El Athletic ha dejado patente durante las últimas temporadas que no sabe ganar finales, pero que a la hora de perder siempre está a la altura de las circunstancias. De un tiempo a esta parte se han instalado la costumbre en muchos jugadores de los que caen derrotados en los encuentros decisivos, lo de quitarse la medalla que les acredita como subcampeones nada más recibirla. Como si les quemase en el cuello, como si fuera una vergüenza haber caído en el intento, como si ellos solo hubiesen nacido para ganar.
Las imágenes que se pudieron presenciar tras la entrega de trofeos en la final de la Europa League entre Manchester United y Villarreal (desconozco a la hora de escribir estas líneas sí ayer en la Champions sucedió algo parecido) resultaron sumamente antideportivas. La moda no es de ahora. Se instauró hace ya unos cuantos años sin que nadie acierte a decir muy bien por qué.
Cierto es que las finales no se juegan, se ganan; pero en la contienda siempre hay uno que vence y otro que pierde. Este, el perdedor, ha llegado a donde ha llegado a base de dejar a rivales por el camino. No querer admitir la plata es una especie de menosprecio a todos estos otros contendientes, a aquellos que lloraron mientras el ahora perdedor sonreía. Muchas veces el fair play es casi tan importante o más que el propio trofeo de campeón
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