Una noche de juerga en el Madrid de la pandemia: “Estas fiestas me dan la vida”

“La fiesta sigue en casa, como cada finde”. Es noche de viernes en la madrileña Puerta del Sol. Tres jóvenes cargan con bolsas que contienen botellas de ron. Caminan con prisa. Son las once, la hora que marca el toque de queda y el cierre de los bares en la Comunidad de Madrid. La calle sin embargo, no huele a toque de queda. Hay corrillos y aglomeraciones de quienes salen de los locales aún con ganas. Abundan los vasos de plástico, los cigarrillos, los cánticos y los abrazos. Las mascarillas escasean. Un fin de semana más, los jóvenes de fiesta en Madrid dejan imágenes que pertenecen a un mundo previo a la pandemia. Imágenes que coinciden con un vídeo que publicó este viernes en Twitter la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en el que varios hosteleros de conocidos bares y restaurantes de la capital madrileña proclaman que “Madrid es libertad” y “Estamos más vivos que nunca”. La incidencia de la comunidad con las restricciones más laxas al ocio nocturno ha ido creciendo desde la semana pasada y ya alcanza los 241,12 casos por cada 100.000 habitantes. Y cuando el ocio autorizado concluye, comienza el clandestino. Pasadas las once, la pregunta que flota en la acera post-toque de queda es “¿y ahora a dónde vamos?”.

Roberto organiza semanalmente un botellón en su domicilio del barrio de Salamanca. Este treintañero, que guarda miles de euros en una caja fuerte con los que podría afrontar la posible multa, se plantea cobrar la entrada a sus eventos. “Hay sábados que vienen muchos extranjeros, amigos de amigos. Podría ser un negocio”. En el ático del lujoso inmueble se agolpa una treintena de jóvenes sin mascarillas y casi todos fuman. Suena la música a todo volumen entre gritos, bailes y luces de colores que salen de una esfera en miniatura conectada a la pared. “Shhhhhh”, se escucha cada vez que suena el timbre.

El ambiente bascula entre la euforia y el miedo a que irrumpa la policía. Cuando llaman a la puerta, los invitados dejan de hablar y el organizador vigila por la mirilla para comprobar que todo esté en orden. “Los vecinos pueden denunciar y se te cae el pelo”, comenta. Pero la mayoría de los timbrazos son de sus amigos, que vienen del piso de enfrente, donde también andan de parranda. Disponen hasta de una contraseña para acceder al piso: “aguacate”.

Fiesta ilegal el viernes pasado en un piso del barrio de Salamanca de Madrid.
Fiesta ilegal el viernes pasado en un piso del barrio de Salamanca de Madrid. L.f

La capital de España es, en plena pandemia, un oasis para la fiesta. Solo en los 11 fines de semana de 2021, la Policía Municipal ha desmantelado 3.761 en viviendas y locales en los que no se cumplían las restricciones, según fuentes del área de Seguridad y Emergencias del Consistorio, pero las autoridades saben que esa cifra es solo la punta del iceberg. Madrid no es la única ciudad española donde abundan las fiestas ilegales. En Valencia, entre el 2 y el 20 de marzo, periodo tradicionalmente vacacional por las Fallas, se impusieron 214 sanciones por ruido en viviendas. En Barcelona, la Guardia Urbana considera “anecdóticas” las intervenciones en fiestas privadas. En noviembre, ante el incremento de reuniones en la calle se creó una unidad específica que desde entonces ha impuesto 1.709 denuncias por vulneración de las ordenanzas municipales, la mayoría de las cuales tenían que ver con la práctica del botellón. La diferencia entre estas ciudades y Madrid es que en la capital los bares y restaurantes permanecen abiertos hasta las 23.00, coincidiendo con el toque de queda capitalino, mientras que en Barcelona o Valencia, la hostelería cierra entre las cinco y las seis de la tarde y el toque de queda comienza a las 22.00. Es decir, las calles de Madrid, con prohibiciones más laxas, se convierten cada noche, sobre todo los fines de semana, en refugio para extranjeros y oriundos.

Decenas de personas de fiesta en una calle del centro de Madrid, este viernes por la noche. Vídeo cedido por Juanma Samusenko

En el hermético piso de Roberto, con las ventanas y la puerta cerradas para que no les delate el ruido, Martina celebra su 23º cumpleaños. “Sé que está mal hacer esto, pero no aguanto estar en casa”. La joven está “desesperada” por encontrar empleo. “Estas fiestas me dan la vida”, asegura mientras bailotea en el salón. Su amigo Iván, de la misma edad, le sirve una copa mientras lamenta el horizonte vital de los jóvenes. “La mitad de mi grupo está en paro y deprimido, así que nos juntamos en casas para olvidarnos un poco de los problemas”. La televisión hace las veces de bafles y el mando con el que se controlan los decibelios corre de mano en mano.

