Una mañana, en un lugar del norte de Mozambique, una persona sale de debajo de su mosquitera y se dirige hacia la cocina. Le pica un mosquito y hay gran probabilidad que se trate de una hembra de la especie Anopheles, posible vector de la malaria, pero ella todavía no lo sabe. Pasan entre 10 o 15 días y, de repente, siente fiebre, escalofríos, dolor de cabeza y puede que, pronto, le lleve a la muerte. Los casos de esta enfermedad, padecida por más de 200 millones de personas al año en el mundo, se concentran en África [93%], un continente donde la logística y los recursos sanitarios no están siempre a la vuelta de la esquina. Un mordisco infeccioso provoca un mínimo de 400.000 muertes anuales, de las cuales el 61% son niños menores de cinco años, advierte la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Frente a tales cifras, los insecticidas impregnados en mosquiteras se muestran eficaces: consiguieron evitar un 68% de los casos clínicos entre 2000 y 2015. Al añadir la pulverización a las paredes del hogar, se llegó a un 80%, según concluyó un estudio publicado en la revista Nature. Sin embargo, ahora esa efectividad no está tan clara y la preocupación de la comunidad científica aumenta. La razón es el resultado de una investigación publicada por la revista PLOS Biology, que indica que la mortalidad de estos insectos se ha reducido de más del 70% desde 2005 en algunas zonas de África. Se trata de una resistencia que 60 países de todo el mundo ya comunicaron a la OMS en 2010, pero el problema ha ido más allá.
Por dar un ejemplo, África Occidental ha pasado de tener en 2005 solo un 15% de sus mosquitos capaces de luchar contra la deltametrina (el insecticida más empleado), a un 98% en 2017. Al ser una zona muy amenazada y por lo tanto expuesta, la población de mosquitos se desequilibra debido a la presión selectiva. Los productos utilizados eliminan las especies vulnerables, dejando vía libre a las resistentes para multiplicarse. En definitiva, es urgente cambiar de estrategia o, al menos, de producto.
Para Catherine Moyes, experta en enfermedades infecciosas del Imperial College en Londres y autora del nuevo estudio, la situación es “alarmante”. “Está claro que los insecticidas salvan vidas, pero tenemos que reaccionar con rapidez y usar nuevos productos para eliminar también a los mosquitos resistentes”, alerta. Pero no es tan sencillo. Usar insecticidas nuevos y diferentes cada año, y hacerlo desde ya, es imposible porque todavía no existen.
Un niño sufriendo de malnutrición protegido por una mosquitera en el sur de Sudán. Getty Images
Cuenta Chaccour que en esas regiones extremas hay unas 800 picaduras infecciosas por persona por año
El experto confía en que la erradicación de una enfermedad como la malaria es “justo y democrático”, ya que es un paso más hacia la equidad global, “tanto para los niños de Mozambique como para los hijos de Bill Gates”. Desde su punto de vista, la mejor opción es buscar, a partir de lo que ya se sabe, cuáles son las opciones más adecuadas para cada contexto y lo más individualizado posible, tomando en consideración el coste y la efectividad, la cultura, la transmisión local y la especie de mosquito. El nuevo estudio británico es muy útil para ello. “Es un trabajo valioso que permite extrapolar a diferentes áreas y planificar mejor. Como no tenemos datos de todas las partes, esas variables que proponen son interesantes para conocer cuál es la penetración genética de estas especies resistentes”, explica Chaccour.
El año pasado, el médico demostró que el ganado también ayudaba a controlar la malaria, según publicó en Nature. Además de este método, existe el fármaco Ivermectin para personas y ganado que mata a los mosquitos cuando les pican previniendo así la transmisión.
“El mosquito no es el problema”
Para Óscar Soriano del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC), el mosquito en sí, que necesita aguas de poca corriente para reproducirse, no es el problema, pues otros muchos pueden ser vectores de la malaria. “Erradicar esta especie es demasiado complejo. Si no lo fuera, ya lo hubiésemos hecho con otras que hemos introducido y que nos han perjudicado. Además, tendría consecuencias impredecibles”, asegura.
En cualquier caso, según el experto en insectos, es vital y más razonable ahora mismo hacer estudios que se centren en formas de erradicación biológicas mediante patógenos o depredadores naturales. Es un método muy costoso que ya se utiliza en los países desarrollados con la bacteria llamada Bacillus thuringiensis, por ejemplo. “Pero aquí estamos hablando de una zona, de momento, deprimida económicamente en la que se recurre, porque no tienen otra opción, a productos químicos prohibidos [como la DDT] que son peligrosos”, comenta. Por otro lado, el experto insiste en que el tratamiento con insecticidas se tiene que hacer al estado larvario, en las zonas de crianza, para evitar que haya tantos adultos y controlar mejor a la población.
En cuanto a los mosquitos alterados genéticamente, a Soriano no le convence del todo. “Es muy delicado porque, al soltar los insectos transgénicos, puede que se cuelen otros que no lo sean. Además no sabemos bien todavía qué respuesta pueden tener estos organismos alterados. Yo sería más prudente”, concluye antes de precisar, en armonía con el resto de expertos, que el problema principal es la carencia de un diagnóstico precoz y la falta de recursos del continente.
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