Una casa que explica la vida, una ciudad que nos explica

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“No sabía cuánta parte de mi historia tenía derecho a llevarme y cuánta se me permitía dejar atrás”. El debut literario de Jessica Andrews (Sunderland, 28 años), Agua salada (Seix Barral), cuenta la infancia y la adolescencia de una chica que podría ser ella y, de paso, las vidas de sus padres, hermano y abuelos. Además de gestos —a veces muy certeros— para describir a las personas utiliza música —canciones— o lugares. Así, el talante y el tono del libro queda marcado por los sitios en los que la protagonista ha vivido. Y por las ciudades en las que ha soñado vivir o a las que ha tenido que regresar. También por la idea de esos destinos que le llegó de la gente que ha querido.
La casa, por ejemplo, no es lo mismo para Lucy, la protagonista, que para su madre. Y esta descripción podría ser un maravilloso cuento corto: “Mis padres compraron un adosado en un callejón sin salida de un barrio periférico en Sunderland que tenía un enorme agujero en el suelo del salón. Todos los vecinos eran gente mayor que iba dando tumbos de casa a la parada del bus, echando el día hasta que les llagase la hora de morir. Mi padre se paseó de un cuarto a otro dando golpecitos a las paredes:
—Esto lo reformaré y luego pues lo vendemos. En unos meses nos agenciamos algo mejor.

Retrato de Jessica Andrews. Setanta/El País

Se pusieron manos a la obra, pintaron, arrancaron y derribaron el porche podrido con un martillo oxidado. Empapelaron la cocina y encontraron un sofá de segunda mano. (…) Mi madre se hizo sus cortinas con tela de Laura Ashley a fuerza de pasarse las tardes cosiendo los dobladillos a mano, porque no tenían máquina. Forzaba la vista para ver en la oscuridad porque todavía no habían dado de alta la electricidad.
—Cuando esté muerta, mirarás estas puntadas y te acordarás de mí —bromeaba.
Recibían visitas de amigos y les enseñaban fotos del antes y el después del agujero gigante.
—Habéis hecho un trabajo precioso.
Chasqueaban la lengua y murmuraban con aprobación mientras se paseaban por la casa tocando superficies y husmeando la mezcla aromática de hierbas del ambientador.
—Bueno, es para salir del paso. La reformaremos y la venderemos, luego encontraremos otra cosa mejor. Algo en Durham, quizá. ¿Verdad, Tom?
Mi padre sonreía vagamente desde la puerta con su cigarrillo.
Años más tarde, mi madre miró por la ventana las casas achaparradas de piedra de la calle y sintió que le habían robado la juventud.
—Me siento como si fuera a quedarme aquí para siempre —me dijo.
—Yo quiero vivir aquí siempre —le dije—. Es nuestra casa”.
Sobre Londres, donde termina viviendo y despertando, piensa que “te empuja hasta el límite sin concesiones y cuando te parece que estás a punto de caer te hace saber, por un instante, que has encontrado tu sitio”. O concluye: “La mayor parte de la gente que conozco en Londres está ocupada reinventándose a sí misma. Es difícil hacer eso en un lugar donde todo el mundo tiene su linaje”. Tal vez por eso la define como una ciudad en constante renovación, en la que “en el fragor de las oportunidades y las trabas comencé a perder de vista quién quería ser”.
La novela, tan fresca como despeinada, relata un clásico: el aprendizaje de la vida y del mundo que supone salir de casa. Sin embargo, Andrews consigue refrescarlo por la duda y la inocencia que aflora en los detalles de su novela. Así describe París a los ojos de su madre: “Cuando mi madre tenía veintiún años, su novio la llevó a París. Se pasaron 12 horas en un autocar para pasearse por el Sena en gabardina. Tiene una Polaroid debajo de la Torre Eiffel. Se plantó en lo alto de las escaleras de las basílica del Sacré-Coueru, contemplando los tejados de la ciudad, y pensó que ojalá estuviera allí su hermana”.

Sin embargo, a pesar de esos notables aciertos es necesario advertir que, Agua salada, descrita como poética por la editorial, tiene también pasajes de difícil clasificación: “Yo era rubia y brillante y comía peras y helado” que, cuanto menos, no son para todos los gustos. En medio de hallazgos como los destacados, tiene páginas que, a esta periodista, se le antojan más cercanas a una idea (equivocada) de lo poético que poéticas: “Recorríamos el paseo marítimo protegidos con paraguas rosas. Todos los sábados íbamos al mercado de flores de Columbia Road y comprábamos flores a juego con mi vestido”. “Leía poesía y bebía cervezas sola y luego nadaba entre las brumas del lodo rodeada de nenúfares”.
Puede que más de una vez el problema de los cambios —entre lo certero y lo empalagoso o gratuito— provenga de la traducción, a cargo de Rubén Martín Girárldez, que, en ocasiones, complica la lectura: “Fui a tomar cafés con compañeros que me cogían del brazo y hacían girar en el aire por encima de sus cabezas prácticas en Nueva York y futuros en el mundillo de la edición”. O, en la misma página: “Edificios apiñados a lo largo del río, de aspecto antiguo y delicado junto al oleaje del Támesis”.
Con todo, esta es una novela de aprendizaje, de crecimiento y de descubrimiento. Y en ella, las ciudades y las casas tienen un papel callado, se podría pensar que secundario, que, sin embargo, termina por contar una realidad mucho más clara que la que se mueve por la cabeza de una adolescente que se esfuerza en lo que nos esforzamos todos en nuestros momentos de mayor lucidez: en tratar de entender y en buscar la vía para intentar ser feliz.


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