuda americana, que es la de referencia mundial: “La validez de la deuda pública de EE UU, autorizada por ley, incluyendo deudas contraídas por el pago de pensiones y recompensas para suprimir insurrecciones y rebeliones, no deberá ser cuestionada”.
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Según el Departamento del Tesoro, el Congreso ha actuado casi 80 veces desde el año 1960 para aumentar el límite de deuda. Lo sorprendente es que la mayor parte de las ocasiones lo ha hecho bajo presidencias republicanas que han aplicado una especie de “keynesianismo de derechas”. Ronald Reagan, el gran apóstol de la revolución conservadora y del rigor fiscal, fue un “gran gastón”, así como los últimos presidentes del partido del elefante (los dos Bush, Trump). En todos los casos bajaron los impuestos siguiendo el “ungüento de la serpiente” de la curva de Laffer, sin poder aumentar la recaudación.
Habrá que conocer la letra pequeña de lo que ha estado en juego.
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