Una comunista para rebajar la tensión


“España te ama, Yolanda”, exageraba Pablo Iglesias. Y volvía a la carga. Tanto volvió que hasta tuvieron alguna bronca, como las que han tenido desde siempre sin que eso haya dañado su amistad. Iglesias quería ceder el paso en el liderazgo público de Unidas Podemos a la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, y no desistía pese a la resistencia de esta. Hasta que el lunes la dejó sin opción a otra negativa más. Se lo dijo casi al tiempo que hacía público su anuncio: dejaba el Gobierno para evitar una debacle electoral en Madrid, la proponía como sucesora y prácticamente la investía como próxima candidata de Unidas Podemos. Un traspaso de poderes súbito y un poco a la brava, muy al modo de Iglesias. Un nuevo liderazgo cuyo alcance encierra aún muchas incógnitas, incluso para la propia designada.

Es evidente que España entera no ama a Yolanda Díaz (Ferrol, A Coruña, 49 años), entre otras cosas porque el 40% aún no la conoce, según el barómetro del CIS del pasado enero. Pero esa misma encuesta la situaba como la tercera ministra más valorada con la misma nota (4,6) que Salvador Illa, tres décimas más que el propio presidente Sánchez y a mucha distancia del 3,3 de Iglesias.

Datos así eran los que le ponía delante con perseverancia el líder de Unidas Podemos: no podían desaprovechar esa baza electoral. Nadie como ella logra buenas valoraciones fuera del electorado habitual de Iglesias, sobre todo en el del PSOE. Y eso que hace nada era casi una desconocida fuera de Galicia, donde había desarrollado toda su carrera política y profesional como abogada laboralista. Y que a más de uno se le habían puesto los pelos de punta al ver a esta militante desde la adolescencia en el Partido Comunista (PCE) entrar por la puerta del Ministerio de Trabajo. 14 meses más tarde, entre las primeras y más efusivas felicitaciones que recibió por su ascenso no faltaba la del presidente de los empresarios, Antonio Garamendi. Tan bien le han ido las cosas que ni siquiera le ha pasado factura sufrir un durísimo revés político: la desaparición del Parlamento gallego de la confluencia que ella auspició y que acabó destrozada por los conflictos internos.

El lunes fue un día taquicárdico para Díaz. Los acontecimientos se sucedían mientras ella debía atender al tiempo una reunión telemática con ministros europeos y, después, ya en persona, asistir a la cumbre hispano-francesa. Al teléfono no llegaban más que reacciones al anuncio de Iglesias. Ella aún tardó unas horas en pronunciarse con un tuit que encerraba un mensaje subliminal en un tono aparentemente anodino. Se declaraba “honrada” de asumir la vicepresidencia y continuar como ministra de Trabajo, pero nada decía de su candidatura electoral, que Iglesias había citado expresamente. Fue un primer gesto, al que siguió otro dos días después: su renuncia expresa a dar la batalla por ser vicepresidenta segunda —el propio Sánchez así lo había dicho en público— y aceptar el tercer rango del escalafón. De esto último se ha mostrado especialmente orgullosa ante sus amigos. Siempre ha bromeado con que a ella no le gusta inmiscuirse “en esas peleas de machitos”.

En vídeo, el perfil de Yolanda Díaz.EL PAÍS SEMANAL

Estos dos gestos, lo que no decía el tuit y la renuncia a estrenarse con un pulso de poder, resumen las certezas y las incógnitas del nuevo papel de Díaz. Está claro que con ella serán raras las tensiones públicas tan habituales con Iglesias. Por ahora, los socialistas, empezando por Sánchez, ya le han agradecido que se ahorrase la primera pelea. Mucho menos claro es adivinar cómo ejercerá el liderazgo que le han atribuido sobre Unidas Podemos y cómo gestionará sus relaciones con el resto de ministros de la formación, sobre todo con los que practican la línea dura. Todo eso aún está pendiente de dirimir entre Iglesias y Díaz, esos amigos a los que no les importa pelearse.

