Un truco para salir del agua

Si la lectora acaba de bañarse y ha vuelto a su sombrilla, habrá rendido un homenaje a los primeros animales que salieron del mar y conquistaron tierra firme. Los artrópodos (moscas, arañas, gambas) conquistaron el suelo continental en el Silúrico, hace unos 430 millones de años, aunque solo en la forma de un desagradable ciempiés. Los animales eran un clásico para entonces, pues llevaban ya 100 millones de años en la Tierra, pero por alguna razón nunca habían salido del agua. Cambiar el entorno marino por el terrenal requiere varias adaptaciones esenciales, por supuesto que sí, pero tardar 100 millones de años, no me fastidies, dice poco de la cintura adaptativa de aquellos organismos primitivos. En ese plazo se puede conquistar una galaxia, aunque es probable que eso resulte fatigoso para un trilobites con menos cerebro que el que asó la manteca. En cualquier caso, la conquista de tierra firme fue un evento evolutivo esencial.

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Pero nosotros no venimos de los artrópodos, sino de otros animales tan antiguos como ellos, pero muy distintos desde la noche de los tiempos. Su nombre técnico es cordados, pero, como son los precursores de los vertebrados y además es agosto, los llamaremos vertebrados (peces, pájaros, personas y cualquier otro tipo con vértebras que ande, nade o vuele). Nuestra familia tardó más que los artrópodos y no tocó tierra hasta el Devónico, 50 millones de años después que los ciempiés, que también se dice pronto. Todos los vertebrados terrestres provenimos de unos peces capaces de respirar aire que llevan el horrísono nombre de sarcopterigios, que significa “aletas carnosas”, y están todos extintos salvo los celacantos, auténticos fósiles vivientes más feos que un demonio y repletos de genes saltarines que alborotan su genoma. Por lo demás, los celacantos son nuestros ancestros.

Pez cebra.
Pez cebra.Mark Smith

Ahora vamos al lío. Sabemos que nuestros brazos provienen del par de aletas pectorales de los sarcopterigios, y nuestras piernas del par de aletas caudales, pero ¿cómo se hace eso? ¿Qué ha ocurrido en el genoma del pez para que desarrolle un brazo donde antes había una aleta? Vaya pregunta. Por fortuna, la respuesta parece ser más simple de lo esperado, lo que siempre es una fiesta en biología, la ciencia de la complejidad por excelencia. Brent Hawkins y sus colegas de Harvard han hallado una mutación en un solo gen que transforma la aleta pectoral de un pez en algo que no llega a ser un brazo, pero que avanza un gran paso hacia él.

No han utilizado celacantos, que quedan pocos y están mal organizados, sino el sistema modelo en la genética de los vertebrados, el pez cebra. Los efectos de esa sola mutación incluyen la aparición de huesos largos en la aleta que no existen en el pez, su conexión con la musculatura y la formación de articulaciones funcionales con los huesos preexistentes. El análisis genético muestra por encima de toda duda razonable que esas aletas mutantes son homólogas a nuestro antebrazo. Ese es el truco para salir del agua. Simple, rápido e integrado en la biología preexistente. Evolución capturada en un fotograma. La obsesión ortodoxa con el gradualismo proviene del propio Darwin, que quería evitar a toda costa las catástrofes y su utilización religiosa. Ya va siendo hora de cambiar la tarjeta perforada, muchachos, que ahora tenemos ordenadores cuánticos.

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