Juan, de 22 años, vive justo en la planta inferior, pero la música alta, el ruido y el ajetreo de la gente bajando y subiendo no le preocupan. El edificio es el paraíso para las fiestas en pandemia, pues casi todos los pisos son oficinas y despachos sin actividad los fines de semana. Este estudiante de finanzas no le tiene miedo al virus y no se pierde ningún sábado. “Trabajo 16 horas al día, claro que me voy de fiesta”, justifica mientras se enciende el enésimo cigarrillo y rellena su copa de gin tonic, que comparte con todos. “Tengo PCR del miércoles negativa”, bromea.

“Yo solo sirvo para las fiestas, tío”, afirma Lorenzo, 28 años, que hace un mes perdió su empleo en un almacén. “No soy negacionista, pasé el virus en marzo…, pero ahora he decidido no vivir con miedo”, dice. “Me da más miedo que la sociedad no tenga en cuenta que nos están quitando nuestra libertad”. La libertad para disfrutar es también el argumento de Marta, 26 años: “He tenido que aguantar insultos de gente que está manipulada por el discurso oficial, no entienden que estamos perdiendo los mejores años de nuestra juventud”. Irene, de 25, es “consciente” de que las fiestas, como en la que se encuentra, “son ilegales y están mal”, pero a cambio, afirma mientras se sirve otra copa de ginebra, no ha visto a sus padres en más de un año.

Varios participantes en una fiesta ilegal, el viernes pasado, en el barrio de Salamanca de Madrid.
Varios participantes en una fiesta ilegal, el viernes pasado, en el barrio de Salamanca de Madrid. L.F

Jon entra en la fiesta con su portátil. Antes de la pandemia, se ganaba la vida pinchando. Ha estado en clubes de México, Colombia o Alemania. Ahora lo hace en fiestas ilegales de Madrid mientras pasa la crisis. En la calle todo es silencio excepto cuando llega alguien y, al equivocarse de edificio, toca el telefonillo de enfrente. Un señor en pijama se queja por la ventana. “Salid de aquí cagando leches, que ya viene la policía”, refunfuña. “Todos los fines de semana es la misma historia”.

Tras el cierre de metal

Valentina, panameña de 25 años, estudia un máster en la escuela de negocios EAE en Madrid, y todos los fines de semana sale de fiesta. Este viernes decide hacerlo por Chueca con sus amigas y un relaciones públicas las invita a un chupito. Es la excusa para llevarlas a un local aparentemente cerrado. Un guardia de seguridad levanta el cierre de metal durante unos segundos. El lugar está lleno y los altavoces tiemblan mientras los asistentes bailan. “No se puede salir. Si queréis fumar, dentro”, explica el camarero. “El lugar no tiene ventilación, pero se baila rico”, cuenta Valentina. Para irse piden un Uber. Antes de dejarles salir, el vigilante se asegura de que no hay nadie.

En el barrio de Malasaña, también en el centro de la capital, el dueño de un pequeño bar recomienda a sus clientes lugares a los que pueden ir después del toque de queda: “Llega a la calle Ballesta y en el portal negro presiona el número uno, te van a pedir la contraseña. Tú diles que te lo ha recomendado un hostelero del barrio”. El sonido techno atraviesa las paredes y se escuchan en la calle los gritos de la farra. Sin embargo, las únicas que quedan fuera son las prostitutas que trabajan en esa zona. “Aquí hay varios locales que abren hasta tarde, pero hoy está un poco muerto”, dice una de ellas.

Mientras la policía está al acecho de las fiestas con rondas por la calle, los que sí saben llegar a las direcciones correctas son los repartidores de alcohol, que cargan en sus mochilas con el combustible para que la noche mantenga su ritmo. Ellos mismos son, muchas veces, los que transportan a los invitados. Como todos los fines de semana, Luis, conductor de Uber, recoge a los jóvenes que van y vuelven de las fiestas. “Aquí al lado recogí a una chica que salía de un piso con 60 personas”, cuenta. Y la juerga sigue más allá del corazón de la capital según el conductor: “En las zonas de chalés hay todas las fiestas que quieran toda la noche”. “Recogí a unos chavales que empezaron un viernes de madrugada y salieron del local un domingo por la mañana”, recuerda el conductor. “Creen que los de Uber somos sus confesores”.

Con información de Lucía Tolosa, Elisa Tasca y Diego Estebanez.


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