El bioquímico Óscar Fernández Capetillo acudió un día de 2016 a una conferencia sobre el origen de la vida en la Tierra. El ponente era el estadounidense Jack Szostak, un ganador del Nobel de Medicina que estaba empeñado en encontrar la receta para generar un ser vivo en el laboratorio, a partir de ingredientes químicos ya presentes en el planeta primitivo. Tras la disertación, ambos se juntaron para tomar un café. Szostak ya no recuerda el contenido de aquella conversación, pero a Fernández Capetillo se le quedó grabado. Aquel breve diálogo ha culminado cinco años después en el descubrimiento de un mecanismo que ilumina una de las enfermedades más devastadoras del ser humano: la esclerosis lateral amiotrófica (ELA).
El trastorno, tarde o temprano letal, golpea a una de cada 20.000 personas en el mundo. La ELA suele aparecer por sorpresa en los adultos, destruye las células nerviosas que controlan sus movimientos musculares y, poco a poco, el paciente deja de poder caminar, hablar, comer y, finalmente, respirar. No hay tratamiento. Y, en el 90% de los casos, se desconoce su causa.
Fernández Capetillo, del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), en Madrid, se interesó por la ELA en 2014, a raíz de aquella campaña de concienciación en la que muchos famosos, como el magnate estadounidense Donald Trump, se grabaron tirándose un cubo de agua con hielo por la cabeza. El bioquímico, nacido en Bilbao hace 46 años, ya era por entonces un experto mundial en cáncer. La revista científica Cell lo acababa de incluir en su selección internacional de 40 investigadores de élite menores de 40 años. Tras desarrollar un fármaco experimental contra el cáncer y licenciárselo en diciembre de 2013 a la farmacéutica Merck Serono, Fernández Capetillo dio el salto a la esclerosis lateral amiotrófica. “Pensé que, con las herramientas que teníamos en la investigación del cáncer, podíamos avanzar con la ELA”, rememora.
Su momento eureka llegó el 14 de abril de 2016. El Nobel Jack Szostak ofreció una conferencia en el Instituto Karolinska, en Estocolmo (Suecia), donde Fernández Capetillo también tiene su propio laboratorio. El español recuerda que, en el café, Szostak le contó sus experimentos para intentar imitar el origen de los seres vivos. La hipótesis del investigador estadounidense es que la vida en la Tierra surgió a partir del ARN, la molécula de azúcares y fosfatos que dirige en las células humanas la formación de proteínas, como la hemoglobina de la sangre y la miosina de los músculos. Szostak le explicó que, para frenar las reacciones químicas en el laboratorio, utilizaba unas pequeñas proteínas ricas en arginina, una molécula que se pegaba al ARN y al ADN como el alquitrán.
A Fernández Capetillo se le fue la cabeza desde el origen de la vida en la Tierra a la esclerosis lateral amiotrófica, sin soltar el café. “Pensé: ‘Ostras, a ver si esto mismo ocurre en los pacientes con ELA’. Y es exactamente lo que pasaba. Ese era el mecanismo que hacía que sus neuronas murieran”, explica el investigador. Sus resultados se publican este miércoles en la revista especializada The EMBO Journal, con las investigadoras del CNIO Vanesa Lafarga y Oleksandra Sirozh como principales coautoras.
Alrededor del 10% de los pacientes de ELA tienen familiares también enfermos. El equipo de Fernández Capetillo se ha centrado en estos casos en los que existe un componente genético, la mitad de los cuales están relacionados con el gen C9ORF72. Los investigadores han observado que las mutaciones en este gen inducen a la célula humana a producir precisamente pequeñas proteínas ricas en arginina, que se unen al ARN y al ADN, bloquean los procesos celulares esenciales y acaban matando las neuronas de las personas afectadas. Fernández Capetillo cree que el mecanismo puede ser similar en otros tipos de ELA. “No sé si es extrapolable a todos, pero sí a una gran parte”, opina.
Szostak no volvió a hablar con el biólogo español tras aquella breve charla de 2016. Consultado por EL PAÍS, el investigador, de la Universidad de Harvard (Estados Unidos), alucina al ver los resultados con la ELA. “¡Es extraordinario que un comentario trivial tomando un café pueda conducir a interesantes experimentos años después!”, exclama.
“¡Es extraordinario que un comentario trivial tomando un café pueda conducir a interesantes experimentos años después!”, aplaude el Nobel Jack Szostak
La química Valle Palomo, del CSIC, aplaude el trabajo de Fernández Capetillo. “Es un gran paso adelante para ver por qué se produce esta enfermedad en estos pacientes concretos”, celebra Palomo, que dirige un proyecto para buscar tratamientos para la ELA. La investigadora, no obstante, recuerda que en el 90% de los enfermos no se identifica ningún componente genético. “¿Qué pasa con los pacientes en los que no hemos encontrado ninguna mutación? Habrá que ver si ocurre algo similar o si hay más mecanismos implicados. Esa es la gran pregunta”, afirma.
La química Ana Martínez Gil, también del CSIC, coordina ELA-Madrid, otro proyecto para desarrollar tratamientos experimentales contra la enfermedad. La investigadora elogia el nuevo estudio de Fernández Capetillo, aunque echa de menos algún análisis más amplio, como el de la posible relación de este nuevo mecanismo con la aparición de agregados de proteínas TDP-43 en las neuronas, un fenómeno considerado un sello distintivo de la enfermedad. “Todos nos centramos en un camino y no somos capaces de elevarnos un poco para mirar qué está pasando a nivel general: cómo se cruzan las distintas carreteras”, señala la científica.
Martínez Gil, pese a todo, es optimista. “La ELA era una enfermedad oculta que, en los últimos años, se ha hecho visible. Era una enfermedad que permanecía oculta para la sociedad, para los investigadores, para los médicos y para los financiadores de la investigación”, explica. “Una vez que se ha hecho visible se están poniendo muchos recursos humanos y financieros en ella. Y, siempre que se ponen recursos, hay frutos a largo plazo”, confía. El propio Fernández Capetillo y su equipo han comenzado a buscar potenciales terapias con ratones modificados genéticamente para producir grandes cantidades de pequeñas proteínas con arginina. “La clave para curar cualquier enfermedad es entender primero lo que no está funcionando. Solo así puedes empezar a buscar un tratamiento”, subraya el bioquímico.
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