Un país imprescindible

Contaba mi madre que uno de mis juegos favoritos de niña era operar a las muñecas, no porque quisiera ser médica, sino para ver lo que tenían dentro. Se pasaba la vida escondiéndome tijeras. Me consuela pensar en Víctor Hugo porque decía que “cuando un niño destroza su juguete parece que anda buscándole el alma”. Yo no lo recuerdo, pero la anécdota familiar ha sido siempre mi señal de alerta para mantener la curiosidad sobre lo que hay detrás de lo que vemos, de lo evidente, de aquello que nos cuentan como verdades sagradas, inocentes o neutras.

Acababa yo de mirar muñecas por dentro cuando nacía El PAÍS, el periódico que se convirtió en la mejor expresión de la España que salía de la dictadura dispuesta a ganar la democracia. Varias generaciones de españoles y españolas nos hicimos ciudadanos libres leyendo en las páginas de este periódico la pasión y la tensión de aquel tiempo. Las batallas contra el inmovilismo, la legalización y consolidación de los partidos, la lucha contra el terrorismo, las conquistas sociales: la incorporación de las mujeres a la vida pública, el divorcio, el aborto, la negociación colectiva, la integración en Europa, la transformación cultural. Todo y todos pasaban por estas páginas diseminando el retrato vivo de un país que miraba al futuro como un lugar cálido donde siempre iríamos a mejor. Y así fue. Uno de los pocos consensos que perduran es la constatación de la mejora de las condiciones materiales, la libertad y el progreso social de los españoles que alumbró aquel momento.

Naturalmente, la historia nunca es tan lineal como nuestros sueños y hemos ido comprobando que aquel momento y el futuro también tenían sus trampas. Y la vida de este periódico ha corrido en paralelo a la de España. Hoy, cuando se reabren debates que dábamos por superados, cuando urge reformar y actualizar la arquitectura institucional que se construyó en la Transición, cuando el mundo ha entrado en una nueva era digital que transforma todos los órdenes de nuestra vida y agiganta la desigualdad, hoy el EL PAIS vuelve a ser imprescindible. Nunca dejó de serlo, pero el tiempo presente nos enfrenta de nuevo a dilemas capitales. A veces iremos por delante de nuestros lectores y a veces iremos por detrás. Si alguna vez existió, la edad de las certidumbres ha terminado y desde luego no es la de este periódico comprometido con la complejidad de lo real y la pluralidad generacional y social de sus lectores: el contrato que suscribe con ellos lo fijan valores clara e inequívocamente progresistas. En España, en Latinoamérica, en el mundo entero.

Desde el mes de agosto estoy al frente del periódico por el que me hice periodista. Llego convencida de que su Redacción y la exigencia de los lectores son el instrumento más poderoso para seguir buscando lo que hay dentro de todas las cosas, para indagar y preguntar, para perseguir la verdad, encontrarla, dudar de ella y volver a preguntar. Y hacer con todo ese viaje un relato que sirva para intentar entender el mundo. Hacerlo rápido, para ayer, pero sin saltarse ningún paso. El Libro de Estilo de EL PAÍS no nos lo permitiría.

Sol Gallego-Díaz, la primera mujer directora de este diario, sostiene que “el argumento de que todo puede ser verdad o mentira tal vez pueda aplicarse a la religión o a la filosofía, pero no al periodismo. En el periodismo indudablemente existe la verdad y esa verdad está en los hechos”.

La defensa de los hechos sigue siendo central en el periodismo, así en la era digital como en la analógica: ir, ver, escuchar, contrastar y contar. Y después difundirlo por cuantos más canales mejor. Es un privilegio disponer de tantos canales, el de papel y el digital, escrito, en audio o en vídeo. En el siglo XXI, un periódico es un medio integral que busca la excelencia formal de sus contenidos en una oferta multimedia. El problema nunca es el canal sino lo que hacemos circular por dentro: el rigor profesional y el compromiso de honestidad y de transparencia. Estamos deseando que conozcan las interioridades de nuestro trabajo en los podcasts: allí nuestros periodistas les irán contando cómo llegamos a las noticias que encuentran aquí.

Las noticias se basan y se basarán siempre, en este periódico, en hechos comprobados. Perdonen la insistencia, pero esa es la materia prima con la que trabajamos los periodistas que creemos en el oficio (y en la investigación que conlleva) y por eso es la diana contra la que disparan los interesados en la desinformación: la usan como arma para sembrar el miedo, el odio al diferente o al vulnerable. Su objetivo es desprestigiar al periodismo exigente y evitar así la fiscalización de sus actividades y propósitos. No me cansaré de repetir que en este momento el riesgo más alarmante para nuestra profesión es que una pequeña parte de la ciudadanía no nos reclame hechos a los periodistas sino una interpretación de los hechos adaptada a sus creencias o a sus prejuicios. Eso ha sido lo que siempre pretendió el poder, pero a lidiar con el poder estamos acostumbrados, esa tensión forma parte de nuestro trabajo. El periodismo ha pagado un precio altísimo, en descrédito y en desconfianza ciudadana, cuando ha entregado su incondicionalidad a intereses de parte, sean cuales sean. Y nunca como ahora los informadores tuvimos que blindarnos tanto en las democracias del aplauso fácil o de la persecución ad hominem que propicia la comunicación instantánea del mundo digital. Hacer nuestro trabajo ajenos a esa presión es hoy una prioridad absoluta.

La parte luminosa de esa comunicación instantánea, porque la tiene, y mucha, ha supuesto otra pequeña revolución en nuestra tarea. Durante mucho tiempo el periodismo ha tenido una relación vertical con los destinatarios de su trabajo. Hoy los lectores reclaman una relación más horizontal, más directa y propositiva. Al cuarto poder se le exige que sea compartido con los auténticos titulares del derecho a la información, que son los ciudadanos. Estamos aprendiendo a gestionar esta nueva relación, convertida también en un modelo de financiación mediante suscriptores que se sienten parte de una comunidad. Pero esta nueva relación también entraña desafíos, porque hay que defender la independencia del periodismo incluso cuando los hechos que presentamos contradicen las creencias de quienes nos eligen. Lo esencial es que esa relación esté fundada en el respeto. Esa idea tan simple y tan compleja, el respeto mutuo, es la que aspiramos a poner en el centro de la comunidad a la que les invitamos a sumarse.

El respeto como condición antes que como objetivo de la comunicación empieza sobre todo por la escucha: estamos obligados a escucharles y a tomarles en serio, a rendir cuentas por lo que decimos en la conversación pública. Sabemos que el delicado terreno de la opinión siempre generará controversia y conflicto. Bienvenidos sean. Mantener una opinión implica poner en ella razones, pero también sentimientos. Decía John Stuart Mill que cuando algo nos importa mucho, aquel que mantiene un punto de vista diferente al nuestro nos va a desagradar profundamente. Esa es la clave de la tolerancia; lo otro solo es indiferencia. Queremos que los debates más importantes del mundo de hoy se den en las páginas de El PAÍS, con respeto a los hechos y con el respeto personal como código ético innegociable.

Este es el viaje que les propongo, la ruta a la que te invito. Está llena de sombras pero si la recorremos juntos será mucho más fácil que la luz se abra camino frente a la oscuridad y la mentira.

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