Su primer encuentro fue en 2001, en unas jornadas del PCE en Madrid. Iglesias venía de las batallas campales en la trágica cumbre del G-20 en Génova. Ese chico de 22 años, que ella recuerda “un poco más gordito”, la dejó fascinada con una charla sobre Antonio Gramsci. Se reencontraron algunos años después cuando en Madrid proliferaban las mesas por la unidad de la izquierda. En 2012, IU mandó a Iglesias a Galicia como asesor para una campaña electoral, en la que Díaz había pactado con los nacionalistas de Xosé Manuel Beiras, una coalición que, por primera vez en unos comicios en España, mostraría el campo enorme que la crisis había abierto a la izquierda del PSOE. Fue ahí cuando se empezaron a unir sus caminos.

Ella fue de las que remó desde el principio en Izquierda Unida para confluir con Podemos. Sus lazos con Iglesias se estrecharon sin que eso les impidiese mantener algunas visiones diferentes de la política. Díaz siempre admiró la determinación de su amigo para sacar a la izquierda alternativa del testimonialismo y llevarla al poder. Pero al mismo tiempo bromeaba con su impaciencia: “Estos de Podemos, como tuvieron éxito desde el principio, nacieron ricos. Nosotros venimos de pobres, no tenemos tanta prisa”. Nunca ha compartido tampoco la estrategia de Iglesias de teatralizar en público los pulsos en el Gobierno. Ella los ha tenido, muchos y duros, sobre todo con la vicepresidenta económica, Nadia Calviño. Esos encontronazos han rebotado alguna vez hacia el propio Sánchez. La diferencia es que Díaz ha procurado mantener las batallas puertas adentro y minimizarlas hacia fuera en la medida de lo posible. Y ha perseverado en ese modo de actuar por mucho que eso incomodase a Iglesias.

Comunista institucional

Estos días ha dicho a mucha gente, los primeros a empresarios y sindicatos, que no tiene intención de modificar en exceso su papel y que su prioridad total va a seguir siendo el Ministerio. Su capacidad de trabajo —duerme muy poco, apenas cuatro o cinco horas— se va a poner a prueba, porque tendrá que compatibilizarlo con ese estelar protagonismo político que le ha caído encima de un día para otro y que aún parece tenerla un poco desconcertada. Porque quedan muchas y relevantes cosas por definir. Como la condición de líder electoral que le otorga Iglesias sin que ella se haya pronunciado aún.

Díaz cuenta que le encantaba ver a su padre, un sindicalista de camisa y jersey, ponerse corbata para ir a los actos institucionales. “Los comunistas somos así, respetamos las instituciones”, subraya. Con esa actitud llegó al Ministerio de Trabajo y sorprendió a los que la recordaban solo como una aguerrida izquierdista. Aunque de esto último asegura que tampoco reniega, ahora que es una ministra más conocida por sus pactos que por sus conflictos. El pasado día 10 regresó fugazmente a Galicia para recoger un premio de CC OO y, tras repasar los grandes combates sindicales en su tierra, proclamó: “Mi madre, mi padre y toda la gente a la que más quiero forma parte de esa lucha”.

Días después, respondía a la pregunta de qué es ser comunista hoy:

—Defender la igualdad y la democracia.

—Muchos dicen que el comunismo es una antigualla, —le dijeron.

—La antigualla es que haya pobres en el siglo XXI.

Un conflicto interno con su padre enfrente

No hay ministra de Unidas Podemos que caiga mejor a sus compañeros del PSOE ni comunista de la que se conozcan relaciones tan buenas con los empresarios. Seguramente a eso le ayuda su carácter porque, como dice un antiguo rival político en Galicia, “Yolanda sonríe siempre y eso no es ninguna tontería”.

En un plano más político e ideológico, sin embargo, sus diferencias con el PSOE siempre han sido manifiestas. En Galicia tiene un largo historial de choques con los socialistas. Y todavía hace poco ironizaba con un amigo: “Los socialdemócratas de verdad somos nosotros”. Cuando fue nombrada ministra de Trabajo, se recordó mucho una entrevista de 2014 en este periódico en la que afirmaba: “Con el PSOE es imposible pactar”. Su única experiencia de gobierno con los socialistas había sido en el Ayuntamiento de Ferrol y acabó como el rosario de la aurora.

Años antes, todavía muy joven, se enfrentó con dureza al sector de Esquerda Unida, la versión gallega de IU, más proclive a entenderse con el PSOE. El asunto acabó en una disputa por las siglas que ganó ella. La mantuvo hasta el final, y eso que en el otro sector militaba su padre.


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