Un premio científico que recuerda el camino por recorrer


La imagen del estadio de Wimbledon puesto en pie, homenajeando a Sarah Gilbert, la profesora de la Universidad de Oxford que codiseñó una de las vacunas contra la covid-19, constituye todo un símbolo de esta época. Una de las pocas consecuencias positivas de este año y medio de horrores ha sido la rehabilitación de la ciencia en el imaginario social. Los investigadores y sus instituciones se han convertido en héroes del momento y en los artífices de cualquier salida al laberinto vírico en el que estamos atrapados. Hoy sabemos que no hay seguridad personal ni prosperidad económica en ausencia de un esfuerzo científico tenaz, generosamente financiado y liderado por el mejor talento.

Tal vez por estas razones tiene especial valor el premio concedido al investigador español Alberto García-Basteiro. El profesor asociado de ISGlobal y médico-epidemiólogo del Hospital Clínic de Barcelona ha sido distinguido con el premio Stephen Lawn Memorial de este año. Este galardón —iniciativa de tres de las organizaciones científicas más prestigiosas en este campo y anunciado en la conferencia anual del sector, The Union— se concede anualmente a investigadores menores de 40 años por su trabajo en el campo de la tuberculosis y el VIH-sida en África.

El reconocimiento supone, además, un espaldarazo a la cooperación científica entre el Sur y el Norte. García-Basteiro ha desempeñado buena parte de su trabajo en Mozambique, donde coordina la Unidad de Investigación de Tuberculosis y VIH del Centro de Investigación de Salud de Manhiça (CISM). Su carrera se ha desarrollado en paralelo con la de este centro de referencia mundial, que estos días cumple 25 años. Las consecuciones del CISM y de las generaciones de científicos africanos y españoles que se han formado en él suponen uno de los mayores orgullos de la historia de la Cooperación Española en el continente.

Hoy sabemos que no hay seguridad personal ni prosperidad económica en ausencia de un esfuerzo científico

Pero este premio, la tuberculosis y los centros de investigación como el CISM son también un recordatorio del largo camino que nos queda por recorrer. Para los países más pobres del planeta, las epidemias ya eran rutina mucho antes de que llegase el coronavirus. La tuberculosis, la malaria, el Chagas, el dengue y tantas otras enfermedades de la pobreza han permanecido condenadas al rincón de los esfuerzos científicos globales y la financiación internacional. Para quienes operan en estas trincheras, el momento dulce que vive la investigación científica podría ser un espejismo que dure lo que duran los problemas de los países ricos.

“Soy escéptico sobre el impacto que [la covid-19] va a tener en otras enfermedades”, ­señalaba García-Basteiro en una conversación con este blog tras la concesión del premio. “Ha venido la pandemia y hemos abandonado las estrategias de control de la tuberculosis. La notificación de casos ha disminuido entre un 20% y un 30% en 2020. Todo apunta a un retroceso de ocho años en los niveles de mortalidad”.

Es difícil no compartir su frustración. La respuesta internacional al nuevo coronavirus no solo deja a un lado a los países más pobres, sino que debilita los esfuerzos contra las demás enfermedades de sus poblaciones. Pero García-Basteiro, como todos los profesionales de la ciencia que trabajan en este campo, saben que la suya es una carrera de fondo. Ellos cumplen con su responsabilidad. La nuestra es trasladar el entusiasmo de las gradas de Wimbledon a las urnas, los presupuestos y la conversación pública. La tragedia de la covid-19 sería doble si al sufrimiento de esta pandemia añadimos la incapacidad de extraer lecciones de ella.


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